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miércoles, 27 de junio de 2012

Philip Glass

No recuerdo exactamente cómo descubrí la música de Philip Glass, quizá fuera en el programa de Ramón Trecet, Diálogos 3, o bien en Rosa de Sanatorio, del amigo José Luis Moreno-Ruiz, a quien gustaba poner sobre todo el Glassworks en su legendario e instructivo programa nocturno de Radio 3, allá por los 80. Qué lujazo.

El asunto es que Glass me llegó vía radiofónica. Es lo que tiene la radio. La primera vez que escuché su música, me pareció como de otro universo. Su minimalismo me caló hondo, y aún sigo enganchado a sus sonidos. 

Pasado algún tiempo, después de este hipnótico descubrimiento musical, tuve la ocasión de escuchar a su Ensemble en la ciudad de Toledo. Esto debió ser a comienzos del 91, pero aquel día no estaba Glass al frente de su banda. Posteriormente, tuve la oportunidad de ver al propio Glass, solito y compuesto, tocando el piano, en el Emperador de León. 


He seguido más o menos su trayectoria, y he podido escuchar gran parte de sus obras, casi todas extraordinarias, o eso me parecen, comenzando con su ópera Einstein on the beach (que conservo como oro en paño en cassette) y continuando con Glassworks, The Photographer y sus bandas sonoras como MishimaKundun, El Show de Truman, Las horas o Cassandra's dream (esta última dirigida por mi admirado Woody Allen). 

Mientras escribo esto, tengo de fondo la banda sonora de Koyaanisqatsi, que además de un documental imprescindible sobre la contraposición del mundo consumista moderno al mundo natural, realizado por Godfrey Reggio y producido por Coppola, es magnífico en lo musical. Os dejo el enlace, con la peli al completo. Qué la disfrutéis. 
De origen origen judío, y convertido al budismo (tuvo la fortuna de trabajar con Ravi Shankar), este compositor y músico estadounidense, formado en la Juilliard Schol de Nueva York y en el Conservatorio americano de Fontainebleau, con Nadia Boulanger, es uno de los grandes del minimalismo musical (aunque rehuya del término), cuyo estilo resulta inconfundible, repetitivo, subyugante, gracias a la influencia, por ejemplo, del maestro hindú Shankar (el genio del sitar, las ragas y las talas).
Aparte  de Shankar, Glass ha colaborado con los músicos de la talla de Mike Oldfield y David Bowie, así como con Bob Wilson, un dramaturgo de altos vuelos. 


Continúo escuchando con pasión a Glass. 


martes, 26 de junio de 2012

La música como alimento espiritual


Recupero, reelaborado, este texto, porque la escritura es siempre o casi siempre reescritura.

La música como alimento espiritual y elemento básico en esta época de convulsiones (ahora más que nunca); la música como medio de relajación y arte terapéutico a través del cual algunos músicos, como Arto Tunçboyaciyan, intentan comunicarnos grandes valores, entre ellos el afecto, y aun “su sonido de la vida”. 

Durante estos últimos días se ha celebrado el Día (valga la redundancia) de la música en el Matadero de la capital del Reino. 
Madrid siempre vibrando. Aunque recuerdo que mi primer día de la música (21 de junio) lo viví en París hace un montón de años. En esa época no sé si en Madrid se celebraba este día con conciertos gratis en las calles de la ciudad. 

En Ponferrada, aparte de la sala Tararí y el Cocodrilo, contamos con un escenario de lujo,  el Bergidum, donde he tenido la ocasión de ver/escuchar a grandes músicos y bandas de música, como es el caso del turco, de origen armenio, Tunçboyaciyan, o la saharaui Mariem Hassan o los Gaiteros de Lisboa, entre otros muchos y variados. 
Hace poco actuó Iván Ferreiro, pero no estuve al quite. Bueno, la verdad -para qué engañarnos- es que no conozco casi su música. 

En el Bierzo también nos hemos empapado con buenas músicas, y eso nos ha alegrado la vida, sobre todo en este tiempo de caídas bestiales de la bolsa, primas de riesgo imposibles y todo este baile de endeudamientos hasta las cejas (si es que estamos en bancarrota), que nos meten  el miedo hasta en el pote,  impregnados todos y todas con su hálito, y a veces su halitosis. 

Se agradece esta brisa cálida y musical, que nos sitúa en alguna costa idílica, véase la cántabra de Castro Urdiales, fuera de ruidos y estreses. Y ahora que me ha dado por irme, aunque sea sólo virtualmente, recuerdo con cariño el concierto de los legendarios The Who en el Bec (Bilbao Exhibition Centre), que resultó  extraordinario, con un sonido en directo impecable, gracias a la energía envidiable de los “viejos mods” Roger Daltrey (voz y líder del grupo) y Pete Townshend (guitarra), que nos hicieron vibrar -¿recuerdas, amigo Jose?- con su música psicodélica y algunos temas de sus óperas rock,  Quadrophenia  y Tommy.


También me queda buen sabor del concierto de los Gaiteros de Lisboa, a quienes ya había tenido la ocasión de escuchar en el siempre estupendo festival de Ortigueira,  los cuales  me  devolvieron a mis orígenes acaso galaicos. 

Puesto a rememorar, a Arto también tuve la ocasión de verlo, hace ya algunos años, en el Emperador de León, cuando por este magnífico teatro pasaron músicos de la talla de Philip Glass, Goran Bregovic, Hendningarna, entre otros muchos y buenos. 



En aquella ocasión Arto iba con la Armenian Navy Band, que   de vez en cuando escucho con pasión mientras escribo a ritmo de sonidos étnicos. http://www.youtube.com/watch?v=EfG1lAEGgDo&feature=related (Dolkaren de Hendningarna)
Además de un hombre-espectáculo, es un excelente percusionista y cantante, compositor de alguna banda sonora, tocador de cacerolas, que nos mantuvo despiertos y hechizados durante dos horas. 

Por otra parte, Mariem Hassan fue un descubrimiento, una revelación, a quien nunca había escuchado, ni siquiera su nombre, aunque uno sienta devoción por los saharauis. Enchilabada de blanco de la cabeza a los pies, como una virgen y con voz balsámica, logró que nos adentráramos en el desierto. Acompañada por dos guitarristas, un bajo y una simpática bailarina-percusionista, Mariem –qué guapo nombre- nos fascinó, como buena encantadora de serpientes, con el blues del desierto y la canción de la Intifada. creo recordar que al amigo y músico berciano José Ángel también le entusiasmó. 

Pues que prosiga la música, siempre como nutriente espiritual.

martes, 19 de junio de 2012

Dennis Hopper

Dennis Hopper en Easy Rider
http://www.youtube.com/watch?v=bvLpJod8nt0 (Full movie, Easy Rider-1969)

De repente me asalta la duda, nada metódica (qué dudas tan tontuelas) de que Hopper podría ser el pintor de la luz y la soledad o bien el actor y director gringo, un fenómeno éste último del celuloide. 

Un actorazo, el Hopper, sobre todo en la turbadora Blue Velvet/Terciopelo Azul (la cual requeriría un análisis), del casi siempre interesante David Lynch. 

Soberbio el papel de Hopper en esta cinta de los ochenta, que nos encogió el corazón y encandiló el espíritu. Escenas de elevada temperatura (no precisamente afectiva) entre Hopper en su papel macarril y transgresor y el de la bella, excitante y arrebatadora Isabella Rossellini. Un arranque fílmico digno del mejor Buñuel, al que el realizador de Twin Peaks y Una historia  verdadera (qué estupenda peli) rinde tributo, claro está.

Dennis Hopper fue (en realidad lo sigue siendo) un distinguido director, avalado por su desvirgue cinematográfico con la engatusadora Easy Rider, una road movie que atrapa desde el inicio hasta el final, un  auténtico icono para el movimiento contracultural americano de los sesenta, y un referente en el cine como viaje, o el motor del viaje en el cine (motion and emotion). Y nunca mejor dicho, porque esta película de carretera nos muestra a dos moteros, en sus Harley Davidson, cruzando literalmente los Estados Unidos Americanos, cuyos paisajes han acabado colonizando nuestro subconsciente. Una sensación placentera para quienes disfrutamos viajando. Una genuina aventura, cuyos protas (Peter Fonda y el propio Dennis Hopper) se van encontrando, en el camino, personajes realmente pintorescos. 

Una película ésta que me hace recordar la novela En el camino (On the road), de Kerouac. Posible fuente de inspiración para Hopper. Y referente decisivo para la Generación Beat y la publicidad a lo grande de la legendaria ruta 66 de USA. Por cierto, no he tenido la ocasión la versión cinematográfica que hiciera de la misma el brasileño Walter Salles, director experto en estas lides viajeras, véase su Diarios de motocicleta (viaje realizado por el Ché Guevara y su amigo Alberto Granado a través de América del Sur). 

Pues a seguir viajando, recorriendo mundo (ínana, yo ver mundo, dicen que decía un personaje nocedense), aunque sea de la mano del intrépido Dennis Hopper

lunes, 18 de junio de 2012

Hopper en Ponferrada


El Principal era uno de esos bares ponferradinos a los que uno entraba cuando iba a ver una obra de teatro, más que nada porque estaba situado en un sitio estratégico, en la calle Ancha, enfrente del Teatro Bergidum. 

Ahora el bar Principal, con este nombre, ya no existe. Y uno siente añoranza porque en las paredes del local había varias reproducciones de cuadros de un pintor por el que siento debilidad. Los cuadros que figuraban en las paredes del bar Principal eran de Edward Hopper. 

Y Hooper fue/sigue siendo un pintor americano que llegó a colonizar mi subconsciente con esos cuadros en los que plasma la soledad y la incomunicación de unos personajes de esa América de carreteras, gasolineras y moteles en medio del desierto, de esos personajes aislados en el llamado mundo moderno. 

La pintura de Hopper -conviene no confundir a este pintor con el conocido actor gringo-, es por lo demás bien cinematográfica. El propio director alemán Wenders, en su desoladora y excitante París, Texas, intenta recrear en los planos de su película las composiciones pictóricas de Hopper. 

En el fondo, París, Texas -película que me entusiasma- es como una gran pintura en movimiento de Hopper, una road movie pictórica. Ni que decir tiene que siento gran admiración por el cine de Wenders, y en especial por esa película en la que vemos a una Natassja Kinski guapísima y emocionante. 

Su interpretación -como una diosa bergmaniana- resulta sublime tras el cristal del peep show. Sobre la Kinski  debería escribir largo y sustancioso, pues se lo merece esta musa a la que no veo en el cine desde hace años. 
Un recuerdo especial para su actuación en Tess, de Polanski, y la mencionada de Wenders.

            Además de los cuadros de Hopper, el Principal era un bar regentado por un matrimonio de “porteños” de adopción, porque si bien la señora era gallega y el marido berciano, vivieron treinta y muchos años en Buenos Aires, cuando ésta era una metrópoli próspera y segura, y en el Bierzo, sobre todo en nuestro querido Bierzo Alto, vivíamos en pallozas al amor de la lumbre o “el llumbre”, como dicen mis paisanos del Alto. 

Regresaron al Bierzo, después de tantos años en Argentina, porque la situación allá era insostenible, según me contara la señora, quien, con su hablar medio porteño y su buena disposición, me resultó harto graciosa. Pero ahora ya no existe aquel bar, sólo un local despojado de su magia. 

Vaya atrevimiento el mío. 

domingo, 17 de junio de 2012

Hopper, el pintor de la soledad


Qué curioso, Hopper, el gran pintor del realismo americano del siglo XX se murió el año en que me nacieran. Es probable que el cine de Wenders me llevara al descubrimiento de este maestro de los cuadros que retratan la inmovilidad y versan sobre grandes temas del mundo moderno/posmoderno como son el aislamiento, la soledad existencial y la añoranza de los individuos, atrapados casi siempre en relaciones confusas, desesperadas, al borde, en las que bulle cierta tensión. 

El cineasta alemán Wenders reconoce esta influencia pictórica en su cine. No hay más que ver París, Texas para darse cuenta de la impronta hopperiana en cada uno de sus planos.
A propósito de influencias de la pintura en el cine -que las hay y en abundancia- cabe señalar la que ejerciera La casa cercana a la estación (MOMA, Nueva York) en el decorado-casa que emplea el maestro Hitch en Psicosis. Es un calco, el cuadro de Hopper a la casa de Norman Bates, que vemos en este excelente e impactante clásico del terror. 


Deudor de la influencia de grandes pintores españoles, como Velázquez o Goya, y de franceses como Degas o Manet, el estilo realista de Hopper, simple y esquemático - reflejado, a lo largo de su trayectoria artística, en sus composiciones espaciales claras, hechas con colores claros, y líneas que se encargan de subrayan la soledad de sus personajes- me entusiasma, acaso porque pinta esa soledad sobrecogedora que envuelve a sus personajes, casi siempre viajeros, en estado de reposo, inmovilizados, como contemplando la nada, encerrados por ejemplo en la habitación de un hotel. Seres sin horizontes y sin sueños. Véase la Habitación de hotel, en el Museo Thyssen-Bornemisza, el cual le dedica ahora una exposición por todo lo alto. 


Hopper nos muestra la realidad cotidiana -incluso nos la cuenta-, con un lenguaje sencillo, basado en la economía narrativa. Por eso, es  el pintor por excelencia de calles desiertas, cafés medio vacíos (véase Los halcones de la noche), gasolineras (gasolinerías, que dirían en México), vías de ferrocarril, hoteles y moteles de carretera... cuyo modo de pintar influyó de un modo decisivo en el arte figurativo posterior y en el Pop Art.

viernes, 15 de junio de 2012

Monumento al minero




Hace unos años, mientras los políticos y empresarios provinciales, incluso autonómicos, se reunían en el Campus de Ponferrada para contarnos un monumental proyecto, uno asistía a la misa funeral de José Travieso, minero prejubilado, hombre servicial y fiestero, hijo de Julio, el entrañable poeta nocedense, y padre del amigo Travi. 
Resulta curioso que, mientras Travieso estaba de cuerpo presente en la Iglesia de San Antonio de Ponferrada, él que tanto martillo dio al tajo, los políticos, alegres y optimistas, exhibían, es un decir, sus orgullos en forma de Monumento al Minero. A uno le parece bien que de vez en cuando alguien se acuerde del minero, símbolo y sustento del Bierzo, mas convendría refrescar la memoria, y sacar a la luz algo que a buen seguro está en el inconsciente colectivo: El Bierzo como tierra minera nunca tuvo ni siquiera tiene hoy un centro especializado en la silicosis, enfermedad bestial y demoledora, que en tiempos causara verdaderos estragos entre la población minera. 
Cree uno que tal vez hubiera estado bien que a alguien se le hubiera ocurrido llevar a buen puerto un hospital donde los mineros fueran atendidos cual se merecen. Da la impresión, a tenor de lo visto y vivido, que nos preocupara más lo que se ve de cara a la galería, lo que apantalla, en definitiva, que lo que realmente merece la pena, que es la salud de la gente. 
Un monumento estaría bien para mostrar lo grandes que somos a nuestros visitantes, mas uno preferiría un centro médico especializado, donde atendieran las enfermedades derivadas de la minería de carbón, así como unas minas saneadas, y no unos chamizos de mierda, que acaban con todo bicho viviente. Cuántos mineros han dejado sus entrañas en el pozo. 
¿En qué fueron a parar las muchas subvenciones que, desde el gobierno estatal, le untaron a algunos tiburones de la minería? ¿Qué hicieron con esa guita? ¿La malversaron? ¿Y ahora quién está sufriendo todos esos desmanes? Los pobres mineros, claro está, que están luchando como leones ante el poder coercitivo, frente a los macarras habilitados para inflar a hostia sucia a quien se le ponga por bandera. 
Por otra parte, tampoco estaría mal que, visto lo que costaría tal monumento, una cifra que quitaría el hipo a más de uno, alguna pasta fuera a parar también a la educación. Salud y educación: pilares básicos en una sociedad de bienestar real. 
La maqueta del Monumento, “La lámpara de los sueños”, que viéramos hace años en la biblioteca del Campus de Ponferrada, me hizo recordar el Cristo Rey de Lisboa, incluso el Valle de Los Caídos, y me ayudó a rememorar aquella película de Herzog, Fitzcarraldo, cuyo protagonista se empeña en construir un teatro de ópera en plena selva amazónica, y para ello, además de conseguir un dineral, debe transportar un gran barco fluvial desde el río hasta un monte, con la ayuda de un buen número de nativos.
Por lo que sea, el monumento al minero, como tal, aún no ha visto la luz. Eso creo. Pero sí estamos asistiendo al desmantelamiento de la minería en el Bierzo, algo que ya se veía venir desde tiempos ha. El Bierzo, ay, pudo haber llegado a ser una potencia, un vergel, un paraíso, cuando Ponferrada se conocía como la ciudad del dólar minero, pero nadie pensó realmente que algún día -no tardando- se acabaría la minería (al menos la subvencionada), para más recochineo sin perspectivas ni horizontes despejados, que nos hagan ver la luz y el futuro más inmediato, la genuina lámpara de nuestros sueños.
Ya a Piqué, con pelo de niña paje o pajiza, lo quisieron colgar del huevamen en su día, pero pasó bola, y ahora le toca a este aznarín sin bigote (respaldado eso sí por sus adláteres, incluido el rey mago Gaspar) poner hocico a la minería. ¿Qué sabrá él de bajarse a un pozo? Cuánto mamón y pendejo detenta el poder para joder al prójimo. 
Por mi madre, yo esto nunca lo vi, si no lo veo, no lo creo... Algo así decía mi moza de ánimas (la mía o la de nueso, que dicen en mi pueblín) en La pesadilla de un seductor. 
Qué siga corriendo la farsa, y nosotros que la veamos. 


jueves, 14 de junio de 2012

¡Salud, oh creadores de la profundidad...!

En momentos tan delicados para los mineros, me sumo a su causa, dedicándoles este bello poema de César Vallejo, que en su día, cuando lo leyera por vez primera, me provocó una emoción inmensa. 


http://www.diariodeleon.es/noticias/bierzo/cesar-vallejo-y-los-mineros_98916.html






Monumento al minero en Bembibre

Los mineros salieron de la mina
remontando sus ruinas venideras,
fajaron su salud con estampidos
y, elaborando su función mental
cerraron con sus voces
el socavón, en forma de síntoma profundo.

¡Era de ver sus polvos corrosivos!
¡Era de oír sus óxidos de altura!
Cuñas de boca, yunques de boca, aparatos de boca (¡Es formidable!)

El orden de sus túmulos,
sus inducciones plásticas, sus respuestas corales,
agolpáronse al pie de ígneos percances
y airente amarillura conocieron los trístidos y tristes,
imbuidos
del metal que se acaba, del metaloide pálido y pequeño.

Craneados de labor,
y calzados de cuero de vizcacha,
calzados de senderos infinitos,
y los ojos de físico llorar,
creadores de la profundidad,
saben, a cielo intermitente de escalera,
bajar mirando para arriba,
saben subir mirando para abajo.

¡Loor al antiguo juego de su naturaleza,
a sus insomnes órganos, a su saliva rústica!
¡Temple, filo y punta, a sus pestañas!
¡Crezcan la yerba, el liquen y la rana en sus adverbios!
¡Felpa de hierro a sus nupciales sábanas!
¡Mujeres hasta abajo, sus mujeres!
¡Mucha felicidad para los suyos!
¡Son algo portentoso, los mineros
remontando sus ruinas venideras,
elaborando su función mental
y abriendo con sus voces
el socavón, en forma de síntoma profundo!
¡Loor a su naturaleza amarillenta,
a su linterna mágica,
a sus cubos y rombos, a sus percances plásticos,
a sus ojazos de seis nervios ópticos
y a sus hijos que juegan en la iglesia
y a sus tácitos padres infantiles!
¡Salud, oh creadores de la profundidad...! (Es formidable.)

martes, 12 de junio de 2012

Las Once mil vírgenes

Si escribir es reescribir, vaya aquí esta re-escritura de un artículo que escribiera para Diario de León. Qué vaya cosas que escribía uno, santo Dios. 
                            

         Érase una vez un paisano al que le chiflaba jurar en hebreo, y soltaba unas cagadas y blasfemias como para hacer temblar al misterio y todo cuanto hubiere bajo la capa del firmamento. Podéis imaginaros lo que hacía este coterráneo con las once mil vírgenes. Dicen que decía: “Me... en un tren cargado de vírgenes”. No sé si llegaría a las once mil. Él, en cualquier caso, ponía todo su empeño. El tipo en cuestión se dedicaba al noble oficio de herrar ganado. Y cuando se le torcía la herradura, se montaba un expolio, que pa' qué.

El juramento y la palabrota son corrientes en nuestro vocabulario castellano-galaico-berciano, en nuestra lengua española, claro. Y aun en otras lenguas. Si bien a nosotros, tal vez por la culpa judeo-cristiana, nos encanta bajar a hostiazos a santas, santos, vírgenes... aunque sean merito de palo. 

El maestro Cela gustaba de soltar tacos, blasfemias y otros porque el lenguaje -diría él- está para utilizarlo si ha menester. Y eso cree este menda lerenda. En este sentido (que se dice mucho ahora) cabe señalar que no se imagina uno a otras culturas-lenguas bajar santitos del altar, y de esta guisa. Ni siquiera los mexicas, aunque sean unos chingoncitos, nomás. Pinche viejo cabrón, no mames, pendejo, no la hagas, jijo de tu tiznada mamacita, que te rompo el hocico. Sale, güey, te voy a madrear. No te me engoriles, que te mando a chupar faros. Tampoco se imagina uno a los francesitos, tan relamidos ellos (y ellas), lanzar groserías en plan bestial. Como mucho dirían: Va te faire foutre; va te faire chier, y así, en  tono suavecito. Haberlos "haylos", a buen seguro, el caso es "encontrailos". Quizá a nuestros vecinos más allá de los Pirineos no se les oirá decir cosas en plan bárbaro, como al señor de La Parada, nocedense con boca de asno, que diría algún mocho de sacristía. "Me... en todos los santos, en la p... la virgen y en la recontraputa hostia bendita y en vinagre" (esto, quede clarín clarete, no lo dice mi o... sino la voz inconsciente del ferrón, que en arrebato acaso místico solía apear a garrotazos todas las hornacinas del cielo). Queda dicho. 


Los anglosajones, por su lado, dirían fucking good o algo tal que así. Como oímos pronunciar a Marlon Brando al inicio de El último tango en París. Y ya... Bueno, tampoco son tan santurrones en su hablar. Que si te dejas, te las meten dobladas, los muy penitentes. Me recuerda mi amiga que en todos los sitios cuecen habas, y en la mía a calderas, o sea. Que malhablados los hay por doquier. Y que las generalizaciones nunca conducen a nada bueno, siempre habrá excepciones que desconfirmen y descuajeringuen el reglamento. ¿No os parece?

En cualquier caso, lo que resulta harto simpático es que en Ponferrada haya una calle con este nombrecito: Las once mil vírgenes. ¿A quién se le ocurriría? Un título, por lo demás, que me hace recordar esa extraordinaria novela que es “Les onze mille verges” de Apollinaire.  Ya sé que “verges” no quiere decir  vírgenes, pero se asemeja  al sonoro francés “vierges”, o sea, vírgenes. ¡Qué todo sea por la fonética franco-española! Dicho lo cual, y sin ánimo de ofender al personal católico-apostólico, paso a la calle en cuestión. A ver si me doy un paseíto y oxigeno las entendederas.

         Antaño -ahora no tengo noticias al respecto- los vecinos y vecinitas de esta calle se quejaban porque había mucho ruido, y los pobrecitos no podían conciliar el sueño. ¡Qué mala potra! Alegaban que era fundamentalmente el Teatro Bergidum quien generaba el ruido, a resultas de la carga y descarga del material necesario para llevar a buen término las representaciones. 

No sé el ruido que habrá en esta calle, porque uno, que mora en fines de semana en medio de lo campestre, sólo le ladran los perros y le cantan los gallos del vecindario. Ay, a veces croan las ranas del Remerdeiro. Y en cuanto se asoman los primeros rayos de calor pían los pajaritos y vuelven las oscuras golondrinas sus nidos a colgar.  Lo cierto es que no está mal, habida cuenta de los ruidos que uno debe soportar en las medianas y grandes ciudades. En realidad, ni siquiera en Ponferrada se soportan grandes ruidos, bueno, depende de que "prójimos" le toquen... el pelotamen a uno. O si las bombas del agua andan a la virulé... “Mugientes rebaños de autobuses circulan a tu lado”, por decirlo al más puro estilo poético de Apollinaire, que fue un  "cubista", caligramático y surrealista o realista del sur, como alguien podría señalar de forma humorística. 

No obstante, y por aquello de que el teatro es el teatro, esto es, arte sublime, los avecindados ponferradinos de Las Once mil vírgenes no deberían alarmarse. Antes al contrario, deberían ir al teatro, y así no tendrían que andar renegando. Y luego de la función podrían quedarse a charlar acerca de lo visto. Además de no quemarse la sangre, disfrutarían viendo obras de teatro, que siempre vienen bien al cuerpo y al espíritu. 

¡Animaos, qué están actuando grupos muy interesantes!

viernes, 8 de junio de 2012

La pesadilla de un seductor

Me alegra saber que una gran parte del público asistente a la función del pasado martes 5 en la Casa de la Cultura de Ponferrada me ha expresado sus buenos sentimientos acerca de La pesadilla de un seductor, una comedia que he escrito y dirigido con placer para los alumnos/as de la Universidad de la Experiencia del Campus de Ponferrada (ULE), sin los cuales -es obvio- no hubiera sido posible esta representación. La verdad es que estuvieron colosales, incluso mejor que en el penúltimo ensayo. Uno siempre tiembla ante la posibilidad de que se queden en blanco, habida cuenta de que son personas con cierta edad, y la memoria no siempre funciona como debiera. La memoria, ay, esa caja de resonancia. Y qué me decís de su pérdida. Sin memoria, uno deja de estar y sobre todo deja de ser.

Ahora me doy cuenta (en realidad, ya lo sabía) los beneficios que procura hacer teatro, arte magnífico, entre otros porque mejora la memoria, al menos la llamada memoria semántica, y aun la memoria espacial, visual y afectiva. Qué maravilla. Me entusiasma el teatro, como espectador, como posible actor y por supuesto como autor y director. 


No resulta fácil hacer reír, sobre todo en estos tiempos hechos de miseria moral, espiritual, con el ambiente crispado a resultas de la crisis financiera, global. Sin embargo, la gente que asistió a ver esta obrita, salió (al parecer) contenta con los resultados, lo cual que a uno lo colma de felicidad. Tras una aparente sencillez, a menudo se esconde un trabajo enorme. Al final, de lo que se trata (creo) es de hacer que las cosas parezcan sencillas, divertidas, como si surgieran de la espontaneidad. No siempre se consigue pero este es el deseo, al menos el mío. Parecer o mejor dicho ser natural, hablar desde el corazón o el alma, entregarse con devoción, dejarse el pellejo en lo que se hace, sólo así puede conseguirse algo que merezca la pena. 

Lo único a lo que uno aspira, en este mundo cada vez más convulso y terrorífico, es alcanzar la serenidad, la paz, tal vez la felicidad, aunque ésta esté reñida nomás con la libertad (ideal que a uno le obsesiona, que le vamos a hacer). Pero centrémonos en La pesadilla de un seductor, título que evoca cómo no a Woody Allen (uno de mis maestros, o por tal lo tengo). Y que versa sobre un viejo ensoñador (o ensoñador viejo), llamado Valentino, que pretende ligar con una rapacina algo alocada y rebelde (la Yeni), con una  madre autoritaria (Esperanza), y unas amiguitas simpáticas, incluso atrevidas (la Puri, la Miri y la Lisi). 

Al final, el viejo seductor siente remordimientos por lo que le está haciendo a su mujer (Socorro), la cual busca consuelo en un soltero y ex emigrante (Paco, el señor del periódico)… pero ya es demasiado tarde para arrepentimientos. 

Un coro, que es como la voz de la conciencia o subconsciencia castradora del prota, le recuerda que no está bien lo que hace (… Ay de ti, ay de ti, infeliz, cuando se entere tu mujer). Por lo demás, hacen su aparición unas cotillonas, bien chismositas, que se encargan de verdulear y poner a parir tanto a la Yeni como al viejo camelador, que en el fondo es un carca, un acojonado, que va por ahí fardando con las "pollitas", como bien le recuerda la Yeni (una chica joven, guapa, con un piercing en la nariz, que está todo el día colgada al móvil, mascando chicle, y a quien le gustan los chicos y también las chicas de su edad). 


Esta obra está ambientada en la época actual, en concreto en el parque y la terraza del bar del Plantío de la ciudad de Ponferrada. De ahí que también veamos a un camarero con cierta retranca y ademanes amanerados. 

En realidad, esta comedia refleja el paso del tiempo de una época conservadora a otra más liberal, y aun a un tiempo que se perfila como catastrófico, lo que nos anuncia la moza de ánimas, ataviada de negro riguroso, calzada con madreñas, sonando una campanilla, un personaje como salido del más allá, que nos hace recordar el Apocalipsis mundial.

Este grupo de alumnos y alumnas, con la incorporación de algunos "fichajes" cada temporada o curso, se está convirtiendo, después de varios años, en una compañía con solvencia en el escenario, a pesar de su edad, acaso porque se entregan en cuerpo y alma. No en vano, en el año de 2010 fuimos seleccionados en el I Certamen Nacional de Teatro dirigido a grupos pertenecientes a Programas Universitarios para Mayores. Y estuvimos concursando en la ciudad de Alicante, con excelentes resultados. Aparte de El velorio, que fue/es una reescritura y reinterpretación, quizá libres y hasta libérrimas, de Rosa de papel, de Valle-Inclán, también hemos puesto en escena obras como Una familia berciana, La clase chiflada y Parados en el olvido (obras de creación propia) o Pilarín y sus seres queridos(inspirada en la obra de Mihura, Maribel y su extraña familia). 

http://www.diariodeleon.es/noticias/bierzo/breves_696219.html

jueves, 7 de junio de 2012

Ramón Carnicer






La Cabrera (Odollo): Ramón Carnicer
         En diciembre de este año 2012 Ramón Carnicer cumpliría el siglo, si no nos hubiera dicho adiós en el año de 2007. Qué pena que se muera alguien con  tanto talento, capaz de devolvernos el gusto por el viaje y por la literatura. Inseparable binomio, en su caso, viaje y narración. Algo que a uno le entusiasma. Viajar/sentir y a continuación disfrutar contando lo que uno vio, conoció, aprendió… porque en el viaje nos acabamos confrontando con la auténtica realidad. Y a través del viaje (sea éste al exterior, incluso al interior) se llega a entender mucho mejor el mundo entorno donde vivimos.
         Resulta fascinante descubrir a un escritor berciano, en realidad un hombre cosmopolita, tan viajado, que tuvo la valentía de vivir y escribir como quiso, sin ataduras a ningún sistema, que incluso llegó a renunciar a presentarse, a partir de mil novecientos sesenta y dos, a premios (ya sabemos cómo se otorgan éstos, al menos algunos), un escritor tan cercano, cuentan quienes tuvieron la fortuna de conocerlo, un escritor tan a su aire, al que le gustaba sobre todo viajar. Quizá por todo esto me siento próximo al autor de Donde las Hurdes se llaman Cabrera.
         Libro que se me antoja esencial en la literatura de viajes, y que me acercó definitivamente a las letras de este filólogo y profesor en alguna universidad americana y aun otras españolas, cuyo manejo de la lengua castellana se me hace admirable. 

Ahora que se cumplen cincuenta años de aquel singular viaje a pie por la comarca de La Cabrera, estamos de enhorabuena porque se ha reeditado Donde Las Hurdes se llama Cabrera, cuyo prólogo corresponde al genial Julio Llamazares, que lo califica como «hito en la literatura de viaje española y, para quienes con más o menos fortuna insistimos en su perpetuación, una referencia de primer orden». 
Un referente en la literatura de viajes, sin duda, sobre todo para quienes sentimos devoción por este género. Un libro que retrata, con autenticidad y un sutil sentido del humor, paisajes y paisanajes como de otro espacio-tiempo. Pasajes inolvidables, grabados a fuego en la memoria olfativa, como el del ágape en compañía de Don Manuel, el cura de Odollo, conmovedores otros, como el de la maestra de Saceda o el encuentro con el médico y aun esos otros en los que a Carnicer le hacen pasar (a modo de broma) por Director General o Inspector de colegios, o bien esas historias que Ceferino le cuenta a Ramón Carnicer de los cabreireses (en concreto de los hombres de La Baña) que se iban todos los años a pie hasta Carmona (Sevilla) durante la campaña del aceite. 

Sólo por escribir Donde Las Hurdes se llaman Cabrera ya se merece un homenaje este grandísimo y por otro lado harto desconocido escritor, que en su día llegó a tener serios problemas con el poder establecido por atreverse a relatar lo que vio, eso sí con una mirada y sensibilidad auténticas, en su viaje a pie por La Cabrera, por atreverse a mostrarnos, en definitiva, una forma de vida, en verdad medieval, de una de las zonas, limítrofes con el Bierzo, aún hoy desconocida por propios y extraños. Un relato viajero de sublime calidad, que nos adentra en el paisanaje (y su habla-pensamiento, incluso en sus deficiencias y enfermedades, véase el padecimiento de bocio y el cretinismo a resultas de la consanguinidad) de una tierra abandonada a su desgracia.

La reciente edición de Donde Las Hurdes se llaman Cabrera aparece ilustrada además por cuarenta fotografías, hasta hace poco inéditas, seleccionadas por Alonso Carnicer, el hijo de Ramón, que evocan el neorrealismo o realismo hecho de miseria y estrechez. «Es un testimonio realista y veraz de La Cabrera, pero sobre todo una obra literaria con mucha poesía», apostilla Alonso. Sólo por este libro (que tanto me hace recordar a  Las Hurdes, Tierra sin pan, de Buñuel), Carnicer se merece todos los elogios. Aunque debo confesar que me queda mucho por leer de la obra de Carnicer. A propósito de esta llamada Tierra sin pan, hay un libro, Caminando  por Las Hurdes, escrito a dúo por Antonio Ferres y López Salinas. 
Pombriego. Cuenya


         Ramón Carnicer es uno de los grandes ensayistas y novelistas del siglo XX español, uno de los más importantes, según Llamazares, para quien es una referencia personal. No en vano, el autor de El río del olvido, entre otros magníficos libros de viajes, se confiesa heredero de todos los que han escrito antes que él sobre viajes, como por ejemplo Pla, Ortega y Gasset, Cela, Torbado, Aparicio, Merino, Mateo Díez. Entre este lúcido elenco de escritores de viajes me apetece incluir, cómo no, a mi admirado Juan Goytisolo (léanse, por ejemplo, Campos de Níjar y todas sus aproximaciones al mundo islámico). Y dicho sea de paso, en el Bierzo también contamos con dos libros imprescindibles en este sentido, Viaje del Vierzo (inspirado en Bosquejo de un viaje a una provincia del interior, de Gil y Carrasco) y Viaje interior por la provincia del Bierzo, cuyo autor es el todoterreno Valentín Carrera.
         En el fondo, los primeros libros siempre eran de viaje o viajes que alguien realizaba para dar fe de lo que había visto y conocido en un lugar o lugares, que los demás desconocían o ignoraban. El Quijote también podría considerarse como un extraordinario libro de viajes. El propio origen de la literatura no es más que contar lo que se ha visto a quien no lo ha visto. Entonces, viajar aún era más interesante que ahora, que disponemos de medios como la Televisión, el cine, el Internet, cuyas redes nos aproximan el mundo, sin tener que viajar de un modo físico. No obstante, el viaje es algo insustituible, esencial. Y a partir de un viaje se puede construir todo un mundo.
         Carnicer es un escritor mitológico, un heterónimo de Pessoa… tan humano, uno de los que mejor hablaba castellano y el castellano… uno de los que mejor lo ha escrito en nuestro tiempo en obras de una ejemplar modestia cervantina, escribe Andrés Trapiello -otro todoterreno de las letras-, a propósito del escritor villafranquino, quien siempre fuera un hombre libre (qué maravilla), ecuánime e independiente.
         Silenciado por el poder andante -para más inri castellano-leonés-, acaso por decir verdades como templos, Ramón Carnicer, que escribió mucho y bien de Castilla (léase Gracias y desgracias de Castilla La Vieja), fue un escritor comprometido con la realidad de su tiempo/espacio. “Un texto de personas, más que de historia y monumentos. De verdades, de sencillez, de caminos y campos, de bosques y pequeñas ciudades. De luz y memoria”, escribe César Gavela acerca de este libro de Carnicer”. “Lo paradójico es que Carnicer fue el escritor leonés más defensor de la autonomía castellano y leonesa”, remata Gavela. Ironías de la vida.
         Ya se sabe que no siempre los mejores son reconocidos como tales, sobre todo si éstos van contracorriente o denuncian lo que ven y sienten en sus entrañas. Y Ramón Carnicer fue un ejemplo de humanismo y libertad. 

Un maestro de la literatura de viajes.


        

martes, 5 de junio de 2012

Eurovisión

Ya en su día, la Operación Triunfo Española, que por lo demás no es ninguna armada invencible de nuestra época pos y post, acaso moderna, fracasó estrepitosamente en el festival de Eurovisión. Y este año -hacía "siglos" que no asomaba el hocico a este show televisivo- ocurrió algo parecido con Pastora Soler (bueno, tampoco quedó tan mal posicionada la rapaza). La verdad es que no lo hizo mal. Cantó aplomada, con voz, con fuerza escénica. Quizá fue una de las mejores. Pero lo que cuenta, en estos y otros tiempos de miseria moral, miserias humanas, no es el arte, sino el enchufismo, el arrimarse a buen cobijo... y así en este plan de planes. La Eurovisión perdió su credibilidad hace tiempo. Tal vez nunca la llegó a tener. Desconfía uno por naturaleza de lo postizo, lo amañado, lo que intentan vendernos a como dé lugar. Lo que me sigue sorprendiendo es que por la Eurovisión hayan pasado artistas de la talla de la portuguesa Dulce Pontes, que es muy grande. El gentío a menudo se ilusiona con algo, en este caso con Pastora Soler, para luego sufrir el batacazo, la hostia monumental. Como también le ocurriera a la Rosa triunfal y triunfita. En realidad, tampoco salió tan mal parada como el tipito que hiciera su circo con el Chiki Chiki -para descojonarse y no echar gota-. Puro frikismo. 
Es probable que la Eurovisión sea nomás una "paletada" perversa e insolente, que se dedica a jugar un juego (valga la "rebuznancia") diabólico con sus conejillos de indias. Algo así como el provincianismo llevado a sus extremos más europeístas. Si esta es la Europa que nos venden (con los consiguientes eurobonos, primas de riesgo...) vaya mierda de Europa. 


Se me ocurre (vaya ocurrencias) que lo único que podríamos rescatar de la Eurovisión, si me lo permitís, es esa música tan linda, que retumba en nuestros corazones ávidos de felicidad y bienestar, y nos hace recordar a Marc-Antoine Charpentier, excepcional compositor de oratorios, y gran músico francés del siglo XVII, quien compusiera entre otras obras el Te Deum. Lo cierto es que ya nadie se acuerda de Charpentier. Pero esto no importa. Lo que cuenta es su música genial y triunfadora, que da himno y vida musicales a la cantada Eurovisión. Esto es acaso el verdadero triunfo, y lo demás son cuentos chinos (con respeto), ganas de confundir al paisanaje, deseos de engañar a la población, ya de por sí dopada, ansiosa por que le marquen el rumbo a seguir. Os sugiero que volvamos a la música de Mozart, Purcell, Bach (Juan Sebastian), Salvador Bacarisse. Por citar sólo algunos ejemplos. Y dejémonos impregnar por lo sublime. 


La estética de la basura prefabricada, suponiendo que ésta tenga que ver con los cánones de belleza actual, se impuso una vez más, porque la culpa (vaya palabro, no me gusta), la ideación (tampoco me convence) de este sarao y mamoneo (vecinitos que votan a los suyos, por intereses, claro) no la tiene Pastora Soler ni Rosa de España ni le Chiki Chiki (los cuales van al matadero musical convencidos de su valía o de su "bacile"). Rajada Europa. Y chingados güeyes que "entaman" todo este tinglado eurovisivo. 
La crueldad del sistema se alza hasta límites inverosímiles. 
A todo esto, qué le importa a uno la Eurovisión. 

Londres, impresiones de un jovenzuelo


Se trata de un viaje a Londres/London hace algunos años, muchos tal vez. He aquí estas impresiones, y estas fotos, que he rescatado de un diario cuasi polvoriento.



Victoria Station
Mi primer viaje a Londres -hace ya un montón de años- no me resultó tan gratificante y placentero como hubiera deseado. London se me apareció como una ciudad gris y nublada, la imagen prototípica. Qué pena. 

Me conmueve el despegue del avión. Es como si me devolviera a mi infancia subida en los caballitos (esto es un tiovivo), impulsado hacia arriba, balanceado, volando a través de las nubes, algodón que duerme la sonrisa de una tarde invernal, como si estuviera en el Polo esquiando el éxtasis, atravesando la luz de la felicidad. La felicidad como un instante de vuelo.  En una hora y cincuenta minutos me planté en Londres. Bastaron unos canapés y un orange juice para calmar mi ansiedad de vuelo. Es un decir, naturalmente.


Aterricé en Gatwick. Aquel día -debía ser el mes de febrero, creo recordar-, el aeropuerto estaba sumido en neblinas teñidas de verde. Aunque, cuando  llegué a London Victoria, comenzó misteriosamente a lucir el sol. El buen clima sólo duró, por desgracia, unas horas. En poco tiempo el cielo se oscureció. Y al día siguiente  amaneció encapotado, con un cielo de color aluminio sucio. 

Tower Bridge
Recuerdo que el viaje en tren express, desde el aeropuerto de Gatwick  a Victoria Station, duró una media hora. Hay una distancia aproximada de 47 kilómetros, entre uno y otro punto, y el billete cuesta un ojo de la cara y aun otro del culo. O eso me pareció. Para que os hagáis una idea sería el equivalente de lo que costaría un trayecto en autocar desde Ponferrada a Madrid. Más o menos.

Mi impresión al poner los pies en la Estación Victoria fue buena. Allí estaba el Londres de los taxis cinematográficos y el de los autobuses rojos de dos pisos. Los taxis son una reliquia, una antigualla pintoresca. Negros, rojos, rosa o color crema podrían servir para filmar escenas de gánsters, un verdadero museo andante. 

En la oficina de turismo británica, en Madrid,  me había informado sobre los posibles alojamientos en la capital inglesa. Y, una vez allí, no tardaría en encontrar un youth hostel, uno de esos sitios en los que meten a varios tipos y tipas en el mismo cuartito. 

En principio, me dirigí a uno que está situado en Ebury Street, cerca de Victoria Station. Allí me recibió un jovenzuelo, el cual me explicó que el hotel estaba completo. “Cuesta 15 pounds”, añadió. Y para qué me dice cuánto cuesta, si no hay ni una triste litera vacía. Aquella negativa me desanimó. Enfadado, y algo confuso,  me fui derechito al Victoria hotel, un youth hostel cutre pero céntrico, que tanto estudiantes como mochileros, con no muchos posibles, suelen frecuentar.  

Me apetece señalar que, aunque este hotelín queda  a unos diez minutos caminando desde la Victoria Station, resulta difícil encontrarlo, sobre todo para alguien que no esté habituado a la numeración inglesa. 

Para más señas, el Victoria Hotel queda en el número 71 de la Belgrave Road, SW 1, a cinco minutos escasos de la estación de metro Pimlico. Por su parte, la Belgrave Road es una calle larguísima, donde se encuentran muchos hoteles y similares... El inconveniente, para un viajero despistado, es que los números de la calle se repiten. Es como si se amontonara la numeración antigua con la moderna,  no sé... hay una retahíla de números con los que no se aclara ni dios bendito. Del 50 se pasa al 90 y así vuelta a empezar.  Qué complicados son estos inglesitos. A lo mejor (o a lo peor) ya ni existe este hostal en la actualidad.

Por lo general, el alojamiento en Londres es caro o muy caro. Me da la impresión de que cuesta el doble de lo que podría ser en París un alojamiento de las mismas características. Quizá no tanto. Bueno, la capi franchute también se las trae. 

Es probable que el Victoria Hotel me costara unas 14 libras la noche, incluido, eso sí, un breakfast nutrido con corn-flakes, pan,  café, leche y té a rodar, además de las consabidas matequillas, made in Australia, y mermeladas igualmente envasadas en miniatura. 

A decir verdad, no se trataba aquel del típico desayuno inglés, tan cantado, donde se sirven eggs, bacon y embutidos varios. En este Youth Hostel me encontré, por lo demás, con toda una tropa de españolitos, los cuales dormitaban allí pero laboraban en otros hoteles, quizá de más categoría. Recuerdo en especial a una española, que trabajaba allí mismo. Era la susodicha una sangrona, ni español quería hablar la muy gamberra, como si hubiera decidido renunciar a su idioma en aras de la cultura angosajona. Claro, ella quería, ay, familiarizarse con el english lo antes posible. A santo de qué iba un españolito a pertubar sus ilusiones idiomáticas.

El youth hostel de marras se me hizo caro, habida cuenta de que era necesario compartir el dormitorio con otros y otras. No obstante, una habitación para mí solo me hubiera salido por un huevo estrellado. Me tocó dormir en una litera, la número 1, que parecía una hamaca. A mi espalda no le quedó más remedio que adaptarse a su curvatura. Algo molido me notaba, sobre todo al levantarme. 

Como no podía ser de otro modo, en estas ciudades tan tempraneras, a las siete de la madrugada ya había gente que se desperezaba y comenzaba la hora de la toilette. Eso sí, con quienes compartiera habitación (la número 6), durante mi estancia en Londres, solían acostarse a buena hora, con lo cual no perturbaban  al personal con sus tejemanejes a altas horas de la noche.


Picadilly Circus
Vivir en Londres no es moco de pava ni siquiera de guajolote. Incluso puede resultar una experiencia gratificante cuando uno maneja el idioma con soltura y aun se ganan muchas libras por hora. Londres tiene fama de ciudad cara, y en verdad lo es, sobre todo el alojamiento y el transporte, por no decir los espectáculos al completo. 

La capital inglesa, al igual que París, son ciudades extremadamente materialistas. Sólo piensan en dinero, el dinero como pesadilla de la que uno es incapaz  de desprenderse. Un vagabundo en Londres se muere de asco y de frío. La humedad y la niebla te puede dejar para el arrastre, sobre todo si viajas a finales de febrero. Los días son cortos y oscuros. A eso de las cinco se te echa la noche encima. Creo que no es ésta una buena época para visitar Londres. 

A menudo se habla de Londres como si fuera la última maravilla del universo, quizá lo sea, no sé, no me atrevería a negarlo, aunque a mí se me hizo un mito más que otra cosa. Un mito que sabe vender, sin duda. Una ciudad que pudo haber sido la panacea en otros tiempos pero que hoy resulta extremadamente grande e indigerible a quien la visita por primera vez (sólo durante una semana), una semana con un clima podrido, donde los famosos parques se muestran vacíos, sin mimos que los alimenten, sin gentío que los anime.  No obstante, Londres consigue vibrar  los sábados noche, cuando los fiesteros de turno se dejan asomar por Piccadilly Circus, alumbrados por las cervezas ingeridas y los neones de TDK, reunidos  en torno a la estatua de Eros. 

Londres bulle cuando las rapazonas asoman sus crestas y sus carnes blancas y rosas y verdes y naranja, panza arriba, tetamen al aire, pubis underground, con aroma a queso-pizza y orégano... por el Leicester Square, como una tropa de especímenes que tuve la oportunidad de presenciar a la salida del Zoo Bar. 

Trafalgar Square, Covent Gardens y el Soho son algunos de los centros en los que se reúnen turistas y londinenses. A pesar de las pretensiones licenciosas del Soho, me decepcionó. Se respira en este singular barrio ese ambiente avispado y cutre que pretende  desperrarte a la primera de cambio. Pero uno, acaso habituado a lo que se cuece en tales “fornos”, no suele picar en el anzuelo, aunque sí entabla miradas y palabras en inglés con el paisanaje de los Live Shows.  

Confieso que me quedé literalmente enmaderado un día en que me dio por meterme en una de los peep show del Soho. Son tan horteras y risibles que te hacen llorar.  Más que peep shows,  tienen toda la jeta de brechas en penumbra, adonde a uno le resulta casi imposible fisgar. Lamentable aproximación a lo que podría ser un espectáculo erótico. Un engañatolos, o sea. Lo mejor es que guardes tus libras para mejores asuntos. 

Es como si en Londres ignoraran, o no pareciera importarles,  lo que se puede ver en otras ciudades europeas en cuanto a shows sensuales: Ámsterdam, Copenhague, Bruselas, Nueva York y Hamburgo, incluso Madrid y París. Lo más sorprendente es que, además de cutres y anticuados, los peep shows en Londres escasean. No ofrece una gran variedad. Y se limita a contados garitos, algunos con nombres muy graciosos como el Madame Jo Jo. 

Lo pintoresco del Soho es su arquitectura y la cantidad de pubs y restaurantes que hay por metro cuadrado. También resultan atractivos esos anuncios colocados en las cabinas rojas de teléfono, y sitios donde se lee Mini-Cabs, Models, etc, siniestros a más no poder. 

En Londres, como quizá en todas las grandes urbes, hay mucho depravado. Tal vez por esto mismo "las prostitutas callejeras no existen porque peligran", según me dijera un argelino a la entrada de un garito. El magrebí, con quien conversé en francés, me previno de que no entrara en locales ilegales, porque podía salir malparado. "Para estar legalizado hace falta tener una tarjeta de identificación", me soltó, al tiempo que me la mostraba. No te preocupes, que seré precavido, y andaré al quite.

Durante mi estancia en Londres di muchos paseos por los barrios de Covent Garden y el Soho. El encanto de este último barrio reside en su antañona forma de respirar. Hay respiraciones que exhalan un olor antiguo y nostálgico que te pone los pelos de punta. Sorprenden algunos bares por los gorilas que hay a la entrada de las puertas. Si te ven zarrapastroso o no les entras por el ojo, te obstaculizan la entrada. Aparte del Soho, guardo buen recuerdo del día aquel en que participé en el show de un tipo harto teatral y cómico, que me pidió que lo atara de pies y manos, primero  con una camisa de fuerza y luego con una cadena de hierro y un candado. Esto creo que fue en Covent Garden. Lo cierto es que me resultaba harto difícil comprender sus instrucciones. Pero hice "el mono". También me me resultaron atractivos sus pubs o public houses, tranquilos y agradables, enmoquetados y de madera, en su mayoría. Tienen estos pubs ese gusto ancestral y acogedor que invita al parroquiano a solazarse al amor de la lumbre. Ni que decir tiene que en período invernal tienen encendida la chimenea. Me encantó el Lamb and Flag en Covent Garden. El “Cordero y Bandera” data del mil seicientos y tantos.
           El pueblo londinense (que curiosamente está conformado por toda una suerte de razas) no me pareció excesivamente amable, aunque el paisanaje me atendiera, salvo excepciones, con discrección y buenos modales. 
            En Londres me imaginé dentro de una película en Hyde Park, navegando por el Lago de La Serpentine, buceando tesoros escondidos. Acaso nadando abrazado a una sirena que chupa ginebra y  come  queso semicurado en el parque de Regent’s.     



Londres siempre fue un sueño, tal vez reescrito por Dickens en el desván de las promesas y juguetes que hacen muecas al destino. Esperaba mucho. La próxima  vez viajaré a Londres en verano. Entonces, y a buen seguro, me encontraré con una ciudad más bulliciosa y teatral. Entonces sí podré disfrutar de los mimos al aire libre en sus muchos y extensos parques.
         También hubo un tiempo en que esta ciudad fuera no más un escenario de marionetas y borrachos que jugaban al pócker, alumbrados por candiles y cervezas tostadas... Los fantasmas londinenses tocan a la puerta del vecino una vez cada día. Suelen hacerlo de madrugada, a las seis en punto, cuando las palomas flotan en el Támesis, que discurre barroso y lento por mi cauce de ilusión y sueño. 

El verdor londinense me hace ser vegetariano: “please, vegetable curry and rice”. La comida inglesa es de fácil digestión. El Eros de Piccadilly no logró herirme con su flecha. Me quedé a verla venir. Quizá no tenía ganas de sangrar. Hubiera preferido rasgar la punta de mis sueños, enrojecer la médula, traspasar el umbral rojo.

Cuando abandoné la ciudad, sentí nostalgia. Viajar siempre deja huella. Viajar es sentir,  y a uno le gusta sentir. Algún día volveré a London y visitaré la morada de Freud y la periferia campestre de la capital inglesa.