¿Cuándo fue la primera vez que oí hablar de Juan Carlos Mestre? No lo recuerdo con exactitud. Lo que sí recuerdo es la impresión, la conmoción que me causó escuchar a este poeta villafranquino recitando alguno de sus poemas, acompañado, tal vez, de su acordeón. Y luego sus libros, Antífona de otoño en el valle del Bierzo y La tumba de Keats...
Hijo espiritual del maestro Antonio Pereira –tal vez el mejor narrador oral que ha dado el Bierzo, León y probablemente todo el país-, Mestre es a buen seguro el mejor recitador de cuantos haya visto y ecuchado nunca.
Su voz, poderosa y envolvente, te invita a volar, a traspasar cualquier muro, a saborear la palabra, esa que logra encarnarse y habitar la casa del ser, la casa roja, porque su corazón, y puede que su alma, es una casa roja, bajo la fibra de un rayo y la beldad de una isla.
Mestre, aparte de Premio Nacional de Poesía –un accidente, nomás, como él mismo diría-, es un ser sublime, un alma luminosa que irradia luz sonora por donde quiera que va, tanto en sus poemas como en una conversación cotidiana, porque él es capaz de transformar, cual mago de las palabras sin dueño en la república de los borrados, algo común y corriente en puro arte.
Mestre es como un ángel generoso que aparece en los momentos más inesperados y se revela cual maestro de ceremonias.
Nunca olvidaré, querido Juan Carlos, aquel día de enero, bajo la escarcha, acaso fuera bajo la niebla ponferradina, que brotaste de algún lugar, siempre misterioso y lírico, para hablarnos, al final, sobre Viajes sin mapa, sobre el espantoso holacausto de Auschwitz, porque tú si eres un genuino viajero, más allá de toda realidad física, más acá de cualquier espiritualidad, un trovador, un judío errante (como te dijera otro poeta leonés), que va de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, de país en país, recitando, siempre magistral, sus poemas.
Me alegra, y aun me emociona, que haya poetas como tú, capaces de devolvernos el gusto por la vida, esa que en ocasiones se torna arte, como en tu caso.
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