MANUEL CUENYA 01/03/2004
Esto escribía allá por el 2004 sobre mi primer viaje a Cuba.
CUANDO se lea este articulín, si las diosas lo permiten y los hados están de nuestra parte, ya habré viajado a Cuba: el «Paraíso» de Lezama Lima o Lamama Mima, como le llama Zoé Valdés, esa habanera atrevida, exiliada en París, que nos ha dejado la boca con sabor a café nostalgia, café hirviente colado en una teta de yute, el olor del mar como referencia, el perfume a guayaba. O bien el infierno de Cabrera Infante, convencido de que Cuba es la Albania del Caribe. Entre el paraíso y el infierno está ese espacio fronterizo en el que nos gustaría situarnos para así llegar a entender la esencia cubana, la cubanidad. El Paraíso de Lezama es también la leyenda de los orígenes, la nostalgia de un mundo perdido. La sensualidad del mundo, del cuerpo y del lenguaje. ¿En qué se ha convertido aquella Cuba mítica, que tanto nos hubiera gustado conocer? El infierno, del que nos habla Cabrera Infante, aparece bajo una dictadura cuasi inquisitorial en la que por cada individuo hay un policía que lo vigila. Un mundo vigilado, sometido a un control férreo, un 1984, como aquella novela de Orwell, hecho realidad. Como vivimos en temporada botillera, habré estado embotillado en mar y guayaba, que es una forma como cualquier otra de probar botillo al más puro estilo cubano. Desde que sabemos que el botillo es bocado exquisito de gentes nobles, y que este se sirve acompañado de una lechuga llamada berza, no nos extrañaría que a alguien se le ocurriera servir botillo aderezado con guayaba. La idea está servida. Y de este modo, tan pintoresco, hasta podríamos hermanarnos, en lo gastronómico y aun en otras artes culinarias, con la isla fidelina. Es probable que a Castro, que tiene orígenes gallegos, le encante el botillo berciano. Aunque le he estado dando vueltas a la cabeza -no os vayáis a creer-, al final decidí no llevar ningún botillo, como posible obsequio al comandante, en la bolsa de viaje, más que nada porque no hubiera llegado en buen estado, luego de un largo viaje. Y sería una pena que el comandante se enfermara por zamparse un regalo así. Cuando se lea esta columna habré paseado por La Habana, sobre todo por La Habana Vieja, y San Antonio de Los Baños, nomás. Y con toda seguridad habré visitado aquellos lugares que me ayuden a rememorar a los grandes de la música cubana, entre otros, Compay Segundo, que me dejara extasiado desde que viera Buena Vista Social Club de Wenders. En realidad, mi viaje se produjo como embarcado en libros y música.
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