A uno, como berciano, le sigue sorprendiendo el principio de realidad en que se asientan nuestros paisanos.
El berciano (y la berciana) es, por lo general, un ser que tiene los pies en la tierra, o eso da la impresión, que vive sin complicarse la vida, de un modo sencillo, lo opuesto a un parisino, por ejemplo, lo que no quiere decir que el berciano viva de un modo simple, que a lo mejor también.
Por lo general, y esto es mucho decir y abusar, el berciano es un ser que no construye castillos en el aire (como a menudo han dicho los franchutes de los españolitos), que disfruta el día a día, que trabaja y vive sin comederos de cabeza. "Aquí, el que quiere, puede adaptarse con facilidad", le oí decir en una ocasión a un paisanín. Pues vale, que así sea.
Aunque el Bierzo luzca un rostro de vergel y sano aspecto, la procesión va por dentro y la crisis también se enseña con los desvalidos. Como en todos los sitios, gracias a la puta globalización, la mundialización de la miseria. Puede que el berciano sea un ser que a lo mejor nunca ha leído un libro en su vida -ni falta que le hace-, pero tiene mayor lucidez mental y pragmática que un pitagorín, puesto que sabe buscar el garbanzo mejor que nadie, y es capaz de sacarlo de debajo un pedregal. Y si no que se lo pregunten a nuestros divinos politiquines y alcalduchos, en su mayoría piratines, bucaneros de costa seca, que ya la quisieran mojada y marina, donde, en cualquier caso, se cuecen muchas fabas y se ahúman muchas patas de jamón serrano. Así de chulos y echados para adelante lucen sus pectorales algunos, y aun algunas.
El berciano (y la berciana) es, por lo general, un ser que tiene los pies en la tierra, o eso da la impresión, que vive sin complicarse la vida, de un modo sencillo, lo opuesto a un parisino, por ejemplo, lo que no quiere decir que el berciano viva de un modo simple, que a lo mejor también.
Por lo general, y esto es mucho decir y abusar, el berciano es un ser que no construye castillos en el aire (como a menudo han dicho los franchutes de los españolitos), que disfruta el día a día, que trabaja y vive sin comederos de cabeza. "Aquí, el que quiere, puede adaptarse con facilidad", le oí decir en una ocasión a un paisanín. Pues vale, que así sea.
Aunque el Bierzo luzca un rostro de vergel y sano aspecto, la procesión va por dentro y la crisis también se enseña con los desvalidos. Como en todos los sitios, gracias a la puta globalización, la mundialización de la miseria. Puede que el berciano sea un ser que a lo mejor nunca ha leído un libro en su vida -ni falta que le hace-, pero tiene mayor lucidez mental y pragmática que un pitagorín, puesto que sabe buscar el garbanzo mejor que nadie, y es capaz de sacarlo de debajo un pedregal. Y si no que se lo pregunten a nuestros divinos politiquines y alcalduchos, en su mayoría piratines, bucaneros de costa seca, que ya la quisieran mojada y marina, donde, en cualquier caso, se cuecen muchas fabas y se ahúman muchas patas de jamón serrano. Así de chulos y echados para adelante lucen sus pectorales algunos, y aun algunas.
Creo que no resulta fácil vivir según un principio de realidad, porque a menudo las ilusiones, a modo de matorrales, nos impiden ver el bosque, coronado ahora por armatostes varios.
Siento admiración por el berciano que no suele complicarse la vida con ideas extrañas, con proyectos quijotescos, y que por el contrario acostumbra a vivir como buen Sancho, aferrado a su terruño, con las miras puestas en lo que hay de real, y no en lo cree que podría haber. "Y si hubiera...".
En el fondo, nos conformamos con lo que nos echan. Quizá se viva mejor y con menos problemas cuando uno acepta la realidad, cuando uno sabe quién es, de dónde procede y adonde quiere ir.
Confieso que me cuesta centrarme en este principio de realidad, y prefiero imaginar realidades/irrealidades, vivir en una nube ensoñadora, a veces grisácea, en una ficción o fantasía, porque la vida tal cual es no da para tanto, por muy real que esta sea, o quizá porque es tan real y tan cruda que a uno le asusta y le huele a chamusquina.
Un poco de imaginación y sueño, aunque sean a través de algún arte, le vienen bien al individuo. Se me hace difícil aceptar esta vida, que por momentos se vuelve monótona y cruel, tanto como el propio ser humano, que se muestra irracional y sobrevive como animal zampándose a sus congéneres. Una vez más se impone la selección de las especies, el gen egoísta, aunque en los últimos tiempos estamos asistiendo a algo novedoso: ahora no es más inteligente quien mejor piensa y actúa, y quien hace el bien y lucha por los demás, sino que es más bien el hombre-masa, el mostrenco, el desinteligente, eso sí trepa y pelotero al por mayor, enchufado por el morro o por el culo, quien se alza con las glorias, véanse tipos, tanto en el escaparate político como en el cultural, y aun en otros ámbitos, que en tiempos, acaso platónicos, no hubieran aguantado más allá de dos asaltos dialécticos, es más, habrían sido arrojados a los leones, echados a patadas fuera de la república, de las res pública, porque con las cosas públicas no se puede jugar, al menos de un modo avasallador y burlesco. Quemar pólvora ajena es algo que se nos da de maravilla, incluso a los bercianines. Y eso no vale. Pero la realidad se impone como una apisonadora. Aquí y allá. Quienes deben gobernarnos, lo dijo Platón, son los filósofos, y no los mindundis y soplapollas que en su vida han leído ni un novelín rosa, y encima se creen unos espabilados del carajo, tal vez porque nadie les hace frente como es debido, y gozan de privilegios que a los demás, aun siendo despiertos, no les está permitido ni concedido.
El poder reside en la guita y en los contactos lameculeros con la empresa adinerada. Las buenas ideas de poco sirven cuando el otro, el fuerte, el instalado, no está por la labor de darles rienda suelta. Atados de pies y manos. Eso es lo que le queda/nos queda a la gente de a pie. Sin pasta, sin poltronas, sin poder, el personal anda cabizbajo y a verlas venir. Se podrían hacer tantas cosas, pero, ay, es mejor no dejar hacer, aparcar/te, silenciar/te, tenerte fuera de juego, neutralizado, sin balcón al que asomarte, sin tribuna, sin nada. A callar y a obedecer. Así en el Bierzo como en el cielo. Mientras, en Haití, en la mayor parte de África, en el Oriente Medio, en casi toda Asia, en los Estados Des-Unidos, en esta Europa asentada sobre un gran cementerio, a resultas de guerras mundiales, campos de concentración, etc., en el orbe al completo, el paisanaje, sin recursos, con la chabola manga por hombro, con una mano delante y otra atrás, sobrevive o sobremuere de hambre, de sed, de esclavitud, por el miedo, por la ignorancia, porque se deja encular, explotar, reventar por esos jodidos capitalistas que nos tienen agarrados por el huevamen. Nos han prometido un bienestar ficticio a cambio de esclavitud, de horarios imposibles, de hipotecas absurdas, de controles perversos, nos lo hemos gastado casi todo, lo tenemos casi todo hipotecado, incluso el alma, y se desata una crisis en un momento en que los ricos ya no pueden ser más ricos porque acabarán reventando, ellos también, de gordura insana, colesterol monetario, billetamen corrompido.
Al final, sólo nos quedará tragar nuestra propia mierda, los unos y los otros. Apocalíptico o integrado. Vaya usted a saber. Que se lo desvele o revele algún adivino de medio pelo, que estos inflagaitas, creyentes devotos de sus propias mentiras, bastante tienen para ellos. Entre unas y otras, también a los bercianos, seres con resistencia de maratón, se nos van los santos y las vírgenes a los limbos. Será porque quieren rezar por nuestra desgracia, una vez más disfrazada de bienaventuranza. Si es que como en el Bierzo en ninguna parte, porque la verdad sea dicha, y esto que no sirva de precedente, aquí todo dios tiene para comer, mientras no se demuestre lo contrario, que para eso vivimos en un huerto frondoso, sólo adulterado y contaminado por algunas puterías, aunque algunos coman mucho más que otros. Pero por fortuna, lo que le salva al berciano es su adaptación al medio. Capaz como es de sobrevivir, incluso, a cualquier hecatombe, algo magnífico para convivir con la esencia. Por lo demás, el berciano no tiene por costumbre plantearse cómo cambiar el mundo con ideas extravagantes, con ideas, nomás. ¿O sí?
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