Estas cosas escribía uno en la pasada década. Un artículo publicado, como tantos cientos, en Diario de León (o de neón, que diría el cuate cacabelense Fermín López Costero).
También a los
bercianos de las faldas de Gistredo se nos está poniendo la jeta como una
pantalla de televisión, y las orejas con aspecto de antenas parabólicas o
hiperbólicas. No somos bichitos raros, nada de eso, que aquí no se salva ni el
apuntador, sino que estamos muy en la línea y a la moda. La moda manda e impone
gustos y/o disgustos. La moda siempre ha sido muy putera en su aspiración a la
gloria.
Gistredo al fondo
No se vayan a creer quienes viven en
las grandes ciudades que, por estar en
medio de la jungla de asfalto, al borde de la crisis de nervios, respirando
toxinas por toda la cañería del chasis,
ya son diferentes al resto de los mortales. Ná de ná, chavalines.
Quienes habitan las urbes también
chupan televisión por el tubo catódico del atolondramiento. Rayos y rayas de
éxtasis. Incluso tragan más televisión que quienes estamos en medio de lo
silvestre. Y también a ellos les han medrado las orejas de marcianito, son
extraterrestres parabólicos, y sus pupilas se han dilatado hasta el punto de
confundirse con atropínicos anuncios publicitarios.
Aseguran los entendidos en
la materia que la atropina o la belladona dilata las pupilas. Por tanto, que se
bajen de las nubes de la estupidez y el engreimiento, y no vengan, como algunos
capullines y yogurinas, presumiendo de ser distintos, haciéndose los guays y,
por ende, menospreciando nuestro modo de vida, nuestra ruralidad poética,
bucólica, que a lo mejor resulta que es mejor que su forma de vida... hinchada
de patetismos, pero tampoco es cuestión de dorar la pava de Acción de Gracias.
Que cada cual se acicale o hermosee como mejor pueda y sepa, que para todos hay
en este valle de verdes y tostados.
Aunque provincianos y campestres,
también tenemos nuestro corazoncito y no siempre pecamos de paletos, y de estar
enchufados la mitad del día a la caja bobalicona. La curiosidad intelectual, si
tal puede decirse, y la sensibilidad hacia lo bueno-bello, no es patrimonio
exclusivo de los urbanitas. Hasta ahí podríamos llegar. Es más, hay gentes en
las metrópolis que ni tiempo tienen para sobar y saborear eso que en nuestra
civilizada suciedad se ha dado en
llamar cultura. Bastante tienen los “urbanícolas” con las horas suplementarias que a veces hacen en
el curre y luego en transporte. Consumen todo el día en desplazamientos de un
lado a otro. Que esto sí es consumo de
tiempo y dinero. Pero no hay de otra, cruda realidad consumista la que nos
nubla las entendederas. Y así discurre la vida por los cauces purulentos de
algunas urbes. Polución, ruido, ajetreo,
y sobre todo falta de tiempo, la sangre más preciada, el alimento más
nutritivo, el que más me gusta. De qué me sirve vivir en una gran ciudad, si no
encuentro tiempo para disfrutar de lo que me ofrece, y sí sufro sus
inconvenientes como cualquier hijo de vecino.
En París hay un eslogan que dice:
“métro, boulot, dodo”. Esto es, que entre metro, trabajo y dormida andan los tiros cotidianos
y se va la existencia.
Por estas altas montañas el factor
tiempo intentamos sazonarlo con pimentón
casero, regodeándonos en su colorín y saborín.
Sin embargo, cada día nos parecemos más los rurales y los urbanos,
porque sin duda tenemos las mismas referencias de mierda, calzamos idénticas
madreñas ideológicas y vestimos los mismos trapos/harapos capitalistas, y da igual que vivamos en el ombligo del
mundo, en el útero del Bierzo, que en La Gran Manzana del huerto
“estadocojonudiense”, quería decir yanqui.
La Internet y el exceso
informativo/desinformativo también ha arribado a los peñascos portuarios de
este Alto Bierzo. Y ahora podemos presumir, como los niños pijos o fresa, de
que somos internautas, cibernautas, argonautas
e intergalácticos. Excuso decir, marinos de secano.
Las diferencias entre el ámbito
urbano y el rural principian a difuminarse en este caos de ruido informativo.
Un ruido que nos despista y emboba, no encontrando tiempo más que para estar
esclavizados al trabajo nuestro de cada día, y en momentos de ocio, enganchados
como drogatas al chingado televisor, mamando concursos y pendejadas varias,
transformados en cabezas de serrín.
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