Uno también se siente catalán. Y por ende siento la tierra de Catalunya tan mía como quien se crea más catalán o catalana que nadie. En Barna vivió Felisa, mi abuela materna. O mejor dicho, la madre de mi madre, la hija de Gabinín y Vicenta. Y allí viven familiares, amigos/as y paisanos/as del Bierzo y del útero de Gistredo.
Uno se siente catalán y leonés y berciano y castellano y gallego y vasco y español y europeo de Portugal y de Francia y de Italia (sobre todo de Sicilia) y aun de otras partes de Europa (hasta transilvano me siento) y mexicano y marroquí (bereber, por matizar el asunto)... Esto dicho así parece que quedara guay, pijolondio, acaso atrevido, pero es lo que siento de veras. Si digo ciudadano del mundo aún queda más relamido, así que a vuestro antojo. Elegid la palabra precisa para esto que estoy diciendo. Y decídmela. Os lo agradeceré.
Me siento de todos aquellos lugares que recorro y en los que encuentro un latido de corazón, una sonrisa y un gesto de cariño... de hospitalidad.
La patria o la matria, las genuinas, son aquellas en las que uno encuentra una temperatura afectiva adecuada.
La matria son las gentes con quienes uno traba lazos de amistad, de afecto.
Creo que Catalunya no es diferente al resto y todas esas caralladas que los políticos abusados y comemierda (esto diría un cubano o cubana, que sí que parecieran diferentes al resto, por pura imposición de un sistema castrista, castrense y castrador) nos meten en la sesera a los pobrines y pobrinas que, además, nos dejamos llevar por la baba de un gato o una gata... (con respeto a estos animales, que me entusiasman).
Lo diferente, ay, nos lleva por la calle de la amargura y aun por otras calles. Hitler, que era al parecer de origen gitano (con todos mis respetos, por supuesto, a los gitanos. Me encanta sobre todo la música gitana de los Balcanes y la Transilvania. También alguna suerte de flamenco en vivo y en directo) se creía ario, diferente, un superhombre dispuesto a gobernar la tierra cargándose literalmente a quienes no fueran arios, ni alemanes puros, ni fueran de su cuerda, un auténtico psicópata, el Fürer, que se creía sus propias mentiras, un criminal que asesinó a judíos (siempre perseguidos y expulsados), gitanos, homosexuales, rojos... Y es que cuando uno se cree diferente, el cirio pascual está montado.
En el mundo entero hay gente buena, menos buena, y mala o malísima, con independencia (esta sí es independencia) de su raza (bueno, la única raza es la humana), de su color, su orientación sexual, su ideología, su clase social... Pensar lo contrario, me parece que es un grave peligro para la Humanidad. Y ni siquiera acaba de convencer el maniqueísmo de lo bueno y lo malo porque en circunstancias terribles (a veces no tan extremas) los seres humanos podemos comportarnos y nos comportamos como alimañas, de un modo bestial, salvaje, porque todos y todas tenemos un lado oscuro y perverso, que puede llegar a aflorar aún en los momentos más inesperados. Y no digamos si hablamos con personas con determinados trastornos psíquicos, como los llamdos borderline (trastorno límite de la personalidad), por poner un solo ejemplo.
Stevenson lo dejó muy claro con su Jekill y Mister Hyde. La literatura es abundante y sustanciosa a este respecto. Qué nadie se rasgue las vestiduras. Y quien esté libre de pecado (palabra que no me gusta porque remite a lo religioso) que tire la primera piedra (mejor, no sugiero tirar nada a nadie, que luego se arma gorda).
Los nacionalismos, del tipo que sean, se revelan peligrosos, como sabemos a través de la historia de la infamia.
Los nacionalismos y las religiones nos sorben el cerebro, nos idiotizan, nos dan la vuelta a la cabeza, provocando desórdenes en nuestra mente/cuerpo. Y luego nos lanzamos a masacrar a nuestros prójimos en aras de una ideología, de una religión... del pretexto que se tercie, porque los pretextos se inventaron, como diría un/a mexica, para pendejitos y pendejitas.
El asunto es rechazar al otro, a quien creemos que no es como somos nosotros. "Los adeptos y secuaces de la religión y del nacionalismo asumen valores claros que consideran incuestionables y se aferran a ellos, aunque esos valores sean objetivamente regresivos. El pivote sobre el que giran es subjetivo y entraña un fervor a veces ataviado de fanatismo semejante al de la monolatría o la adoración de un solo dios. Este fanatismo encierra la noción dualista y esquemática de "nosotros o ellos", del "bien o el mal", y es capaz de conducir a la catástrofe, según algunos, o a un nuevo amanecer, según otros. Para agravar las cosas, en la religión, como en el nacionalismo, la comprensión solamente es posible entre creyentes", escribe Eugenio García Gascón, catalán universal, periodista y escritor con quien compartí momentos muy instructivos en la ciudad de Jerusalén, donde él vive, en un reciente viaje que hiciera a Israel, donde palestinos y judíos están en permanente conflicto, en estado de guerra, porque cada cual se cree diferente y en posesión de la verdad, de su verdad. La religión y el nacionalismo llevados a extremos de barbarie.
Lo contaba ayer en Navatejera, en la casa de la cultura de esta población leonesa, los seres humanos somos iguales en emociones básicas, aquí y allá, al menos en el orbe Tierra... y lo demás son engañifas. Y somos "diferentes" -se me ocurre decir- precisamente por cuestiones artificiales, postizas, sobrevenidas, por lavados de cerebro, por manipulación... Sobre este asunto también hablamos en la ciudad de León este finde en petit comité, con gente amiga, al amor de unos vinos y unos pinchos.
Por desgracia, no todos y todas somos iguales ante la ley (Orwell decía que unos somos más iguales que otros), porque todo lo manda el dinero y el poder, la corrupción y la barbarie, pero todos los seres humanos reímos, lloramos, tenemos miedo (consustancial, en ocasiones desmedido e irracional, lo cual emplea el sistema caníbal como arma extraordinaria para devorarnos)... y nuestra única certeza es la muerte. La resurrección es un vil patraña, nomás. Nadie resucita si está muerto. Nuestra vida es finita, limitada, breve, efímera. Estamos de paso. Y nos pudrimos en cuanto la espichamos. Ésta es otra certeza. El espíritu pervive, sí, mientras quede el recuerdo, mientras alguien nos recuerde. No quiero que nadie se acuerde de mí, llegó a decir más o menos en su testamento el marqués de Sade, que era un ateo revolucionario, aunque paradójicamente fuera aristócrata. Qué se borren mis huellas de la faz de la tierra.
Nadie vuelve a la vida después de haber muerto. Y la muerte se impone como una apisonadora. No nos dejemos tomar el pelo. Aunque algunos y algunas parezcan vivir como si la vida fuera eterna, como si las enfermedades y contratiempos no fueran con ellos y con ellas, como si en verdad se revelaran todopoderosos, dioses y diosas más allá del bien y el mal. Vivimos en una farsa. Y lo único que nos queda, aparte de morirnos, es reírnos a mandíbula batiente, como Cristos buñuelescos, de nosotros mismos y por ende de todo este contubernio.
La risa, qué peligro, para quienes se creen en posesión de la verdad, de su verdad, y desprecian el parecer y la opinión de los demás. Tanto en El nombre de la rosa, la magnífica novela de Eco, como en la soberbia adapación fílmica de Annaud, se aborda el tema de la risa. La risa en la Poética (la segunda parte) de Aristóteles. También hay un interesante ensayo sobre la risa del filósofo francés Bergson.
Si nos reímos, dejamos de creer, incluso dejamos de creer en nosotros mismos. Así que hay que reírse, aunque el tema de Cataluña/Catalunya (me gusta escribirlo a la catalana porque mi apellido también resuena catalán) parece que apunta al lloro, al drama, cuando la cuestion debería resolverse de un modo pacífico por la vía del diálogo, del consenso (vaya utopía), a sabiendas de que el conflicto también forma parte de la esencia del ser humano.
Ya lo apuntaba magistralmente el pensador Ortega y Gasset en La España invertebrada, sabedor de que 'la nacionalidad catalana' se remota a principios del siglo XX en una España invertebrada, con sus regionalismos, nacionalismos, separatismos, esto es, movimientos de secesión étnica y territorial. El nacionalismo como particularismo desintegrado. "El paticularismo existe hoy en toda España... En Bilbao y Barcelona, que se sentían como las fuerzas económicas mayores en la Península, ha tomado el particularismo un cariz agresivo, expreso y de amplia musculatura retórica", señala Ortega, a quien convendría leer y releer.
"Vive cada gremio herméticamente cerrado dentro de sí mismo. No siente la menor curiosidad por lo que acaece en el recinto de los demás. Ruedan los unos sobre los otros como orbes estelares que se ignoran mutuamente. Polarizado cada cual en sus tópicos gremiales, no tiene ni noticia de los que rigen el alma del grupo vecino". En España vivimos en compartimentos estancos, cada uno va a su puto rollo, por eso nos va como nos va, también en el modo de trabajar, cada cual mira para su ombligo y al otro que le den estopa, aquí ni dios se siente español (porque sentirse español es, para alguna gente, un signo de fascismo) pero creo que hemos dejado de ser una España fascista (al menos de una forma atroz, como en la época franquista, aunque cerca nos quede en el tiempo el golpe de Estado de Tejero y compañía y algunos rescoldos en el brasero) y hemos construido una España algo más liberal, autonómica, plural, en la que tienen cabida diferentes lenguas, culturas, costumbres, formas de ser y pensar... (dentro de la libertad-quimera en la que vivimos, no sólo en éste, sino en todos los países del mundo).
Nuestro problema sigue siendo, como nos anunciara Ortega, que "Dondequiera asistimos al deprimente espectáculo de que los peores, que son los más, se revuelven frenéticamente contra los mejores" (véase, ahora más que nunca, los bochornosos programas televisivos de cotilleo y mentiras, la prensa colorada, los políticos infames, los gobernantes nefastos, el periodismo pulverizado, la 'literatura' (si tal puede decirse) basura y mediática...), a buen seguro porque "el pueblo español (incluido el catalán, por supuesto, esto lo digo de mi puño y letra), desde hace siglos, detesta todo hombre (y mujer, esto también lo dice mi consciente) ejemplar, o, cuando menos está ciego para sus cualidades excelentes. Cuando se deja conmover por alguien, se trata, casi invariablemente, de algún personaje ruin e inferior que se pone al servicio de los instintos multitudinarios", apostilla el autor de La rebelión de las masas, otro libro a tener en cuenta.
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