Sí, es un pasatiempo agradable ver fútbol. Aunque debo confesar (ahora me da por confesarme) que no sigo ninguna liga, ni partidos de temporada, ni na, salvo, eso sí, me encanta ver un Mundial, que para mí sigue siendo sagrado. Manías que tiene uno, qué se le va a hacer. Quizá quedó eso grabado a fuego en la retina de mi infancia, la única matria/patria verdaderas. Y en la medida de mis posibilidades sigo los Mundiales de fútbol desde que tengo uso de razón. Y aun sin ella. Sin razón, digo, porque para ver fútbol tampoco hace falta mucha razón (acaso la logística la ponen los creadores y repartidores de juego, amén del Míster o entrenador, que los sitúa en el mapa del campo, hace el dibujo, que dicen ahora los comentaristas y entendidos en la materia).
Me causa gracia eso del dibujo. Como si los entrenadores fueran dibujantes dalinianos. O tal que así. Y que digan reglamentado en vez de reglamentario... o lo que sea, que el lenguaje está para ser empleado. Y cada cual habla y dice como algún dios o diosa (si es que existieran, que tampoco es moco de pava) le ha dado a entender.
Lo que sí se necesita poner en el fútbol es mucho sentimiento. El sentimiento siempre por delante, para que el burro o la burra de turno no se espante. Y ahí que algunos y algunas se desmadren, monten en cólera, se caigan desmayados y hasta besen a los de al lado, como hiciera el pibe Maradona, echen espumarajos por la boca y hasta intenten agredir a propios y extraños, entre ellos al árbitro, ese juez que a veces se va de madre o comete errores de bulto, o bien a algún jugador.
El árbitro, algunos árbitros, ay, las arman gordas, con Var o sin Var. Al Bar o la cantina de turno tendrían que irse algunos a echarse unos quiebros. Porque el árbitro que le tocó a Croacia en la final de este año no anduvo muy atinado, incluso con el Var, y ahí que a la selección croata, extraordinaria, se le volteara el resultado. Y acabara perdiendo. Estoy convencido de ello, mal que les pese a algunos y algunas (ah, que no debería emplear ambos géneros, por aquello de la economía lingüística, o porque algunos ya engloba a algunas... quién sabe... ni la Real Academia es capaz a dilucidar tal embrollo lingual, o sí...) Creo que no hace falta ser muy espabilado para darse cuenta de lo que digo. Me refiero a que el árbitro la cagó, hablando mal. Eso no significa, claro está, que la France (a la que pronostiqué hace días, después de que cayera Brasil, que ganaría este Mundial) no mereciera alzarse con la Copa.
Panorámica de París |
En el fútbol, como en la vida misma, no siempre ganan los mejores, sino los que más potra tienen. Y por supuesto quienes gozan de privilegios, o sea, a quienes se la ponen a huevo, como dicen que se las ponían a Felipe II. Más o menos. Como se las ponen a los aristócratas, reyes y reinas incluidos, que disfrutan de privilegios que los demás ni los alcanzamos a imaginar, pobriños de nosotros. Pero esto daría para otro Mundial Social.
En el fútbol, como en la vida misma (ya lo había escrito), el azar es fundamental. Ahora me viene a la mente esa extraordinaria peli del genio Woody Allen titulada Match Point, con una Scarlett Johansson que se sale de la pantalla, de lo carnal que se muestra, o bien nos mete a nosotros en la pantalla. Otro guiño al maestro Allen y su Rosa púrpura de El Cairo.
Me hubiera gustado ver ganadora a Croacia (acaso porque me identifico con los pequeños, con los marginados, con los desheredados..., aunque los futbolistas croatas son enormes, véase nomás a Modric), entre otras razones o sinrazones porque Francia ya se hizo con el Mundial en 1998, año en que uno estuviera en París, o mejor dicho, trabajando a las órdenes del imperio Disney (por cierto, me confirmaron en Mojácar, cuando estuve la pasada Semana Santa, que Disney era originario de este bello y resplandeciente pueblo almeriense... cosas de leyenda, fantasía... quién sabe). Y recuerdo la fiestorra que se montó en la ciudad de la luz. Es como si Francia hubiera ganado la Tercera Guerra Mundial. Esa impresión me dio.
La mestiza y aguerrida selección francesa es poderosa, sin duda (ahí está por ejemplo el joven atleta y goleador Mbappe o la estrella Griezmann), como lo fuera (aún más) la de Zidane en 1998. Así que al final logró llevarse la copa ante una selección de Croacia (recuerdo ahora que otro comentarista de este Mundial decía: Selección Colombia, en vez de Selección de Colombia, quizá me he perdido alguna clase lingüística) que propuso buen fútbol. Y que, sin el estropicio que le hiciera el árbitro de marras, acaso podría haber ganado la Gran Copa.
Alemania y Brasil cayeron inexplicablemente (o explicablemente, por lo que he dicho o sugerido antes). Y España, que no tuvo suficiente empuje para encarar más y estar más fuerte en defensa (el portero, lo siento, a años luz del belga Curtois, aunque no debiera hacer comparaciones de mal gusto) se quedó en la estacada ante una anfitriona Rusia, que no ofreció nada de fútbol, pero sí una resistencia a prueba de bombas.
Se cayeron dos de mis mitos de infancia y juventud: Alemania (idealizada por sus jugadores, entre ellos el magnífico Beckenbahuer, y quizá porque allí iban a parar muchos emigrantes nocedenses) y Brasil (por su descomunal juego, sus talentos, entre ellos Neymar, y también porque mi padre emigró a ese país carioca).
En este Mundial llegué a pensar desde un inicio (a veces me da por pensar, qué cosas, incluso en los recibos de la luz y del agua...), que la canarinha sería la campeona. Pero no acerté, porque ni soy el estrafalario vidente Rappel ni el fútbol es ninguna ciencia exacta, por fortuna.