Cada vez me gusta más Asturias, las Asturies verde de montes y negra de minerales. Tal vez porque la siento tierra hermana. Y porque me identifico con sus paisajes, con su paisanaje, con su habla y su sentir. No en vano, viví durante algunos años en Oviedo como estudiante de su Universidad.
Asturias es tierra familiar y cercana (también en el espacio).
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Puerto del Palo |
Tras la Sierra de Gistredo (el útero), a pocos kilómetros en línea recta, se halla Asturias. Algo que me apasiona. Y sólo de pensarlo, es como si entrara en trance y pareciera un derviche giróvago, de esos que danzan como peonzas a ritmo sufí. Y hasta lograra volar o sobrevolar cual pajarito ese espacio que nos separa desde Noceda del Bierzo hasta la frontera astur (no me gusta el término frontera ni lo que implica, pero lo empleo para aclarar el asunto).
En realidad, desde el útero de Gistredo hasta Cerredo, que ya es Asturias, hay muy pocos kilómetros por carretera, lo que he podido comprobar, una vez más, en un muy reciente viaje, en este mismo mes de agosto.
Desde Noceda emprendimos ruta (en entrañable compañía) hacia el alto Sil, atravesando la pedanía de Las Traviesas (perteneciente a Noceda, Berciego incluido) para continuar por Toreno (donde viven, o de donde son originarios algunos amigos, con la picota como emblema), Matarrosa (que como pueblo no tiene mayor interés, salvo su pasado minero, y otrora el museo de Solís Fernández, sobre el que llegué a escribir, pero que forma parte del mapa afectivo de mi gran amiga).
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Pola de Allande |
Una breve parada y un tranquilo paseo bajo la lluvia (al amparo del paraguas, eso sí) sirve para que los viajeros olfateen el ambiente. Aunque a la viajera (sensible y emocionada) le hubiera gustado toparse con las huellas de sus ancestros.
Proseguimos ruta hasta Páramo del Sil (la tierra en que viviera el extraordinario poeta Ángel González, uno de los más grandes de su generación y aun de otras generaciones).
En verdad, no hace falta adentrarse en este pueblo, en el que tantas veces he estado (quizá no tantas, pero sí en algunas, sobre el que también he escrito como mapa afectivo). Y un desvío hacia la izquierda, en dirección a Fabero, nos pone literalmente en la pista minera que nos conducirá derechitos a Cerredo (donde trabajara en la mina un vecino nocedense, Paco, alias Paquillines, qué grandes historias me ha contado de su etapa allí).
El paisaje berciano se funde con el astur como si fuera una prolongación natural, que lo es, con un ecosistema similar. Por eso hablar de fronteras se me antoja harto estúpido.
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San Emiliano |
Una vez en Cerredo (con un día lluvioso de perros, de perros sarnosos, quizá, pobrecitos perros, qué culpa tendrán) tomamos dirección hacia Degaña, que es como si fuéramos de nuevo en dirección al Bierzo, pero por otra carretera, caro está.
En esta ocasión, me está apeteciendo dar cuenta del recorrido, acaso porque me resulta divertido, o algo tal que así, que uno nunca lo sabe con certeza, o sí. Tampoco es necesario entrar o adentrarse en cada detalle puntual (el detalle, ojo al dato), que no vaya uno a aburrir a los lectores y lectrices de este blog. Ojalá vayamos por el camino certero.
Desde Degaña a Cangas de Narcea, con un clima de espanto (y eso que estamos en pleno agosto) no hay mucha kilometrada, pero el trayecto se hace algo largo, o esa es la impresión.
El puerto del Rañadoiro (túnel incluido, con sus casi dos kilómetros de recorrido nos espera). Lo importante es el viaje, el recorrido en sí mismo, y no el destino. Hay que disfrutar de cada momento, de cada tramo del trayecto. No aspiramos a ser grandes viajeros (o viajeros sin más cera que la que arde), pero tampoco ansiamos ser turistillas de medio pelo o de pelo y medio, apresurados por llegar a la meta, quizá en busca de algún premio (el premio a los burrines, como escribiera en este mismo blog a propósito de la subida a la aldea de Bulnes en el mes de julio de este mismo año de virus e incertidumbres).
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San Emiliano (Asturias)
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Antes de llagar a la población de Cangas del Narcea (donde he estado algunas veces, en alguna para impartir algún curso en la Uned, campus del Noroeste) nos topamos casi casi con el bosque centenario de Muniellos: https://www.muniellos.es/. Con su indicación. Por mejor decir. Que en algún momento, en algún otro viaje convendría adentrarse en el mismo, en esta reserva natural de robles, tejos, abedules y hayas, cuya madera fuera a parar, en otros tiempos, a la construcción de barcos para la llamada Armada Invencible.
Recuerdo que ya en los ochenta del pasado siglo el profesor Gustavo Bueno nos hablaba de este estupendo bosque. Lástima que este burrín aún no haya tenido aún el gusto de visitarlo. Manda mecha. O manda carallo. Si es que uno no puede conocer casi nada. Por más años que viviera, que ya tiene tela el asunto de marras.
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San Emiliano |
Se está echando encima la hora de la comida, en realidad el estómago ya pide alguna vianda. Y aún falta un tiempecito para arribar a Pola de Allande, que es donde nos gustaría yantar. En Pola se encuentra la Allendesa, un restaurante conocido en la zona, donde se come muy bien, rico y abundante, y allí fui hace un montón de años con amigos de Noceda (el comandante Milín, que es un berciano-astur, a la cabeza de la tropa). Buen recuerdo conservo de aquella comida pantagruélica, que en verdad era un menú degustación con unos ocho o nueve platos para tumbar a un caballo percherón.
La Allandesa sigue por fortuna en pie, y aunque ya son algo más de las cuatro de la tarde, un camarero nos recibe con amabilidad. Y nos sirve comida sabrosa. Regada con sidra, por supuesto. Para mí, la mejor bebida de cuantas existen en la Tierra. Por no exagerar, diré que es una de las que más me gustan, o de las que más aprecia mi paladar. En esta ocasión no pedimos menú degustación, entre otras razones porque tampoco seríamos capaces, creo, de jamar tanta comida.
Un paseo bajo la lluvia nos descubre una Pola indiana (con sus casonas típicas) y emigrante (con un monumento). |
Monumento al emigrante (Pola de Allande) |
El destino en realidad es la matria de la abuela de mi amiga: San Emiliano (no confundir con San Emiliano de Babia). Y para llegar a esta remota y exótica aldea, perdida en los confines de una Asturias profunda, limítrofe con la Galicia lucense, debemos cruzar el puerto del Palo, envuelto en un mar de nubes, como si estuviéramos sobrevolando el océano atlántico en avión. La belleza romántica del paisaje nos cautiva. Y nos hace contemplarla, deteniéndonos con sosiego de espíritu.
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Puerto del Palo |
La bajada a San Emiliano es como un descenso a otra época. A pocos kilómetros de esta aldea (creo recordar que unos nueve) se halla Grandas de Salime, con su embalse. Y más allá, al otro lado, se encuentra A Fonsagrada (aunque en esta ocasión no llegamos hasta allí, A Fonsagrada también es otro mapa afectivo. Por allí seguirá el gran Bolaño).
Es la primera vez que pongo los pies en San Emiliano (Asturias) y tengo la impresión, de inmediato, de que me he adentrado en un territorio donde parecen convivir los vivos y los muertos cual si se tratara de una Comala a lo Rulfo.
En San Emiliano se perciben los espíritus, los ancestros de mi amiga, quien siente como escalofríos en el alma. Es la tierra de su abuela materna, María, y de sus bisabuelos.
Su primo Jesús nos recibe con los brazos abiertos, aunque no le hayamos avisado de nuestra visita, y nos ofrece toda su hospitalidad. Paseamos por la aldea, con sus hórreos y sus paneras, con su belleza primigenia, con su exotismo rural. Nos acercamos al bar del pueblo, que regenta una buena vecina y amiga de Jesús, la cual reconoce al instante a mi amiga. Visitamos el cementerio del pueblo. Y la casa donde viviera la abuela de mi amiga. Siento que estoy en tierra familiar y a la vez percibo como cierta espectralidad en un ambiente poblado por los gatos. El propio Jesús tiene tres gatines preciosos, que se pasean en libertad tanto por el pueblo como por su casa. Me gusta esa libertad gatuna. A su aire. Ese no sometimiento a normas. Esa felinidad.
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Entorno de San Emiliano
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Un castaño centenario a la entrada de la aldea, creo que es milenario, parece saludarnos con el gesto cansado de los años, como un anciano que ya no pudiera con su cuerpo. Está tan viejecito que ha decidido torcerse, ladearse, acaso con el deseo de tumbarse de un modo definitivo a soñar un sueño eterno.
De repente, tengo la impresión de haber viajado a una aldea conocida. Como si me recordara a Colinas del Campo, en el Bierzo. Con su arco de entrada. Con sus brumas de agosto. Y su verdor salvaje. Tal vez me he adentrado en el misterioso universo de los espíritus.