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lunes, 4 de septiembre de 2017

El silencio del mirlo blanco, por Laly del Blanco Tejerina

Enhorabuena, Laly, por este relato conmovedor, publicado ayer domingo en La Nueva Crónica. Un relato que forma parte de los cursos de escritura que imparto en la ULE.

Con una prosa lírica, de altísimo nivel, Laly del Blanco Tejerina logra construir un relato emocionante, sobrecogedor, desde principio a fin, que nos ayuda a reflexionar acerca de la condición humana y ver el mundo a través de los ojos de un niño, Trino, que  nos hace recordar al mejor Delibes de ‘La mortaja’ y a la vez al Julio Llamazares de ‘La lluvia amarilla’                      
(Manuel Cuenya)
Caía la tarde.
El niño y la mecedora  estaban a punto de ser devorados por las zarzas que habían invadido el desvencijado cobertizo. El pequeño no era consciente de ello, mimetizado ya con los matojos, que habían crecido con él.
Se balanceaba mientras veía cómo la línea del horizonte venía deslizándose, formando una lámina púrpura sobre el estanque.  En realidad, aquello era un lodazal rodeado de juncos y maleza,  restos de un río que pasó por allí cuando en aquel lugar hubo vida. Trino no sabía eso porque cuando él nació, el río ya se había ido.
En aquella hora  mágica, el niño sólo veía que el estanque era escarlata y estaba vivo. Las gaviotas compartían agua con los patos. Echó en falta uno de los negros, el más pequeño. En el fango de la orilla chapoteaban las garzas, y se entusiasmó cuando una bandada de palomas, como por arte de magia, salió de entre los juncos y voló a baja altura, llenando el aire de siseos y zumbidos hasta  llegar frente al soportal, donde la bandada giró y se perdió entre las copas de los chopos.
Trino conocía cada pájaro, sus costumbres y lenguaje. Eran sus mejores amigos, en realidad eran los únicos, salvo su primo Isidoro. No le gustaban los humanos porque le miraban raro, cuchicheaban a su paso y decían que su madre estaba loca.
Para él cada persona, según su físico, lenguaje o mirada, era un pájaro.
Su madre era un camachuelo, ese pájaro azul y negro, en cuya especie los machos luchan en época de celo para que la hembra elija al ganador como padre de sus crías. Pero ella nunca le dijo quién fue su macho ganador ni quien cubrió su celo.
“Tú eres hijo de la música y al nacer no lloraste –le decía- Sólo hiciste un sonido parecido al canto de un pájaro, por eso te llamé Trino”.
Trino sabía lo que murmuraban de ella porque se lo contaba su primo Isidoro mientras cogían ranas, buscaban nidos o se tiraban en la hierba, boca arriba, a no hacer nada.
Le contó que su casa  había sido una gran mansión donde vivían sus  madres, que, aunque eran hermanas, llevaban años sin hablarse. Tantos años como ellos tenían, porque, casualmente, Isidoro y Trino habían nacido el mismo día.
“Allí vivían los pobres -decía Isidoro  señalando el racimo de casas a la derecha del estanque-. Ahora  en el pueblo vivimos bien y vosotros, aquí, en la miseria, aunque tu madre siga mirándonos a todos por encima del hombro”.
Trino, con la cabeza gacha, oía a su primo repetir siempre  lo mismo. Sabía que era cierto. Él mismo, cuando iba al pueblo, se asustaba al ver su enorme casa desde lejos, metida en la maleza, siniestra, oscura,  engullida por el bosque que la rodeaba y  condenaba a una eterna sombra.  Por eso Trino prefería estar en su casa, ver el valle enfrente, acotado a su derecha por fachadas blancas y a su izquierda por la pradera, cerrando un círculo visual perfecto, en el que el viejo caserón quedaba a su espalda, de modo que no podía verlo.
Esta  tarde, Trino había ido al encuentro de Isidoro cuando lo vio sentado en el tronco que yacía medio enterrado en el lodo del estanque. 
-Dice mi padre que no puedes seguir aquí –le espetó Isidoro a modo de saludo, poniendo voz de adulto-. Tienes que ir a la escuela. Que si éstas dos se atuvieran a razones, podrías vivir con nosotros. A tu madre la tendrías aquí, bien cerca.
-Yo sin mi madre no voy a ningún sitio –le replicó Trino con tono de fastidio.
-Pero ella vive en las nubes –insistió Isidoro-. Piensa que sigue siendo una gran dama, que estas ruinas son una mansión y todo el día está aporreando ese maldito piano…
Trino no entendía el empeño de su tío Andrés por llevarlo a su casa. Al niño le caía bien su tío, además se parecían mucho. En realidad Trino, demasiado alto para su edad y con aquel pelo rojizo, se parecía más a su tío que su propio hijo. Pero su tía era un pájaro de mal agüero y lo miraba con mala cara. Discutían constantemente y el tío Andrés le decía: “Qué culpa tendrá el niño”. Pero el niño no entendía de lo que hablaban.
Hoy, Trino volvió a casa cabizbajo, dando puntapiés a las piedras y rumiando las palabras de su primo hasta que vio que el sol  estaba muy bajo, era tarde, y aligeró el paso.
La lechuza cantaba en el roble grande, delante de la casa, pero ahora no tenía tiempo de ahuyentarla con un par de pedradas. Su madre decía que anunciaba la muerte.
Tan deprisa entró y cogió los platos de la alacena, que ya los había puesto en la mesa cuando se dio cuenta de que la cocina estaba en penumbra, con la luz apagada. Tampoco había lumbre ni cena por ninguna parte. Salió al portal, bordeó la casa, miró en la huerta de atrás  donde no iba nunca, porque apenas podía pasar entre las ortigas y las zarzas. Subió a la galería… recorrió la casa, volviendo una y otra vez sobre sus pasos.
“Mamá”, gritaba  el niño,  con el pulso y la voz cada vez más agitados.
Sólo le quedaba por  mirar su habitación, pero allí no quería entrar.
El único recuerdo que tenía Trino de su tierna infancia fue aquella noche, que  al oírla cantar, entró en su cuarto sin previo aviso. Ella llevaba puesto un extraño vestido blanco y unas flores en la cabeza. Bailaba ante el espejo al son de su propio canto, se balanceaba  con los brazos levantados y las manos unidas formando un arco, como si rodeasen el cuello de un fantasma. El enfado de su madre fue tan grande que el niño jamás volvió a entrar allí. Pero ahora no quedaba más remedio.
Una luz tenue iluminaba el fondo del pasillo a través de la puerta abierta de su cuarto.  Avanzó muy despacio, intentando no hacer ruido  y con los brazos extendidos por delante, como queriendo abrirse paso, apartando el silencio y el pánico. Se quedó quieto en el umbral hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra de la alcoba. Presintió algo extraño, incluso antes de percibirlo. La ventana estaba abierta pero apenas se filtraba claridad entre la maraña de hojas que la tapiaban. La madreselva había cubierto el paredón de ese lado de la casa. El niño sintió que se ahogaba, parecía que el bosque fuese a entrar y devorarlo. Encendió la luz. Desperdigados por el suelo había cartas, un abanico, fotografías, un ramo de flores  resecas… Y también la vio a ella. Estaba ante el espejo, tendida en el suelo, hecha un ovillo  entre una maraña de telas blancas. Llevaba el mismo vestido con el que la había visto bailar siendo muy niño.
Trino se acercó muy despacio y se arrodilló a su lado. Curiosamente no sentía miedo, la veía guapa y le pareció que sonreía, cosa rara en ella. Entonces, se quedó mirando el amarillento retrato que tenía en la mano y le sorprendió la alianza que llevaba en el dedo.
Mientras contemplaba absorto la foto, el corazón del niño amenazaba con salirse del pecho. Allí estaba su madre, bellísima. Parecía una princesa con aquel vestido  que ahora era un amasijo de gasas desparramadas, convertidas en mortaja. Su pulso se aceleró aún más al reconocer cada objeto del retrato. El ramo de flores  que yacía acartonado junto al cuerpo,  el mismo abanico, el collar de perlas que llevaba puesto…
Sólo un elemento del retrato no estaba en aquella alcoba: su tío Andrés, que en la foto le rodeaba la cintura con su brazo, mientras sonreían felices a la puerta de una Iglesia.
A Trino le faltaba el aire, no comprendía nada y lo entendía todo. 
Agachó la cabeza a ras de suelo, frente a la cara de su madre, intentando verla bien. Unos ojos congelados se clavaron en los suyos. Aquella mirada le causó tal pánico que por un momento quedó trabado en ella; quiso incorporarse pero los ojos de su madre tiraban con más fuerza que los suyos y tardó mucho rato en conseguir dar un salto y retroceder poco a poco, sin dejar de mirarla, hasta la puerta. Desde allí la observó mejor y sintió una extraña calma. Entonces se dio cuenta de que su madre no era un camachuelo.
Ella decía que las aves  traen mensajes de los dioses y su canto sólo puede ser sustituido por silencio; por eso cuando llega su final cantan al revés, descantan el canto hasta llegar a cantar silencio, para dejar el aire limpio antes de morir. Ahora su madre era un mirlo blanco que ya cantaba  silencio. Y pensó, mirando la madreselva que tapiaba la ventana, que quizás el mirlo blanco quiso huir alguna vez, y no encontró la salida. 
Trino apagó la luz y salió de allí porque la muerte requiere oscuridad y silencio, y las dos cosas le aterraban. Ya en la calle, respiró aliviado sabiendo que jamás volvería a entrar en aquella casa. 
Se acurrucó en la mecedora, su balanceo le recordaba el regazo de su madre y lo amparaba. Necesitaba oír sonidos vivos y ordenar sus emociones. De pronto, se sintió extrañamente fuerte. Sabía que su padre y su hermano estaban cerca, un secreto que guardaría siempre, sin importarle la hostilidad de su tía. Sabría ignorarla porque él sólo escuchaba ya al mirlo blanco que cantaba silencio en las ramas de su cerebro.
Ahora el estanque era negro y plata. Era ese momento en que el bosque  recobra la vida que el día le roba y rebullen las infinitas presencias que  esconde dentro. Los gorriones ponían la melodía, los carboneros el ritmo, los picamaderos la percusión y el aire mezclaba todos sus cantos, formando el concierto del bosque.
Trino sabía que era el réquiem de los pájaros por el mirlo blanco, que ya era libre.
Y decidió dejarlo descansar para siempre en aquel bosque.

1 comentario:

  1. Muchas gracias Manuel.
    Por hacerme adicta a las letras, por tus consejos como profesor, por tu amistad, por tu inmensa labor en el mundo de la cultura... por tantas cosas!!!
    GRACIAS Maestro.

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