En este relato viajero, su autora, Elba Casado, nos lleva de la
mano por una ciudad oriental, haciéndonos percibir y sentir un mundo
multicolor, impregnado de aromas y sabores, que acaban hechizándonos.
(Manuel Cuenya)
“Un viaje se vive tres veces, cuando se
planea, cuando se disfruta y cuando se
recuerda...”. La cita estaba escrita,
entre I loves y
desamores, en la puerta del baño de un
bar de carretera, esos que se visitan
sólo para aliviar la vejiga y que
forman parte del comienzo de un
viaje, mientras se estiran la
piernas.
La cita atizó mi cabeza
y recordé que era una chavalina cuando llegaron a mi pueblo los primeros pakistaníes,
y aunque mi pasión por Oriente ya venía de antes, ver in situ los caftanes de seda bordados
con hilo multicolor y los vaporosos
velos llenos de abalorios, que cubrían
los rostros de esas mujeres, hizo
que mi imaginación volara de nuevo
hasta el mundo de las mil y una
noches. Y allá que volé con los cinco sentidos.
Creyéndome Sherezade, puse rumbo al reino Hachemita, en el tiempo en que su vecina Siria era ya devastada por el horror de la guerra y donde
miles de palestinos vivían exiliados bajo la hospitalidad del país jordano.
Mi primera parada
fue Ammán, situada sobre siete colinas como la eterna Roma. Ansiosa, me adentré en la urbe y, entre
minaretes que atravesaban la calima de
un cielo ocre, comencé a vivir mi aventura.
Bajo un sonido enlatado y escalofriante, el muecín repetía su letanía,
que penetraba en mi mente como un mantra, un mapa sonoro que me acompañó varias veces al día mientras
descubría la ciudad. Entorno a
La Gran Mezquita de Hussein -que los oriundos consideran como su casa-,
la ciudad bulle entre estrepitosas bocinas y ensordecedores motores de un tráfico
incontrolado, que se mezcla con las
animadas y concurridas tertulias de los
lugareños, quienes gozan de la vida callejera, alrededor de los zocos.
Recorrer sus
calles me sumergió
en el caos y el exotismo de la
capital, las tiendas exhibían sus mercancías en la
calle: perfumes, frutos secos, especias… y sobre todos unos maniquís de
infarto, que me impactaron en plena
acera, con sus últimas novedades, olores y colores se fundían en un mismo
espacio.
Allí busqué la magia
de mujeres vestidas
con coloridos caftanes , pero
el mito
sólo colgaba de los tenderetes
del Hebrón Bazar, como lo hacen los
trajes de sevillana, en nuestras
tiendas de recuerdos. A decir verdad, la indumentaria de los
jordanos se me antojó mustia, poco colorida, pero muy variopinta.
Me resultó placentero observar sus
atuendos en la vorágine de la avenida
Al-Hashimi: mujeres con cabezas
envueltas en pañuelos blancos, negros, o
estampados, cubiertas con holgadas
túnicas, que les cubrían los brazos y las piernas, o bien embutidas
en jeans
y ataviadas con largas y ceñidas
camisas, o portando burkas a la vez que
bolsos de Gucci y Louis Vuitton
con
el fin de darle un toque de distinción a
sus ya de por sí impactantes
atuendos. En los hombres también aprecié contrastes en su forma de
vestir, pues era habitual verlos con
camisolas hasta las rodillas, y
túnicas blancas hasta los pies.
Aunque algunos se decantaran por el
pantalón y la camisa occidental, exhibían con orgullo la Kufiyya,
el típico pañuelo ajedrezado, rojo y blanco, que llevan
puesto de múltiples maneras,
luciendo coloridos y exóticos.
En medio de aquel
espectáculo sensorial, me llamó la atención un garboso joven, con cabello negro, ensortijado, que me
invitó a entrar en su tienda de
perfumes. Su minúsculo local estaba colmado de frascos, como en una
botica de antaño: un surtido de
alambiques y esencieros
de cristal, de todos los tamaños y colores, que parecían salidos del
cuento de Aladín, me cautivaron. Los aromas a rosa, azahar, lila,
vainilla y romero impregnaban el ambiente. Sentí que mi olfato ya no era capaz
de asimilar tanto efluvio, pero me dejé
invadir por los perfumes y la sugerente voz de Mohammed, que así dijo
llamarse el atractivo desconocido. Sus facciones estaban perfectamente
encajadas sobre su tez canela y sus carnosos
labios perfilaban una pícara
sonrisa que ruborizaron mis mejillas.
Sutilmente, su torso cubierto por una
vaporosa camisa blanca, se aproximó al mío mientras sus
ágiles manos rozaban el
contorno de mi rostro cuando deslizaba las muestras de los
perfumes sobre el surco de mi labio
superior. Con el pulso acelerado y enardecida,
temí que sus vivarachos
ojos, clavados en mis pupilas, adivinaran
mi repentino deseo.
Me dejé seducir por el
enigmático momento y salí de la
tienda hipnotizada con un frasco de
musk de Jazmín, que aún
hoy me devuelve a ese tiempo tejido de
sorpresas y excitantes hechizos.
Después de aquel
arrebatador encuentro, y embriagada por
la fragancia que impregnaba mi
cuello, decidí abandonar la vorágine urbanita. La luz era blanca y cálida en ese momento, propicia para
visitar la ciudadela, situada en
lo alto de la colina Jebel Al Qala’a. Supuse que su localización, en pleno corazón de Ammán, haría más fácil mi orientación visual. Y allí
que me dirigí.
En medio de sus imponentes vestigios romanos y omeyas, que
empequeñecen cualquier ambición
arquitectónica actual, la panorámica de la ciudad se
desplegó ante mí como un
auténtico escenario bíblico: cientos de edificaciones de pequeña altura,
carentes de tejado y cromáticamente idénticas, colgaban
de las colinas en un giro de 360 grados que consiguió
mimetizarme con el entorno.
La suave brisa soplaba
sobre mi nuca, mientras mi mente se perdía en aquella estampa laberíntica, digna
de una colosal colmena.
A los
pies de la ciudadela, en pleno centro de la misma, descubrí el Teatro Romano cual si se tratara de una
dentellada en la ladera. Desde
aquella elevada altitud, en la
que me hallaba, el teatro semejaba
un gran
abanico de piedra desplegado. Inicié
mi descenso de nuevo hacia el corazón de la ciudad a través de empinadas
escaleras y estrechas callejuelas, que
emanaban un agradable frescor, lo que ayudó a enmascarar un fétido
olor a cloaca procedente de las
alcantarillas.
El entramado de calles me condujo
a la emblemática plaza
Hashemite, un lugar bullicioso
y vivaz, una plaza repleta de
cafés y puestos callejeros con olor a
hierbabuena, cardamomo, y fruta madura. Con el
fin de calmar el cansancio,
además de la rojez de mi cara y aún más
de mi
vejiga, decidí descansar en uno de esos cafés con los que me iba tropezando y
elegí uno al azar.
Después de
ascender cuatro pisos, por unas
roñosas escaleras que rechinaban a cada peldaño, las cuales me hicieron recular
en algún momento, llegue a un cafetín. La puerta estaba
abierta y de ella salía un empalagoso olor a vainilla y fresa,
que sacudió mi pituitaria,
después del sofocón de la subida.
Dos ventiladores del
techo mitigaban aparentemente el
soporífero calor de esa ya avanzada hora
de la mañana. De las paredes colgaban
varios tapices con dibujos de
camellos y desiertos con castillos, incluido el elegido por Laurence de Arabia como refugio. El mobiliario
era envejecido a la vez que se
mostraba descuidado, salvo una robusta
estantería, que estaba detrás de la barra,
en cuyos estantes se
mezclaban frutas, tabacos, pasteles y
refrescos, protegidos por una gran mano
de Fátima, amuleto contra los malos
espíritus. Un grupo de jóvenes, que
conversaba mientras compartían una shisha, era la única clientela. El camarero,
achaparrado, con rostro gentil, y un poblado bigote, me invitó a salir a la
terraza. En mi imperfecto inglés, entendí que allí estaría más cómoda. El hombre tenía razón, esa parte del cafetín,
provisto de sillones mullidos, era un
palco de honor con vistas al teatro y a la concurrida plaza. Una tímida brisa intermitente que me hizo
revivir. Le pedí, emocionada, una cerveza a Abdul, que así se llamaba aquel
risueño hombre, quien me recordó que en
la ciudad vieja no era fácil encontrar alcohol. A falta de cerveza, me tomé un
sabroso granizado de menta. Y Abdul, hospitalario y parlanchín, me obsequió con
un dulce caliente, llamado Knafeh, una delicia
rellena de queso y pistacho, un sabor inolvidable y sorprendente.
Me despedí de mi
gentil cicerone y continué camino, sin mapa, siguiendo el flujo de la
gente. El blanco roto de las casas le atribuye a Ammán el merecido nombre de
ciudad blanca, según me contara Abdul, a pesar del dantesco entramado de
cables, que cruza las calles y recubre las fachadas aminorando el fulgor.
Un zoco de frutas y verduras,
un auténtico bálsamo para los cinco
sentidos, abrió mi apetito. Y me fui directa a un pequeño restaurante,
donde me dejé tentar por las delicias jordanas. Una foto del Rey Abdala y la
Reina Rania, colgada de la pared, mientras disfrutaba de los manjares del
restaurante Hashem, hizo que casi se me atragantara el cordero con salsa de
yogur. Después de ese pequeño percance, seguí deambulando sin rumbo,
dejándome sorprender por los encantos de la vieja Ammán donde el tiempo parecía haberse detenido.
El Asr, la tercera llamada a la
oración, antes de la puesta de sol, me ayudó a reflexionar acerca del sentido
espiritual de la vida. Y aquel mapa sonoro me invitó a volar a la imponente
mezquita azul.
A medida que caía la
tarde, resplandecían, mortecinos, los faroles y las bombillas de colores que
iluminaban los zocos. El musk de jazmín,
adherido a mi piel, me había trastocado. Estaba hipnotizada. Por instantes,
sentí que no quería abandonar nunca aquella ciudad blanca.
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