Fuego sin llama
El encuentro inesperado en un hotel entre un hombre y una mujer es el motivo que le permite al autor componer este relato inspirado en Anaïs Nin e impregnado de sensualidad y fantasía, que nos lleva de camino por un mundo tan real como la vida misma
(Relato del Taller de Escritura que imparte Manuel Cuenya en la Universidad de León)
AMADOR FONFRÍA SANTÍN
Impulso, impulso, impulso:
siempre
el impulso procreador del mundo.
Walt Whitman
La
primera vez que se vieron fue en el pasillo del hotel, Encounter, en Baqueira, justo al salir de sus respectivas
habitaciones. Y, en ese instante ella le lanzó una mirada seductora mientras se
colocaba las vueltas de su collar de perlas sobre el pronunciado escote de su
vestido, que dejaba entrever parte de sus encantos, murmuró: “A ver si atrapo a
éste esta noche”.
Ambos se dirigían al comedor para
cenar. Ella, que avanzaba unos pasos delante de él. Mientras caminaba, acarició
el tocado que recogía su melena oscura en un moño y dejó caer el bolso que
llevaba en el brazo. Contemplar aquella sirena flotando sobre unos zapatos de
tacón alto, enfundada en un vestido rojo que dibujaba las proporcionadas formas
de su cuerpo y que mostraba sus interminables piernas, lo abstrajo un instante,
quedándose sin palabras. Si te pillara
esta noche vaya cortocircuito que íbamos a provocar tú y yo, pensó mientras
esbozaba una sonrisa. Al verla agarrarse
a un radiador y agacharse para recoger el bolso, él se apresuró para
alcanzárselo y pensó: ¡Joder, cómo me estás poniendo! En ese momento,
sintió una profunda necesidad de intimar con ella. Fue como un bálsamo, que le
sirvió para dejar de recordar a su mujer.
“Muchas gracias”, le dijo ella. Él le susurró unas palabras inaudibles, a la vez que su mirada se posaba en la cara interna de sus firmes muslos y, al percibir un trozo de tela rosa, se acentuó su sonrisa. Giró la cabeza para disimular y, mirando un cuadro, que representaba las sombras de una pareja desnuda abrazándose, pensó: ¡Parece que ya te vas colocando, lucerita! La siguió con la mirada hasta que se decidió a entrar en el aseo. Él continuó caminando hacia el comedor. Todas las mesas parecían estar ocupadas, pero súbitamente se percató de que unos comensales estaban a punto de levantarse de la situada entre un gran ventanal y una chimenea acogedora; a un lado tenía un soporte metálico con un fuelle y unas tenazas, al otro, un leñero repleto de troncos y enfrente del fuego dos orejeros y un sofá con una mesa auxiliar a cada lado. Parecía más el salón de una vivienda que el comedor de un hotel. Se dirigió a la camarera para preguntarle si podría sentarse en la mesa que quedaba libre. “Sí, espere un momento que ahora se la preparo”, le contestó. Cojonudo, el sitio más bonito para una cita de amor, se dijo.
Ella,
que ya había llegado al comedor, parecía
enviar mensajes con el móvil, pero sin dejar de mirarlo de reojo. Movía
los dedos con rapidez y mostraba el rictus serio.
El
metre se dirigió a él y le dijo: “La
mesa está preparada, señor, ya puede sentarse”.
Se acomodó junto a la ventana y miró hacia fuera. En una montaña nevada
parpadeaban las luces, posiblemente de un hotel. El cielo, salpicado de
estrellas entorno a una pizpireta luna llena y un viento procedente de los
Pirineos movía las ramas desnudas de los árboles. Percibió un conocido aroma y
se volvió. “Oye, disculpa, no hay mesas vacías. ¿Te importa que me siente
contigo?”, le dijo la joven con la que se había encontrado en el pasillo.
“Faltaría más”, le contestó señalándole la silla de enfrente con la mano.
Mientras
leía la carta del menú, ella jugaba con el collar que dejó caer en la
profundidad del canalillo. Sus miradas se cruzaron un instante y se deslizaron
al unísono hacia una romántica noche que se intuía a través del ventanal. Él
posaba la mirada de vez en cuando en su escote. Y ella se inclinaba hacia el
lado izquierdo como si mirara los zapatos para mostrarle con mayor nitidez sus
prominentes encantos. Y sintió cómo aquellas miradas lujuriosas acariciaban sus
pechos. Él movió la cabeza y pensó: Las
tiene más bonitas de lo que imaginaba.
Un
camarero se acercó a la mesa y tomó nota de los platos elegidos para cenar.
Ambos eligieron sopa y pescado a plancha. “Con el vino permíteme que te
sorprenda: un Mencía del Bierzo espectacular, el Km 0”, dijo él. Después cogió la copa, olió el vino, lo paladeó y
añadió:
—Tiene
un toque a fruta de la pasión y a canela. Te propongo un brindis por nuestro
encuentro.
–Por
nuestra amistad. El vino, espectacular. A ver con que más me sorprendes.
—Por
nosotros- le contestó-. Sí, está bueno y si es en buena compañía…
Ella no le dejó terminar la frase.
Necesitaba que la conversación avanzara lo antes posible.
—Tienes razón. Disculpa que no me haya
presentado, me llamo Mabel.
—Y yo Andrés.
—Por
el vino que elegiste, intuyo que tienes raíces bercianas.
—Sí,
mis padres eran de Ponferrada; pero vivo en Madrid.
—¡Anda,
qué coincidencia! Yo, de Flores del Sil; pero llevo viviendo en Barcelona desde
niña.
Andrés
arqueó las cejas, abrió los ojos y apoyó con fuerza la espalda en el respaldo
de la silla. Se levantó, se acercó a ella y le dijo: “Dame un beso”. Y antes de
que ella reaccionara, ya él se lo había dado en la comisura de los labios. “Qué
sorpresa, es increíble, habrá que celebrarlo…”, se le ocurrió decir a Mabel con
voz pícara.
La
complicidad de sus sonrisas y las miradas con matiz pasional, que ambos se
regalaron desde su primer vistazo, se intensificaban según se iban conociendo.
—¿Cómo
caíste por aquí? – preguntó él.
—Bueno,
larga historia… Venía para hacer una campaña publicitaria de una firma de moda
y me acaban de comunicar hace un rato que la han suspendido. ¿Y tú?
—Soy
representante de una marca de ropa y material de esquí y vine a visitar un
clien…
No
le dejó que concluyera la respuesta y, elevando los hombros, le espetó:
—Cuéntame
algo de tu vida: de quién eres amigo en Ponferrada, me imagino que estarás
casado, no sé…
—Hace
cuatro meses que enviudé –le contestó Andrés con semblante serio y voz trémula.
Mabel
presionó los labios y lo miró un instante sin parpadear, y, al ver que su
sonrisa apagada y su mirada sombría le cogió una mano entre las suyas y, tras
un breve silencio, le dijo:
—Perdona,
lo siento, Andrés. Yo también lo estoy pasando mal. Hace cuatro meses que me
separé después de un matrimonio cargado de infidelidades, de humillaciones,
etcétera. Y de un divorcio complicado, pero ya pasó.
Se
acercó de nuevo el camarero para retirarles los platos. Y les dijo que, como ya
estaba el comedor vacío, si lo deseaban, podían tomar el café en los sillones,
porque estarían más cómodos.
Se
sentaron en el sofá y después ella alargó su exigua falda. Él le miraba a los
ojos y a las piernas, respectivamente, al tiempo que la leña crepitaba en el
fuego como el deseo en sus cuerpos. Mientras apuraban el café departieron
sonriendo de las coincidencias de la vida.
—Perdona.
Voy al baño – dijo él.
Sin
que ella lo viera, le ordenó al metre
que después del café les sirviese una botella de champán, una caja de bombones
y, si tenían rosas que le llevasen, por lo menos, una a su compañera.
Un
camarero recogió las tazas y les sirvió lo comandado.
Ella
permaneció callada y con cara de asombro. No daba crédito del recorrido que
estaba llevando la noche. Y con voz entrecortada susurró:
—¡Y
esto!
Andrés
le ofreció una copa, el cogió la otra, la levantó y dijo:
—Por
nuestro encuentro.
Un
tronco de los apilados en el fuego se deslizó por la piedra que rodeaba a la
chimenea hasta la alfombra que pisaban. Él se levantó y lo colocó de nuevo
sobre las brasas, se agachó, avivó el fuego con el fuelle y luego le sopló en
los pies. “Como harían en el pueblo”, apuntó satisfecho. Se levantó, peinó con los dedos su melena
algo desaliñada y subió las mangas de la camisa. Ella le esbozó una sonrisa y
observó la firmeza con que el ajustado pantalón vaquero le dibujaba su
atractivo cuerpo. ¡Qué cuerpazo tiene, el
tío!, pensó.
Se
sentó junto a ella. Le agarró la mano y le dijo: “Estás preciosa”. Le ofreció de nuevo una copa de champán y le
susurró al oído: “Por muchas noches como esta”. Le entregó una rosa y la besó
casi en la oreja. Ella no dijo nada, sólo sonrió plácidamente, le acarició la
cara y le agarró la mano.
La
luz de la estancia empezó a atenuarse y se levantaron para dirigirse a sus habitaciones.
Él le ciñó la cintura acercándola a la suya y sintió cómo el vestido de raso le
transmitía una calidez que le encendía cada vez más el delirio de poseerla.
Caminaron entre sonrisas y arrumacos. Y, al besarla en el cuello, apreció que
el olor a vainilla de su perfume había adquirido un matiz ahumado, que lo hacía
aún más excitante. Al acercarse a la habitación de Mabel, ésta se sentó en el radiador, fingió la
incomodidad de los zapatos y, mientras se descalzaba pensó: iA ver si me lleva en brazos a la cama, el
buenorro, este! Él la estrechó con fuerza contra su cuerpo. Ella ladeó la
cabeza, le besó los labios varias veces y rodeó los cuellos de ambos con el
collar. Él le agarró el moño y le deslizó la cabeza ligeramente hacia atrás,
abocinó los labios y la besó en los párpados. Luego le acarició y le besó sus
pechos firmes. Ella le desabotonó la camisa, deslizo las manos entre el poblado
vello de su pecho y también le desabrocho el pantalón que parecía oprimirle un
poco más debajo de la cintura. Sus labios se fundieron en un prolongado beso.
“Vamos para dentro”, le susurró él. La
cogió en brazos y le murmuró al oído: “Como te hacen daño los zapatos…”.
Entraron en la habitación de Mabel y se tiraron sobre la cama. “Esta noche va
arder Troya y lo que tien…”, empezó él a susurrarle al oído, pero ella no le
dejó terminar la frase y entre gemidos masculló: “Qué arda, qué arda, el caso
es que no eche llama”. Empezaron a quitarse la ropa despacio el uno al otro
hasta quedarse desnudos. Ella esbozó una sonrisa pícara porque empezaba a vivir
su deseo.
La
lámpara se apagó, se encendieron las luces de emergencia y empezaron a anunciar
por megafonía: “Se ruega a los señores huéspedes abandonen sus habitaciones
cuanto antes y diríjanse a la entrada del hotel. Se ha declarado un incendio en
el edificio”.
—Hostias,
justo ahora –dijo él. Uno rápido, cariño, que acabamos antes de que bajen
todos.
—Sí,
sí, mi amor.
Una
voz les gritó mientras les golpeaba la puerta:
—Salgan,
salgan que el fuego está encima de la puerta de su habitación.
Ella
ataviada con un albornoz y él a medio vestir se dirigieron entre el humo y el
griterío de los clientes hacia el lugar que les habían indicado.
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