Enhorabuena a Roberto Bances por este relato, con sabor y aroma pereiriano, que forma parte de los cursos de escritura que imparto en la ULE. Un relato publicado en La Nueva Crónica el pasado domingo 27 de agosto, cuyo título, implícito en el mismo, fue sugerido por la alumna Noemí Montañés.
Con extraordinario humor y destreza
narrativa, Roberto Bances nos adentra en el fabuloso universo de un niño, que
descubre la realidad a través de su padre. Un relato portentoso que evoca al
mejor Antonio Pereira.
(Manuel Cuenya)
La
actividad preferida de mi padre consistía en tumbarse en el sofá y ver la
televisión, a veces incluso encendida. Así que, cuando me sugirió que
pasaríamos la tarde en el río, me puse tan contento que se me olvidó preparar
unos bocadillos para la ocasión. El asunto del avituallamiento se pudo arreglar
antes de llegar a la ribera, al entrar en la tienda de ultramarinos que quedaba
de camino y donde había toda clase de alimentos. Resultaba chocante comprobar
que, mientras nosotros teníamos una despensa de medio metro, allí estabas
rodeado de estanterías repletas de las viandas más variadas, de recipientes
bien colocados y limpios, algunos hasta evocaban a países lejanos: champagne,
vodka, Martini, Ribeiro…
–¿Deseaban alguna cosa, caballeros? –preguntó
el tendero, como si fuéramos personas distinguidas.
Mi
padre adivinó que me gustarían unos bollos de queso, que ya casi estaba
saboreando con la mirada. Con eso y unos botellines de agua bastaría para
sobrevivir durante la excursión.
–Este
establecimiento no cierra a mediodía –dijo mi padre, después de salir de la
tienda y encaminarnos hacia el río.
–Donde tú trabajas, ¿cierran a
mediodía? –le pregunté.
–En ese lugar no se
descansa nunca, es una tarea mortífera.
Mi
padre empleaba el vocablo mortífero en cualquier circunstancia; en su
opinión resumía todo lo que quería expresar. En la fábrica en la que trabajaba
se ocupaba de la carpintería y lo mismo que hacía una mesa extensible de madera
de roble, meditaba acerca del sentido de la vida y la existencia del hombre, y
a pesar de tener solamente estudios primarios le gustaba citar frases de gentes
muy cultas, según decía él. A menudo aludía a un tal Este; en la
conversación más banal sacaba a relucir un “como decía Este…” Y yo me lo
quedaba mirando sorprendido como diciendo “si yo no he abierto la boca”. Tardé
varios meses en descubrir quién era el tal Este, y aun así seguía sin
entender las frases que pronunciaba y que solían terminar de un
modo mortífero. En cuanto a sus planes sobre mí, estaba la idea de que
estudiara para aprender un oficio, pero también para comprender -decía- lo que
guarda la trastienda del mundo.
Llegamos
a la orilla del río a media tarde. El olor a barro húmedo y a lodo se mezclaba
con los reflejos del sol en el agua, salpicada de infinitas motas blancas que
esparcían los chopos cada fin de primavera. Nos instalamos en un claro a la
sombra de un fresno, después de esquivar varias nubes de mosquitos cuya
picadura, a decir de mi padre, era por supuesto mortífera. Había gran
cantidad de piedras y restos de madera de árboles arrastrados por las riadas
invernales y, mientras mi padre recogía algunos trozos para entretenerse
haciendo figuras con una navaja, yo tiraba piedras en el remanso.
De
repente, al otro lado empezó a sonar una música repetitiva de tambores y
trompetas, como en las procesiones de Semana Santa pero a un ritmo más rápido.
–Allí
hay un cuartel militar. Estarán ensayando para algún acontecimiento castrense
–dijo mi padre.
Tras
un breve silencio se oyó sólo una corneta: dos toques graves seguidos de otro
más agudo.
–Presenten
armas –vociferó mi padre, extendiendo hacia delante los brazos, que sujetaban
una rama a modo de fusil.
–¿Estuviste en la guerra? –le
pregunté.
Mi
padre me contó que esas cosas se aprendían en la mili, y también otras
muchas, como la disciplina, por ejemplo. Me explicó que a veces es necesario
ser rígido y estricto para obtener una respuesta amplia y meditada, duro, como
esas piedras que tiraba en el agua para que el efecto fuera dilatado y suave
como las olas que provocan, y que llegan con extrema calma al borde del río.
Yo
seguí echando cantos al agua hasta que uno de ellos rebotó en otra
roca y me impactó en la frente.
–Pero tampoco conviene
ser demasiado riguroso –dijo mi padre, al tiempo que me mojaba la herida
intentando aminorar el dolor–, esa actitud podría volverse contra ti y el
resultado sería mortífero.
Y
añadió no una sino dos de esas frases que yo no acababa de entender:
–Recuerda que entre
hablar y escuchar siempre se puede silbar. No olvides que la grandeza del
hombre estriba en darse cuenta de su pequeñez.
Y
así, en medio de un halo filosófico amenizado por un concierto de silbidos,
sones militares, trinos, y demás músicas de la naturaleza, empezó a anochecer y
recogimos el campamento, bajo un cielo que nos guiaría por un cordel de
estrellas. Finalmente oímos una melodía de corneta que mi padre identificó de
inmediato:
–Toque
de retreta, es hora de irse, si no nos damos prisa nos atraparán los demonios
de la noche y eso puede ser mortífero. Hay que tenerlo todo previsto, como
dijo Este: “las casualidades son el modo que tiene Dios de permanecer en
el anonimato”.
Poco
importa que para entonces yo ya estuviera al corriente de que el
tal Este se tratara, en realidad, del célebre físico Einstein.
*El título del relato, que está implícito en
el mismo, fue sugerido por la alumna Noemí Montañés.
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