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miércoles, 22 de octubre de 2025

La creación de la madre, por Alicia Riera

 (Manuel Cuenya, Taller de Relatos y microficciones de la Universidad de León)

Me piden que respire, pero soy incapaz de respirar. Solo puedo hacerlo cuando siento que me ahogo, y entonces lo hago a borbotones. Además, tengo entumecida la garganta. He gritado hasta desgarrármela, y ahora parece que he metido mis cuerdas vocales en una brasa que echa chispas. Nunca en la vida he sentido un dolor igual. Siento cómo todo me arde por dentro. Juro que me partiré en dos, o me moriré y me quedaré inerte en esta camilla, antes de sacar a esta niña de dentro. Me vuelven a recordar que he de respirar, y yo pienso que se deben creer que es fácil, o que no lo estoy intentando lo suficiente, cuando ahora mismo lo daría todo por poder respirar profunda y lentamente, y llenarme como un globo, hasta mis topes, hasta casi reventar. 


 Las lágrimas me salen a borbotones y me queman la cara, que me escuece. La garganta también me escuece. Me duele tanto que, si intento gritar, la voz se me queda atrapada dentro, y siento que no podré hablar nunca más. Me he roto las cuerdas vocales, estoy segura. Así que ahogo mis gritos antes de que amenacen con escapar y partirme más, mordiéndome con fuerza los carrillos. Instantáneamente, la boca me sabe a sangre. Dios mío, este dolor me va a matar. Me hará enloquecer, me va a privar de todo pensamiento coherente. Solo puedo concentrarme en este terrible dolor. Y en mi niña. Mi niña, mi niña, mi niña… Si pienso en ti con toda la fuerza que me queda, tal vez no me muera y este dolor se acabe ya.

Y de nuevo, otra contracción, porque cada vez son más seguidas. Un dolor punzante, sangre en mis papilas gustativas y lágrimas corrosivas sobre mi rostro, mi cuello y mi pelo. Me va a matar, mi niña. Este dolor me va a matar. Se me nubla la mirada y los oídos me empiezan a pitar. Si no llegas ya, me vas a matar. ¡Si es que me pasa por tonta! Por tonta, tontísima, que te haces la moderna y no quieres epidural. Pues toma modernidad, ale. ¡Y por haberte dejado embarazar desde un principio, joder!

Alguien me empieza a acariciar el pelo, pero no, no me relaja. Me pone todavía más nerviosa. No quiero caricias, quiero que este dolor se vaya, ¡por favor! Solo quiero que alguien me lo saque de dentro. ¿Por qué nadie me lo saca de dentro? ¿Y si es que no pueden? ¿Y si la niña se ha quedado atascada? Porque ya está tardando mucho, llevo así horas. Una semilla de miedo se instala en mí: ¿y si de verdad no me la pueden sacar? ¿Y si este dolor de verdad me mata? ¿Y si me mata la niña, si nace mal o muerta o algo así, terrible? ¿Y si es este mundo el que me mata? A mí, y a la niña, con su crueldad y su devastación.

No tendría que haberme dejado embarazar, joder. ¿A qué mundo estoy trayendo a mi niña?  Otro pinchazo más. Ardo todavía más. Este dolor es insoportablemente brutal. Es lo más doloroso que he vivido en mi vida. Amenaza con hacerme perder la cordura. Sollozo y gimo. Me voy a morir, lo sé, porque este dolor no se puede soportar. Es imposible. ¿Que se está asomando ya? No sé, no estoy segura, porque no entiendo bien las voces que me rodean. No puedo entender bien a las enfermeras, ni tampoco a mi marido, que me da la mano. Seguramente la tenga destrozada de tanto que estoy apretándola. Busco su mirada y él me mira de vuelta. Por favor, que el dolor se acabe, dame una buena noticia, dime que esto ya se acaba.

 ¡Sí, sí! Me dice que ya asoma la cabecita. Tu cabecita, cariño. Mi niña, la luz de mis ojos. Me voy a morir sin conocerte porque este dolor no es de este mundo, pero tu cabecita ya está aquí. No soy capaz de bajar la cabeza y mirarte, no puedo moverme, solo empujar. Tengo que sacarte de dentro como sea. El dolor se entremezcla con un mundo de fantasía en el que te imagino atemporal, mágica, única. ¿Serás así? ¿Tendrás sus ojos? Oh, Dios, ¡espero que tengas sus ojos! Y espero que el mundo al que te traigo mejore, que mejore por ti, porque eres el sol de mi vida y te estoy trayendo a un mundo de miseria. ¿Me lo podrás perdonar?

Me abrasa la garganta, la voz me sale ronca, pero ya no puedo contenerme: chillo y chillo sin parar. ¿Cuánto tiempo se puede chillar sin ahogarse? ¿Dónde van a morir los sonidos? No lo sé, pero yo siento que chillo eternamente hasta que, de repente, mi voz ya no es la única que resuena en esta sala fría y esterilizada. Las voces de las matronas, la carcajada pletórica de mi marido, y un sollozo potentísimo que no es mío. ¿Ya estás aquí? ¿Eres tú? Oh, Dios, ¡mi niña está aquí! Quiero tocarla, quiero sostenerla entre mis brazos, pero el agotamiento es tal, que no consigo siquiera mover la cabeza en su dirección. Mi marido empieza entonces también a llorar, bajito, bajito. Las matronas nos felicitan, me felicitan y yo no entiendo bien por qué. Estoy exhausta, estoy desorientada y la niña no para de llorar. La habitación da vueltas a mi alrededor, y tengo ganas de vomitar, porque mis fosas nasales están impregnadas de un olor a charcutería y a sangre horrible. Solo quiero descansar, y coger a la niña para que descanse conmigo.

  Pero, de repente, el pánico se apodera de mi cuerpo destrozado y partido en dos. No, no, no, que el mundo se pare. Mi respiración vuelve a acelerarse y comienzo a hiperventilar. Que me la vuelvan a meter, que esto no puede estar pasando. No estoy preparada, el mundo no está preparado, ¡joder! Que lo vamos a hacer fatal, terriblemente mal, ¡lo sé! Sé que lo haremos mal, aunque la amemos. Porque no estamos preparados, joder. ¿Cómo me he dejado embarazar? Las lágrimas vuelven a llenarme los ojos, y los cierro con fuerza. Tal vez cuando los abra nada de esto habrá pasado, y me despertaré hace nueve meses, sin niña, sin dolor y sin miedo.

 Del pánico al vacío hay tan solo la intención de retroceder en el tiempo. Me dejo caer hacia atrás, y me lo repito como un mantra, como si fuera una epifanía: “del pánico al vacío hay tan solo la intención de retroceder en el tiempo”. Cierro los ojos con intención, los oídos me pitan, y me siento a años luz del mundo que me rodea. Mientras las palabras resuenan en mi interior una y otra vez, casi consigo sentir el tiempo retroceder. Pero luego está el olor, ese olor a hierro que me ata a la realidad. Que me ata a ti. Mis ojos vuelven a inundarse en lágrimas. Son lágrimas de agotamiento, de pánico, de dolor.

 Pero también de… ¿Ilusión? Te oigo gorgojear como un pajarillo recién salido del cascarón. Sí, me atas a este mundo, como me ata el olor a sangre y a día de matanza. A tu alrededor, voces, gritos de júbilo y celebración. Llantos, también. Pero la niña está bien, seguro que está bien. Mi niña está bien. Algo de paz, al fin. Entonces, alguien me besa, me besa una y otra vez, y me regala palabras de amor y de orgullo. Esas felicitaciones de nuevo. Lo he hecho muy bien, pero, ¿qué he hecho? Sacar a la niña de dentro era una necesidad, un instinto ancestral de supervivencia. Solo me he tendido, y he gritado y sufrido, y la he sacado porque, si no lo hacía, me iba a morir.

  Me duele todo, pero los besos son suaves y me reconfortan. Se van llevando el miedo, capa por capa. Con cada beso, la sensación de muerte inminente se va yendo de mí. Con cada caricia, el pánico me abandona. Mi marido me anima a que abra los ojos, a que te vea, a que vea a mi niña, que está apoyadita sobre sus brazos. Y yo lo hago. En cuanto mis ojos se fijan en ti—una bolita rosa, feíta y muy, muy pequeña—, todos los restos de dolor, miedo, y arrepentimiento se esfuman de golpe. Puf. Como si nunca hubieran existido.

Mi cuerpo, hasta ahora vacío, se llena de golpe. Es amor.

martes, 21 de octubre de 2025

El Portalón, por Gary Ferrero

(Manuel Cuenya, Taller de Relatos y microficciones de la Universidad de León)

https://www.lanuevacronica.com/lnc-culturas/portalon_181475_102.html

Aquellas portonas viejas —cuarteadas por el sol, la lluvia y los vientos que con aliento ácido y frío solían frecuentar la llanura; descolgadas y casi ya salidas de quicio— escondían tras ellas los restos del antiguo portalón, abandonado a la sombra de su nórdica orientación. Olvidado. Como tantos otros vecinos de Celalba, Afrosia y Eufemiano pasaban ante ellas con indiferencia absoluta. Estaban allí y su aspecto era llamativo para cualquier transeúnte ajeno a la comunidad. Pero los lugareños, a fuerza de costumbre, a fuerza de verlas ahí sujetando aquellas tapias y aquel tejado a punto de caer, no reparaban en la magnitud de su penoso aspecto. Nada que ver con los remotos esplendores furtivos de aquel portalón paramés. 


Aquel día, sin embargo, Eufemiano notó un escalofrío que recorrió todo su cuerpo y le hizo temblar como la culebra de un herpes zoster. Una reminiscencia trajo a su mente el frescor del portalón que debía seguir tras esas puertas. Allí había vivido con su abuela hasta que tenía cinco o seis años. Sus recuerdos eran vagos pero suficientes para traer a la memoria los primeros juegos, los primeros amigos en aquella calle oscura, la más poblada y animada de la aldea, embarrada en invierno, pero fresquina en verano —incluso en las tardes tórridas de julio— que serpenteaba justo a la altura de la casa de su abuela. En los días claros de primavera, cuando, de soslayo, Alipia abría una de las puertas para dar paso a algún cliente, los rayos de sol entraban limpios y frescos desde el sur iluminando las gráciles motitas de polvo suspendidas en el aire y dejando sombras andantes sobre el suelo de tierra. Un albañal surcaba la estancia aliviando de lodos y barros pestilentes el desvencijado corral. En él unas pocas gallinas, cortejadas por un pollo presumido y brillante, escarbaban y picoteaban garbosas entre gallada y gallada. En el lado derecho del portalón, una tiva acarojada y con la reja lamida por los morrillos de las tierras, una jofaina con palangana de loza saltada a motas, y colgados de una punta clavada en una columna de madera una peinera y un espejo pequeño y casi caleidoscopio por quebrado. A su lado un cuartón oscuro se hacía presente tras la puerta de chopo sin pintar con similar aspecto al de la tiva. A la calle daba una ventana con dos cristales rotos que permitían el paso a la única luz que a duras penas traslucía la estancia. El resto de huecos de la ventana estaban ocluidos por cartones de cajas de zapatillas Tejisa o de tabaco. El ambiente dentro era cargado y espeso, mezcla de levaduras propias de los fermentos de sudores y fluidos varios. Un olor rancio presente también en las sábanas —hechas de retazos de lienzo raído de viejos vestidos y camisones— que descansaban sobre un jergón mugriento mullido con hojas de maíz. Dos cobertores del Val de San Lorenzo amarilleados por el tiempo y el uso intensivo permanecían plegados a los pies de dos camastros que casi ocupaban la estancia por completo. Sobre ambos escenarios ejercían, muchas veces al unísono, Alipia y su hija Vitalina el noble oficio del amor comprado y que, entre aquellas cuatro tapias desnudas de cualquier ornato, se convertía en verdadero arte. Conocida en todos los alrededores era la pericia amatoria de la madre. Y se decía que la hija tenía bien a quien salir; que no le iba a la zaga a la matriarca, vamos. No obstante, la gran mayoría de usuarios de sus servicios provenían de la propia aldea y, a menudo, de la misma calle en que se ubicaba el doméstico lupanar. La luz de un cirio —no dejaría de ser donación de algún agradecido tonsurado no remoto ni en tiempo ni en espacio— titilaba sobre la mesita de noche, cuando era necesario, iluminando las elegantes anatomías de ambas féminas. Nada parecido a lo que se podía imaginar bajo las sallas, pañuelos y mantones enlutados con las que solían salir a la calle. La vieja mantenía unas tersuras en sus pechos y sus carnes que no decían la edad que acumulaba ni por asomo. A sus más de cuarenta años presentaba un aspecto realmente envidiable. Un verdadero lujo al que no estaban acostumbrados aquellos haraganes que acudían al establecimiento, las más de las veces con un aseo de gato y el olor a boñiga de vaca aún presente en sus ropajes. Y qué decir de la hija. Con dieciocho añitos recién cumplidos era una criatura virginal, con una piel nívea, casi transparente y unos ojos color de miel de un brillo anacardo inmensamente sugerentes y misteriosos; una ambrosía al alcance solo de selectos bolsillos, que su madre reservaba a curas, médicos y a potentados de la capital. En aquel escenario amatorio se materializaban las mayores fantasías jamás imaginadas por aquellos verdaderos matracanes sexuales acostumbrados al metesaca habitual con autosatisfacción garantizada, más por el acto de dominación que suponía, que por el propio placer carnal. A casi todos, Alipia se esforzaba en educarles en la muestra de ternura, delicadeza y afecto. Usaba sus manos delicadas y finas como si fueran plumeros de las más exóticas aves orientales recorriendo con mimo aquellos cuerpos abruptos y toscos en los que despertaba sensaciones inauditas. Les susurraba palabras de amor al oído y, aunque la rudeza de aquellos fulanos era patente, muchos acababan sucumbiendo a la ternura como si fueran bebés. Y se dice que luego, de parte de ese conocimiento adquirido en colegio de pago, también se beneficiaban las consortes domiciliarias de los paisanos; víctimas propiciatorias del integrísimo oficial reinante. Tal vez, en parte, por ello la actividad, furtiva en principio, parecía ser tolerada con total naturalidad, como otra más de las múltiples que se desarrollaban en aquel pequeño microcosmos del subdesarrollo que configuraba el poblado paramés. Muy raro era que las mujeres se mostrasen desnudas en su integridad ante el marido; el amor —por así decirlo— se hacía sin quitar los ropajes, los besos en la boca no existían y nadie escuchó nunca salir un te quiero de ninguna de sus bocas. No era raro tampoco que la madama les enseñase a besar usando sus labios con sensualidad libidinosa e introduciendo luego su legua en la boca del sujeto para dejarlos sin verbo y sin predicado, sobre todo si se trataba de un prelado o un vicario. El éxtasis llegaba si la autoconfianza y la entrega de Alipia se venían arriba y se animaba a practicarle la felatio al gachó en cuestión. Estas dos prácticas las reservaba para sus mejores clientes y, sobre todo, para Paulino el paisano que vivía justo en frente y por el que sentía especial devoción. Tal vez, el más generoso porque, aunque no pagaba en dinero, siempre estaba dispuesto a cubrir la falta de alimento que aquella familia peculiar, compuesta por dos madres solteras y sendas criaturas. Pan, verdura, fruta o leche nunca faltaron en la mesa gracias a Paulino. Las viejas puertas, el viejo portalón, resquicios de un apagado fulgor, fueron en su día, con toda su humildad y pobreza, una puerta abierta a otro mundo, un pasaje que conducía a otra dimensión. Cruzar su quicio no era salirse de él sino entrar en un mundo prohibido lleno de placeres y sensaciones inimaginables. Un mundo evanescente, casi irreal, que duraba poco tiempo y que quizá por ello era apreciado como una joya. Todo lo pecaminoso y lo prohibido se revelaba ante aquellos agrestes seres, no exentos de sentimientos, pero que para que aflorasen había que hurgar en los cajones más profundos de su ser. Toda la magia que allí explotaba tenía algunas traducciones carnales en la vida de la comunidad. Aquellas efervescencias testosterónicas y las conjunciones amatorias subsiguientes las cargaba el mismo demonio y traían sus consecuencias en forma de extravíos genéticos, voluntarios o involuntarios, provocando curiosas consanguinidades y cargándose de un plumazo, árboles genealógicos oficialmente documentados en los legajos de los archivos diocesanos. Numerosos eran los ecos que dimanaban de los antiguos esplendores de aquel viejo portalón a pesar de los años de olvido. Muchas personas de aquella aldea, sobre todo de una edad para arriba, eran conocedoras de los secretos que, durante décadas, tuvieron lugar en aquel templo escondido del placer. Aún hoy, cuando pasan ante el portalón, Afrodisia y Eufemiano no se explican por qué tuvo que ser a ellos a los que les tocara engendrar dos criaturas a las que adoran pero que son dos verdaderos monstruos a las que apenas pueden sacar de casa. Ya se sabe cómo se tratan estas cosas en los pueblos. Tampoco Eufemiano sabe que Paulino, además de ser su suegro, es también su abuelo. Y ni se imagina que la respuesta la tiene muy cerca, justo tras esas portonas viejas, descolgadas y casi ya salidas de quicio, que esconden los restos del antiguo portalón abandonado a la sombra de su nórdica orientación. Olvidado.

 

lunes, 20 de octubre de 2025

Ramón Grau (por fin, y Entre el deseo y el vacío), Susana de Paz (La mar es madre) y José Diaz de Argote (cómo es el mar)


(Manuel Cuenya. Composición de relatos y microficciones. Nivel Intermedio. UNED de Ponferrada)

             Por fin

Ramón Grau


De repente, llamaron a la puerta.

Aquellos dos mandatarios, los hombres más poderosos del mundo, se sorprendieron de que alguien osara interrumpir su reunión: simulaban negociar la paz.

Con un gesto desdeñoso mandaron a un ayudante para que averiguara qué ocurría.

Y siguieron repartiéndose, entre ellos, los restos que quedaban del mundo.

El hombre, solícito, se acercó a la puerta y la abrió.

Pero al otro lado no había nadie.

Entonces, como si el tiempo contuviera el aliento, una voz profunda y solemne resonó por todas partes, penetrando en la sala:

—Ha llegado la hora de acabar con este experimento fallido.

Y la Tierra empezó a temblar. 


 

                Entre el deseo y el vacío

                Ramón Grau

 

            Entre el deseo y el vacío

Me gusta la turgencia de tu cuerpo, la suavidad de tu piel, su tersura.

La sobriedad de tu ser.

No me gusta tu desgana, tu actitud indiferente, tu frialdad.
La escarcha en tu mirada.

Me gusta la curva de tu cuello, la promesa de tus caderas, la placidez de tus pechos.

El peso ligero de tu abrazo.

No me gusta tu desdén, la lejanía creciente, el silencio que desgasta.
La distancia sin retorno.

Me gusta el timbre de tu voz, la música lenta de tus palabras, el ritmo pausado de tu aliento.

El temblor de tus suspiros.

No me gusta tu ausencia, la sombra de tu recuerdo, el tiempo detenido.
El eco que no responde.

Me gusta pensar en ti, todavía.

No me gusta tener que inventarte.

La mar es madre

Susana de Paz

Te dirán que el mar es azul, pero es mentira, quizá sea solo ilusión óptica, eso sí, con diferentes tonalidades. El mar es uno y mil diferentes. Puede ser verde, color del cálido trópico o el anticipo de una gris y plomiza amenaza. A veces, muchas veces, es del color de un inmemorial dolor.

Mi mar es grande como la eternidad, con la que se besa en el horizonte, y también es profundo cofre de abisales secretos.

A veces, el agua te acoge con la suavidad de una bañera preparada con mimo, perfumada de algas y marisco, cálida y serena, en la que olvidas el cuerpo, inmóvil, dejándote mecer al punto de sal. Entonces, la mar es madre. Cuida, provee y alimenta. Y como niños en sus manos, la amamos en total entrega.

Otras veces es potro impetuoso que cabalgar. Te revuelca y azota con fríos látigos de siete olas que cubren tu cuerpo de espuma blanca mientras disfrutas la alegría de su galope.

Pero, cuando se levanta iracundo y poderoso, duele. Se alía con nubes y vientos, dando comienzo al juicio final. Todo lo engulle, todo lo destrozan sus manotazos de agua y salitre, dejando mujeres solas buscando en sus playas y llorando el pasado.

Y cuando, por fin, de todo se ha saciado, y sus entrañas vomitan a la playa los restos del saqueo, vuelven las aves a sobrevolarlo en libertad.

Cómo es el mar

José Díaz de Argote

Marina, la hija de María del Mar, nació ciega. Hoy hemos ido los tres a Camariñas, para que Marina conozca el mar. Y vuelva a sentir el agua acunando su cuerpo.

Mamita, ¿cómo es el mar? Dame la mano, yo te sumerjo. Esta suavidad, que sientes ahora en los pies, es arena fina, la playa, el principio y el fin del mar.

¡Ay, qué frío mamá! Mi amor, es el agua, el líquido suave y salado del que está hecho el mar. Se te escurre entre los dedos si tratas de tocarlo, de pulsarlo con tus dedos. 

¿Y este sonido tan crujiente, y esta sensación tan refrescante y repentina, qué son? 

Son las olas, Marina, la piel móvil y sinuosa que abarca todo el mar.

¡Anda, túmbate! Extiende los brazos y las piernas, que mamá te aguanta. ¿Lo sientes?

Puedes flotar, estar tranquila, igual que cuando estabas en mi tripa, bañada en mí. Casi, casi, como volver a nacer, rodeada de agua, de movimiento, de temblores, y de luz.

 

domingo, 19 de octubre de 2025

Tumbas vitales (la muerte administrativa), por Joaquín González Sancho

 (Manuel Cuenya. Composición de relatos y microficciones. Nivel Intermedio. UNED de Ponferrada)

https://www.lanuevacronica.com/lnc-culturas/tumbas-vitales-la-muerte-administrativa_181449_102.html

    Una vez, cuando era joven, leí la siguiente frase en unas letrinas de cierta universidad: “No tener donde caerse muerto es un seguro de vida”. El silencio administrativo es un concepto cuando menos sombrío, incluso sórdido. Sin embargo, la palma en este género se la lleva la muerte administrativa, ya que el estado alardea como benefactor de los vivos, con índole tétrica hacia los muertos, para con un desenlace que nos atañe a todos. 


“Todos vamos a morir, aunque no corra ninguna prisa”, decía con sorna humorística mi querido padre ya fallecido; no en vano, la muerte es una realidad existencial insoslayable. Ni siquiera muertos, papa estado deja descansar en paz ni a nuestros papás ni a nuestras mamás. Hace unos cuantos años, la grave crisis económica mundial azotó a Europa (Grecia incluida) de manera particular. La corrupción del estado griego hizo intervenir a la troika… Con ese nombre, que da miedo hasta al más feroz de los estados, se conoce en la Unión Europea a un equipo de tres miembros que se encarga de la coordinación y representación para poder intervenir en las decisiones de un estado asociado, por ejemplo, en asuntos económicos. Actualmente, la troika está formada por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional. Ahora entramos en el terror psíquico–económico. Uno de los muchos enredos que llevó a Grecia a la quiebra fue el hecho de que numerosos ciudadanos siguieran cobrando su pensión después de muertos. ¿Esoterismo o apócrifa picaresca? En España, la realidad de las pensiones es otra. Aquí, mucha gente muere en malas condiciones, teniendo un lamentable final de su vida, debido a que cobra una triste pensión, demasiado baja para sobrevivir de manera digna. Pero el colmo de morir siendo español reside en seguir sufragando gastos desde la tumba. Los nichos de los cementerios, sirvan de ejemplo, son un alquiler que se debe pagar post mortem. Las concejalías inmobiliarias, o sea, de urbanismo, recaudadores en vida de los excelentísimos ayuntamientos del territorio estatal o nacional (según gustos ideológicos), no dudarán ni un instante en desalojar a sus inquilinos por impago, como si fueran okupas del otro mundo. La caridad cristiana no existe dentro de este concepto institucional legal y normativo, aunque puede estar justificado, con extrema combinación contradictoria histórico costumbrista y sociocultural, por ser nuestro país un estado laico. ¿Laico? Entonces… ¿Por qué no se nos puede arrojar a una buitrera para alimentar a esta casi extinta especie, estando prohibida esta práctica aun en el caso de pagar un análisis clínico certificando que el cuerpo está en buen estado para el consumo avícola salvaje? ¿No sería buena opción, como español muerto de bien, servir como sustrato para la agricultura, tanto en cuerpo en descomposición, como con el espíritu del famoso abono natural orgánico: compost? ¿Sería, tal vez, un sueño idílico que nos arrojaran al mar, sea como fuere…? No, hay que llevar a los muertos al cementerio, aunque sean sus cenizas; ya que también está penado, con multas económicas por agresión al medio ambiente, lanzar esos restos al mar, al monte o a cualquier espacio natural… Protegido o desamparado e indefenso. Como los tiempos adelantan que es una barbaridad, sirva de muestra el gran progreso de la inteligencia artificial frente a la inteligencia natural, si es que esta última existe, existiera o existiese, quizás habiliten pronto un espacio artificial para este propósito. Aunque lo más inteligente, con el adjetivo o sustantivo anexo que se quiera poner detrás, sería dudar, ya empiezan a existir limbos virtuales para que los muertos sigan teniendo una existencia eterna con avatares artificiales de las personas fallecidas… En poco tiempo, nunca podremos descansar en paz. Claro está que los muertos no van a pagar los alquileres e impuestos varios por la estancia en sus tumbas, ni tampoco van a protestar o interponer querellas; esos gastos los tenemos que costear los herederos vivos de los muertos…Tampoco sabemos el precio de esos sustitutos de cementerios que serán, o ya son, los avatares virtuales de personas fallecidas. De una u otra manera, nuestros difuntos seguirán vivitos y coleando a nivel administrativo. ¿Se creará en el futuro próximo un impuesto de la renta para las personas no físicas IRPNF? Si a esto añadimos: el duelo por la pérdida personal, sumado al periplo burrocrático que supone dar fe de que tus seres queridos ya no están en el estado (vivo) español, la odisea que se nos plantea a los huérfanos terrenales no la creería ni Homero ni el mismísimo Valle-Inclán: ¡Señores, el esperpento está servido! Hablo del estado en general, aunque en este país se podría hablar de instituciones públicas, o púbicas, por las violaciones que de manera sistemática ejercen sobre sus ciudadanos. En este grupito podríamos englobar: ayuntamientos, comarcas, concejos, provincias, autonomías… Un sinfín de organizaciones legalmente mafiosas que nos golpean a diario y nos hacen vivir cual Cuasimodo: jorobados, marginados, campaneros recónditos, enamorados humillados y currantes golpeados; con el único privilegio de tener un carné de socio de España, DNI, además de otros documentos, NIF, de pertenencia a algo o a alguien… ¿Quién sabe a qué o a quién? En fin, nuestro último viaje será el más costoso y peligroso, no para nosotros, sino para nuestros descendientes administrativos. Admiro y respeto a las personas que creen que tienen alma, una o varias, aunque yo piense que carezco de ella o de ellas. Los creyentes sienten que irán a la otra vida… Cuanto sufrimiento debe originar la mera observación, desde el paraíso, del ahogo administrativo que padecen sus, o tus, familiares y/o amigos, costeando con tiempo, dinero y mucho sufrimiento, la estancia en aquel privilegiado lugar.

Mi conclusión, por otra parte inconclusa, estaría encaminada a pensar que las tumbas, amén de ser el colofón terrenal del rito funerario católico, son vitales, sobre todo para las instituciones, ya que éstas no sólo nos chupan la sangre en vida, también se comen nuestros gusanos después de muertos.

sábado, 18 de octubre de 2025

Annie Hall, de Woody Allen y Diane Keaton

Homenaje a Diane Keaton

Annie Hall (1977) es una comedia romántica, humorística, realista, incluso amarga, que se aleja del prototípico final feliz. 

También puede verse como una comedia reflexiva, filosófica, psicológica, una puesta en escena de la neurosis y autoexploración, un retrato de las complejas relaciones humanas y las adversidades a las que todo ser humano se enfrenta, tratadas desde el humor, la ironía, claves para sobrevivir en el mundo que nos ha tocado. “La vida está llena de soledad, miseria, sufrimiento, tristeza y, sin embargo, se acaba demasiado deprisa”...“Cuando era alumno, me echaron del colegio por copiar en la prueba de Metafísica. Miré en el alma de mi compañero de pupitre”, dice el protagonista, Alvy, el alter ego de Woody Allen

Annie Hall es un retrato magnífico del ser humano contemporáneo, con ingeniosos diálogos y monólogos que abordan la neurosis o angustia excesiva, con una narrativa no lineal (la película comienza con el fin de la relación para explorar posteriormente su inicio y desarrollo). Emplea flashbacks para conectar pasado y presente, a veces con los personajes del presente interactuando con el pasado, además rompe con la cuarta pared (la película comienza con Woody Allen dirigiéndose al espectador y mirando directamente a cámara, como hace por ejemplo Fellini, uno de sus maestros, en Amarcord https://cuenya.blogspot.com/2013/11/amarcord.html), de modo que está contada desde su punto de vista subjetivo, que rompe asimismo con la ilusión de la ficción, haciéndonos partícipes de sus pensamientos, de su neurosis; se juega con nosotros presentándonos digresiones, idas y vueltas en el tiempo, pantalla partida (dos escenas distintas de forma simultánea, creando contrastes visuales y conceptuales, como la comparación entre cenas familiares, o cuando Alvy está en el diván del psicoanalista y Annie sentada psicoanalizándose también), subtítulos a modo de voz interior auténtica de los personajes, que revelan sus verdaderos pensamientos a la vez que nos muestran la hipocresía y contrastan la conversación superficial con la verdad interna… movimientos de cámara que cambian según el estado de la relación entre Alvy Singer y Annie Hall, usando los planos acelerados para reflejar el frenesí de la relación y planos más lentos tras la separación, incluso incorpora una secuencia animada que parodia a Blancanieves y los siete enanitos, como la escena en que la madrastra de Blancanieves discute con Alvy

Al parecer, Woody Allen también encontró inspiración en la película Ocho y medio (1963) de Fellini (al que se menciona en Annie Hall), cuyo trasfondo filosófico entusiasmó al director neoyorquino.

Annie Hall, una obra transpléndida, explora de un modo intimista y humorístico las complejidades de la relación entre Annie Hall y Alvy Singer, las contradicciones del amor, desde la atracción inicial hasta la ruptura.

Alvy Singer es un comediante neurótico, un judío neoyorkino, con sus miedos y obsesiones, que cuestiona todo, dándonos una visión pesimista acerca del ser humano contemporáneo en una época frenética, donde no hay tiempo ni para pensar, salvo en las facturas domésticas. 

El personaje de Annie Hall, interpretado por Diane Keaton, se convierte en un ícono de la moda y la representación de una mujer moderna y compleja, donde se nos muestra, a través de una escena de sexo, su falta de deseo. Por eso Annie Hall, que nos invita a reírnos de nosotros mismos, con nuestras torpezas y limitaciones, iba a titularse en un inicio Anhedonia, término que se refiere a la incapacidad de sentir placer, porque ni Annie ni Alvy logran encontrar la felicidad. En todo caso, el título inicial no gustó a los productores. 

Annie Hall y Alvy Singer reflexionan sobre la fugacidad del amor, el sexo y la fragilidad de la existencia humana. 

“Una relación es como un tiburón; tiene que estar continuamente avanzando o se muere. Y me parece que lo que aquí tenemos es un tiburón muerto”, le dice Alvy a Annie.

Hall es el apellido de Diane Keaton, y Annie es el diminutivo de Diane, aunque la intérprete confesó que nadie acostumbraba a llamarla de ese modo (la cual trabajó en la vida real como cantante en bares de noche, algo que vemos asimismo en la película, porque  interpreta dos canciones: Seems Like Old Times https://www.youtube.com/watch?v=p32OEIazBew&t=5s y It Had to Be You https://www.youtube.com/watch?v=V47Xj-0YbfE&t=2s), con lo cual todo apunta a que se trata de una película autobiográfica, cuyos personajes son ellos mismos (Keaton vestida como solía vestirse también en la vida real con prendas masculinas como trajes con pantalones holgados, chaleco, corbata, sombrero), pues nos habla de su relación amorosa y su posterior ruptura, lo que nos invita a reflexionar sobre las relaciones sentimentales (absurdas, locas, irracionales), que en ocasiones nos conducen al desequilibrio, al extremo (al borde de un ataque de nervios, por decirlo a lo Almodóvar). 

Annie Hall es precursora de muchas comedias posteriores, con una estética innovadora, con un estilo visual único, inconfundible, que en ocasiones recuerda a un documental (vemos a Alvy preguntándoles a personajes de la calle sobre el amor, la felicidad), acaso para darle un aire de autenticidad a la historia, a pesar de que estamos ante una ficción.

Una película ganadora de cuatro premios Óscar (mejor película, mejor director, mejor guion original y mejor actriz para Diane Keaton), dirigida por uno de los mejores contadores de historias cinematográficas acerca de la comedia humana (tal vez al estilo Balzac), que es deudor del cine de los hermanos Marx, en concreto de Groucho, al que cita en Annie Hall. Es sin duda una de las mejores comedias de la historia del cine, con un guion extraordinario, donde se funden la psicología de los personajes y la risa (tan saludable), la cual ha resistido el paso del tiempo como si hubiera sido rodada en la actualidad.

Como suele ser habitual, Woody Allen no acudió a la ceremonia de los Óscar aunque estuviera premiado porque prefirió irse con su banda de jazz a un bar de Manhattan, acaso al Michael's pub (donde solía ir), para tocar el clarinete, porque es un apasionado del jazz (he tenido la ocasión de escucharlo en directo en Nueva York, en Madrid y en Coruña). Él mismo se encarga de seleccionar la música que pasa a formar parte de sus inolvidables bandas sonoras, que incluyen por lo general  composiciones del género jazzístico, porque el jazz y la música clásica (Mozart, Beethoven, Verdi o Bach) son sus pasiones musicales. Respecto al jazz, Allen es devoto de Gershwin -cuya música combina clásica y el jazz-; Erroll Garner -pianista de jazz, encuadrado en el swing y el bop-; Jackie Gleason -fue además comediante-, Louis Armstrong -una de las figuras más innovadoras de la historia del jazz y, a buen seguro, su músico más popular-, Billie Holiday -una de las tres voces femeninas más importantes e influyentes del jazz, junto a Sarah Vaughan y Ella Fitzgerald-, y Duke Ellington -figura esencial en la historia del jazz...). 

Curiosamente en Annie Hall hay pocas canciones, salvo las que canta Diane Keaton.  

Resulta realmente cómica, desternillante y reflexiva la secuencia en la que aparece el sociólogo y filósofo canadiense McLuhan -el autor de La aldea global y un visionario de Internet- para decirle a un profesor universitario, un tipo pedante, que está en la cola del cine con Alvy Singer (Woody Allen), que no ha entendido nada sobre su obra. O bien cuando Allen, reunido con amigos, incluida la propia Annie, dice que no se va a meter polvo blanco por la nariz y acaba estornudando encima de la cocaína. Alvy prefiere hacer un trío con una amiga de la clase de Annie. 

Aparte de los protagonistas interpretados por Woody Allen y Diane Keaton, intervienen el músico Paul Simon (interpreta a un productor musical de Los Ángeles llamado Tony... A este respecto, se da un gran contraste entre Los Ángeles y Nueva York), Shelley Duvall (actriz a la que luego veríamos en El resplandor de Kubrick) o el actor Chistopher Walken (conocido por películas como El cazador o Pulp fiction), entre otros. Con la fotografía del estadounidense Gordon Willis, que participó como director de foto en la trilogía de El padrino, de Coppola, y en otras películas de Allen como Zelig, La rosa púrpura del Cairo o Manhattan. 

Algún crítico de cine ha señalado que Annie Hall ofrece una lectura en clave mitológica, porque el protagonista comienza siendo Pigmalión (escultor enamorado de una estatua que había hecho él mismo), el cual intenta moldear a Annie a su imagen y semejanza, pero al final Pigmalión se convierte en una versión masculina de Medea, que se muere de celos cuando ella lo deja y se va a vivir a Los Ángeles, que es una ciudad opuesta a su venerada ciudad de Nueva York, como ya había señalado.

Hacia el final de la película, Alvy escribe una obra de teatro en la que un actor y una actriz jóvenes interpretan a Alvy y Annie, que son un reflejo de la película que estamos viendo. La actriz le dice al actor que es como Nueva York, una isla, algo que le decía Annie Hall a Alvy. En la obra de teatro prevalece el final cliché, ya que el personaje de Keaton vuelve con el personaje de Allen. Sin embargo, en la película, Alvy ve a Annie Hall, se reencuentran y luego se separan. El final feliz solo se da en el teatro. 

Alvy recuerda viejos tiempos con Annie con Manhattan como estampa fílmica. Alvy y Annie se despiden.

"Las relaciones son absurdas, irracionales, locas", sentencia Alvy. 


Después del agua, de la dana y de la nada, por Asunción Merayo

 

(Manuel Cuenya. Composición de relatos y microficciones. Nivel Intermedio. UNED de Ponferrada)

https://www.lanuevacronica.com/lnc-culturas/despues-agua-dana-nada_179347_102.html

Cuando Lorena llegó al pueblo, no reconocía la calle donde creció. El barro había cubierto las aceras, los coches estaban volcados y las paredes de las casas dibujaban zócalos de barro marrón a más de un metro del suelo, la altura que alcanzaron las aguas y los lodos. Su madre se refugiaba en casa de una vecina, sana, pero asustada. 


—No ha venido nadie del Gobierno —le dijo—. Nos ha dejado solos, como siempre.

La dana arrasó media comarca. Las noticias hablaban de promesas, de fondos, de ayudas que ya estaban en camino. Pero los únicos que llegaron a tiempo fueron los vecinos, los voluntarios con sus botas de goma, sus furgonetas viejas, los termos de café caliente y sinceras palabras de consuelo.

Víctor apareció al segundo día. Lorena no lo conocía. Víctor era uno de los que llegaron y no se fueron. Se quedó achicando agua, rescatando a gente mayor atrapada en sus casas, prestando sus dos manos donde hacían falta cuatro.

—He visto que necesitas ayuda con esa viga —le dijo—. Y allí comenzó todo.

No hablaban demasiado, no les hacía falta. Cada cubo de barro, cada caja de libros arruinados, que sacaban juntos, pesaban menos cuando estaban uno al lado del otro. Víctor dormía poco, apenas comía y trabajaba sin descanso a cambio de nada, o tal vez de mucho, de gracias sinceras, de lágrimas agradecidas de madres o abuelas llorando frente al televisor sufriendo una tras otra rueda de prensa, queriendo creerse las promesas de esas ayudas inminentes que nunca llegan, mientras el frigorífico seguía roto, la luz se iba y algunas veces, las menos, volvía.

Lorena le preguntó por qué lo hacía, y él respondió con otra pregunta:

—Si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo hará?

Ella lo miró a los ojos, como se mira a alguien que dice la verdad más simple y a la vez más dura.

Se besaron mientras barrían lodo y cristales rotos en la trastienda del pequeño supermercado, que tal vez no era mejor escenario, pero si un rayo de luz en medio de la desolación y el miedo.

Fueron pasando los días. Los gobiernos, las instituciones, llegaron tarde y mal, más preocupados en hacer daño al adversario político que en prestar ayuda a los damnificados. Las indemnizaciones se retrasaron, las ayudas fueron escasas, puede que esperando que como casi siempre las promesas se las lleve el viento y la gente olvide las palabras incumplidas.

Lorena y Víctor siguieron. Los vecinos siguieron. Los voluntarios siguieron. Porque el pueblo, cuando los gobernantes fallan, se salva a sí mismo. A veces, de entre los escombros, de la desolación, de la soledad y el olvido, surgen nuevas esperanzas, nacientes ilusiones y motivos para quedarse.

viernes, 17 de octubre de 2025

La estrategia del caracol, por Antonia Martín Arganda

 

(Manuel Cuenya. Composición de relatos y microficciones. Nivel Intermedio. UNED de Ponferrada)

El 4 de abril los periódicos y las noticias radiotelevisivas nos informaron del desalojo del gaztetxe Etxarri, un centro social ocupado en un barrio de Bilbao desde el 2014. 


Durante los incidentes de la noche anterior, pudimos ver a los jóvenes lanzando botellas y otros objetos a la policía y prendiendo fuego a contenedores. A las nueve de la mañana, después de derribar varios muros que habían levantado los ocupantes, la Ertzaintza consiguió entrar en el interior del inmueble y procedió al desalojo. Parece ser que el incidente se saldó con cuatro detenidos y 15 ertzainas heridos.

Ayer por la noche, revisando películas de culto, volví a visionar La estrategia del caracol del colombiano Sergio Cabrera, estrenada hace más de treinta años. La temática totalmente actual: un desalojo en la Bogotá de 1976, esta vez de una casa de vecinos que llevaban viviendo allí más de cincuenta años. El motivo, el mismo: el “pelotazo urbanístico”.

Desde el gaztetxe defienden que era un lugar de encuentro para numerosos colectivos del barrio y denuncian además que, a pesar de que la nueva edificación no comenzará hasta dentro de unos años, los promotores prefieren tener el solar vacío. En el caso colombiano viene a ser el mismo: de un lado el burgués que heredó la propiedad y la ve como un medio más para aumentar su riqueza y, de otro, el grupo de personas conformado por gente trabajadora y marginada que ha construido sus vidas en torno a este lugar, con el que tiene un vínculo afectivo.

El procedimiento de desalojo se puede decir que es similar, aunque la proporción entre policías y desahuciados sea exponencial en el caso de Bilbao: un centenar de ertzaintzas, numerosas furgonetas antidisturbios rodeando el gaztetxe y repartidos por las manzanas de alrededor, un helicóptero de la Policía autonómica y dos drones.

Lo que contrasta totalmente es el planteamiento de los desalojados: del enfrentamiento cuerpo a cuerpo de los bilbaínos, a un ejercicio de imaginación que cuestiona la lucha armada e invita a pensar en procesos de acción colectiva defendiendo los valores de la justicia y la dignidad. El método que se utiliza es una quimera narrada, al mejor estilo del realismo mágico, pero sin perder por ello su potencia política. Esa empresa irrealizable en la que se trabaja con convicción es metáfora del carácter utópico de las ideas revolucionarias. “Lo único que vale es lo que hagamos de ahora en adelante”, dice Jacinto, el paradójico líder anarquista de la estrategia.

Me pregunto qué hubiera pasado si estos chavales del gaztetxe hubieran visto la película colombiana. Quizás hubieran construido un artificio similar y habríamos podido observar el espectáculo magnífico de ver pasar por el aire todas sus pertenencias, puertas, baldosas, muros incluidos, al otro lado de la ría, para comenzar de nuevo con su proyecto. Los colombianos lo hicieron porque no sabían que era imposible. Tendría que haber más Jacintos para que esto cambiara.

jueves, 16 de octubre de 2025

El desafío de las huellas, por Ana Rosa Gutiérrez

 

                  (Manuel Cuenya. Composición de relatos y microficciones. Nivel Intermedio. UNED de Ponferrada)

El sol irrumpió al amanecer. El verano hacía su aparición, y la luz se colaba por las rendijas de la persiana. Una brisa matutina flotaba en el ambiente.

Al abrir la ventana, se percibía el sonido del mar, las olas acariciando bruscamente las rocas. Siempre busqué la libertad y la había encontrado en un pueblecito costero. 


Me gustaba pasear por la playa al atardecer. Valoraba enormemente el contacto de mis pies desnudos caminando por la arena, dejando huellas, que solo durarían hasta que la marea las quisiese borrar. Los largos paseos nocturnos me hacían reflexionar.

La vida nos da reveses, y la única solución es aceptarlos. Si los negamos, la frustración nos invade. El pasado es un viaje sin retorno, y el futuro es algo incierto y difícil de programar, por lo tanto, lo único de lo que disponemos es el presente, y yo estaba decidida a vivirlo intensamente.

No sé si es por casualidad o por “causalidad,” en uno de mis paseos nocturnos mis huellas se cruzaron con otras huellas, unas de persona y otras de animal, presentí que eran de un perrito.

Fue un juego absurdo el que nos llevó a cruzar nuestras vidas.

Cuando puse cara a esos pasos, fue una sensación increíble, porque aquel hombre de tez morena y ojos castaños, labios prominentes y dulzura extrema, me había removido sentimientos agradables.

De aspecto corpulento, con excesivo vello, demasiado para mi gusto y, a la vez con esa esbeltez de cuerpo, digno de una figura tallada en mármol, que evocaba la época de los romanos. Sentí hacia él una pasión irresistible, intensos sentimientos, y una atracción física muy fuerte. El proceso de seducción estaba servido. Y como consecuencia el placer.

Nuestro primer encuentro programado fue una cena romántica a la luz de las velas. Una excusa para intentar conocernos más a fondo. Hablamos de nuestras respectivas vidas, experiencias, desengaños, problemas, e ilusiones concebidas para poner en práctica un futuro mejor.

Nuestra segunda cita fue en su apartamento, él vivía allí desde hace años, yo acababa de instalarme en una pequeña casa alquilada.

Cuando llamé a su puerta la emoción me desbordaba, me sentía como una adolescente cuando da sus primeros pasos hacia esa vida adulta tan deseada.

La primera forma de relajarnos surgió realizando un programa de higiene personal, consistente en lavarse los dientes, perfumar el aliento, bañarnos, y añadir al agua del baño aceite de romero y perfume a una temperatura similar a la de la sauna. Un masaje en los pies consiguió que sensaciones placenteras se transmitieran por todo el cuerpo. Reconocer nuestros cuerpos bajo la espuma y unas cuantas gotas de esencia contribuyó al relax. No hubo palabras, sólo una búsqueda del deseo entre el agua.

Después del baño, unos albornoces de rizo nos envolvieron, anhelando un merecido descanso. En el lecho, sábanas de seda resplandecían ante mi mirada que apreciaba el buen gusto. Un espejo enorme ubicado en un lateral de la habitación reflejaba nuestros cuerpos, ahora desnudos, intentando de una vez por todas admirarse.

No sentí pudor, me sentía realmente cómoda al ver que la vergüenza no me reconocía. Él sonrió y sin mediar palabra nos acostamos. Un escalofrío recorrió mi piel al rozar la suya, una suavidad como la de un bebé con perfume a Nenuco. Retazos de la infancia vinieron a mi mente.

Entrelazamos nuestros cuerpos como si de una espiga se tratase. Practicamos el abrazo de los muslos, presionar con uno o los dos muslos de uno contra los del otro Mis pechos menudos se erizaban al contacto con sus pezones. Los intensos besos sortearon mi cuerpo hasta aterrizar en la boca, allí un beso más profundo consiguió que su lengua rozara mi garganta, las endorfinas consiguieron salir a pasear. Mis nalgas fueron objeto de suaves palmadas, besos y pequeños mordiscos.

El sudor comenzó a deslizarse por ambos cuerpos, y decidimos tomarnos un refrigerio, el frigorífico sería la meta. Él se sirvió un whisky escocés cargado de hielo, y yo me tomé un ron. Advertí la presencia de un envase de nata en el frigorífico, y como prueba de un juego decidí adornar mis pezones con ella, para que él pudiese de alguna manera volver al acto de succionar, como si de un alimento de lactante se tratase. Fue divertido experimentar con la citada crema.

Su lengua acarició con profundidad mis pabellones auditivos hasta sentir un cosquilleo difícil de describir, y surgió la consabida carcajada por mi parte. Yo estaba extendida boca abajo, y unos cubitos de hielo se deslizaban por mi espalda cual tobogán digno del mejor parque de atracciones, al unísono, mi piel se erizaba como la de un gato cuando lo acaricias.

Literalmente me devoró a besos, yo le había pedido que se pusiese carmín en los labios para dejar huellas visibles en mi piel, tantas como pudiese. El mapa físico del cuerpo humano había sido examinado, de norte a sur y de este a oeste. Kilómetros de buenas intenciones habían sido recorridos en minutos.

El olor a jazmín inundaba la estancia. Vinieron a mi memoria los recuerdos de un patio, donde el jazmín blanco se encaramaba por una escalera de caracol que le servía de soporte, y era una delicia el perfume que desprendía durante las noches de verano.

Ese día fue el principio de una intensa aventura que, desde mi punto de vista, se convirtió en terapia. Una relación entre terapeuta y paciente un tanto peligrosa.

El siguiente encuentro se forjó en el mismo escenario. Un capricho del “terapeuta” fue que me disfrazara de asistenta, y allí en una silla se encontraban una serie de accesorios. Una cofia blanca de blonda, un delantal de encaje apto para las transparencias y unas excitantes y optativas bragas negras. Eso era todo. El delantal cubría parcialmente las zonas erógenas del cuerpo. Mi papel era el de una criada, él era el señorito.

La siguiente experiencia fue, por acuerdo de ambos, acariciar nuestros cuerpos con los ojos vendados, cuando este sentido falta, se intensifican los demás. Es una sensación indescriptible, es complicado explicarlo con palabras, hay que vivirlo. Él acarició mi cuerpo y, al llegar a las nalgas, un azote cariñoso en ellas me reconfortó. Leves mordiscos en los pezones hicieron que estos se estimularan y cambiaran su forma y aspecto, lucían distintos. El monte de Venus vibraba cual cuerda de una guitarra a cada caricia, y mi boca jadeaba al ritmo de la música improvisada. En esta ocasión, el olor a sándalo nos produjo una intensa relajación y calma. El ambiente estaba impregnado de este aroma dulce con un toque sensual y ligeramente animal. Una sensación de tranquilidad inundó la habitación. En breves momentos el sueño se apoderó de nosotros.

El otoño hizo su presencia, cambiamos de escenario, y los encuentros habituales se distanciaron y se produjeron en mi casa. Un amanecer, cuando estaba profundamente dormida después de un excéntrico encuentro, una nota estaba en mi mesilla de noche.

“Me he enamorado, no sé si tu sientes lo mismo. He decidido abrir un paréntesis y creo que te corresponde a ti cerrarlo. Te deseo”.