Hace tiempo que, en esta sociedad de gente sobrealimentada -algunos más que otros, es obvio- habitamos el reino que se sitúa entre la obesidad y la anorexia, como es propio de nuestro vivir/sin vivir (vivo que no vivo en mí) desdoblado, bipolar, zumbadísimo. Y ambos trastornos alimentarios/mentales forman parte del sistema capitalistaloide al que pertenecemos (y que hemos elegido o siemplemente nos han impuesto, por qué quién es capaz de elegir si ya lo hacen otros por nosotros), donde el consumismo y las apariencias nos traen por la calle de la amargura.
La tasa de obesidad entre los niños, y supongo que entre adultos bercianos, es “preocupante”, como en otros lugares del país, ¿de qué país? Más o menos. Nos alimentamos como gorrinos, y a veces comemos como descosidos para calmar nuestra ansiedad, ese no saber qué hacer con nuestras vidas, huecas de contenido y rellenas de basura, cómo no vamos a estar obesos o gordos como albóndigas rellenas de pimientos morrones.
Por otra parte, el escaparate social, en que nos reflejamos, nos pide que tengamos una figura modélica, y ahí nos estrellamos contra la realidad hecha de fantasmas y por fantasmas de libertad (que diría el surrealista Bueñuel, don Luis). Porque la obesidad, con el consiguiente colesterol, corresponde a una sociedad sobrealimentada de grasas saturadas, y un estarse quieto delante de un “ordenata”, una televisón, una nintendo, cualquier videojuego... A los nenes les encanta, y los adultos no le hacen ascos.
Supongo que un nómada no tiene ni colesterol ni obesidad, y si no que se lo pregunten a los bereberes, a quienes por lo demás no les gusta hincar el diente a la grasaca, salvo un corderito bien rostizado a la brasa.
Los cubanos tampoco tiene nada de colesterol, bueno no estoy seguro, porque o bien no comen o se alimentan con mierdas, y los bercianos de hace cincuenta años, que trabajaban en el campo o en la mina, ni tenían obesidad ni colesterol, aunque le dieran al tocinamen y las “patacas”. Entonces, casi nadie se miraba mucho, porque las revisiones médicas eran para los señoritangos y madamas.
En cuanto a la anorexia, que es una patología cerebral y familiar, rechaza la alimentación como rechazo a las falsas apariencias y convenciones, esto es, rechaza la vida misma, tal como nos la sirven enlatada, artificial. Vean esas modelos, pobreciñas, que no comen porque tienen que dar imagen de pitiminís de cara a la pasarela, y acaban en la tumba. No hay nada peor como caer en las garras del dinero fácil, y ser víctimas de un sistema que las somete a la tortura de la imagen, porque las anoréxicas tienen una percepción distorsionada de su imagen corporal, se ven gordas aunque estén como esqueletos, y su autoestima está por los suelos, o sea, que no se quieren nada, porque en verdad rechazan a su familia, que se ha preocupado en exceso por su éxito y aspecto externo, y por ende rechazan a la sociedad en que viven, como culpable de sus males. Utilizan el autoengaño en exceso como mecanismo defensivo, y acaban matándose al declararse en huelga de hambre. He conocido a alguna anoréxica. En Dijon, por ejemplo, conocí a una gallega, que luego de hablar con ella largo y tendido, le solté, así a bocajarro, ¿tú no serás anoréxica o habrás sido anoréxica? "Pero cómo lo sabes", me dijo ella. Pues sí, aquella gachí lucía, por lo demás, buena figura, estaba guapita, aunque sus palabras la delataban.
Cuba es un buen lugar para curar la anorexia, como me contara mi estimado Mario Gaviria, un sociólogo navarro afincado en La Habana. Hace algún tiempo el señor Gaviria vivía gran parte del año en la capital cubana. Ahora no sé qué será de él. Pero sobre esto debería volver en otro momento.
En nuestro Bierzo, más que anorexia, lo que está a la orden del día es la obesidad. No se extraña uno, con tanto chorizo y botillo.
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