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martes, 26 de noviembre de 2024

Salamanca fluyendo por las arterias de mis sueños

 

El fin de semana en Salamanca, del viernes 8 al domingo 10 de este mes de noviembre, ha sido estupendo. Me prestó mucho, porque, además, ya hacía algún tiempo que no estaba en la ciudad charra, donde viviera momentos inolvidables en mi época de estudiante de posgrado, como he dejado constancia asimismo en Mapas afectivos. No en vano, Salamanca es un mapa afectivo, un territorio emocional. Y siempre lo será porque ha calado hondo en mi ser.

Qué cursilondio me ha quedado esto último. Bueno, quizá me he dejado llevar por el cauce del sentimentalismo (esto del cauce acaso tampoco sea adecuado ahora que en Valencia han sufrido riadas espantosas y mortíferas. Mis mejores deseos para los familiares de las víctimas y damnificados). Y es que uno, tal vez, es un sentimental. 

Sea como fuere, Salamanca me marcó en mi etapa como estudiante de posgrado. Y eso se queda grabado en la retina de la memoria emocional. 

El motivo de este reciente viaje -siempre suele haber un motivo o motivación- fue la reunión de alumni o antiguos alumnos de la Universidad de Salamanca (como lo fueran en su día los poetas Góngora y San Juan de la Cruz), la reunión de diversas promociones y carreras. Con lo cual fue un festejo por todo lo alto. Con comida y visitas a lugares varios, incluso con concierto incluido en el mítico Camelot. Un chute de buena energía, habida cuenta de que en esta  ciudad he vivido momentos maravillosos. Lo cierto es que, después de tantos años, sigo fascinado con la belleza de esta ciudad, que por instantes me hace recordar la belleza carnal de Roma. Del cielo de Salamanca, que volví a visitar una vez más, a la capital italiana. En este caso con el Tormes del Lazarillo fluyendo por las arterias de mis sueños. O algo tal que así. Y por supuesto recordando a los grandes de Fray Luis de León y Unamuno en esta nivola (con un guiño a su Niebla) que es la vida. 


En medio del Patio de Escuelas, junto a la fachada plateresca de la Universidad de Salamanca, está el visionario profesor y poeta Fray Luis de León, al que vemos con la mano tendida, apuntando hacia adelante y con la cabeza mirando a la fachada, donde se halla la famosa rana que simboliza, al decir de algunos, la lujuria y también la muerte, por hallarse encima de un cráneo. 

"Decíamos ayer", eso nos está diciendo, valga la redundancia, Fray Luis, una ironía que luego utilizó cuatro siglos después Unamuno. 

La visita a la casa-museo de Unamuno, a través de las explicaciones de un guía apasionado de su figura y de su obra, fue una experiencia extraordinaria, tanto que despertó mi curiosidad por volver a leer y releer algunas de sus obras como La vida de Don Quijote y Sancho, San Manuel Bueno, mártir, Del sentimiento trágico de la vida, La tía Tula, Por tierras de Portugal y España, Cómo se hace una novela, o su nivola Niebla, que por lo demás da nombre a un bar de la ciudad situado enfrente del Camelot, donde, como ya dijera, asistí a un concierto para los alumni de la universidad. En la plaza en que se halla el Camelot también está una estatua dedicada a Unamuno y la casa donde vivió en su última etapa, justo al lado de la casa de las muertes, habida cuenta de que posee cuatro calaveras talladas en piedra que parecen colgar de las jambas de las dos ventanas superiores de la fachada.  

La visita a la casa-museo de Unamuno, situada en la calle Libreros, 25, al lado de las Escuelas Mayores (edificio principal de la universidad, donde se halla la rana), me entusiasmó a la vez que despertó mi curiosidad por ver las películas y documentales que se han hecho en torno a este excelente escritor de la Generación del 98, el cual sentía devoción por la obra del filósofo danés Kierkegaard, y fue además Rector de la Universidad de Salamanca.
Una pena que Don Miguel falleciera el último día de 1936, tal vez de melancolía, o bien porque se lo cargaron quienes no soportaban que fuera un espíritu libre, un gran pensadora. Después de ver el documental Palabras para un fin del mundo -realmente interesante- uno está convencido de que le dieron matarile a Unamuno. 
Casa museo Unamuno

Se certificó su muerte como una rara hemorragia bulbar y encima no se le hizo autopsia, lo que nos hace sospechar de un asesinato, presuntamente asesinado en su casa de la calle Bordadores por el falangista Bartolomé Aragón.  
Ahora me queda por ver La isla del viento, la película que se filmó sobre su destierro en Fuerteventura, destierro causado por las criticas que el filósofo vasco lanzó contra el régimen de Primo de Rivera. 

La visita a esta casa museo de Unamuno me ha estimulado para volver sobre su obra literaria (acabo de releer San Manuel Bueno, mártir, cuya narradora es Ángela Carballino) y ver por primera vez Mientras dure la guerra, de Amenábar, que, a decir verdad, no me ha impactado como pensaba, aunque me ha gustado adentrarme en sus escenarios, después de mi reciente visita a Salamanca. Quien sí me ha impactado, incluso me ha sobrecogido, es la interpretación del actor Eduard Fernández encarnando al espantoso, al bárbaro Millán-Astray, quien gritó aquello de "¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!".  
Me espeluzna sólo al escuchar y escribir esta maldita frase. A lo cual replicó Unamuno con valentía: "...Había dicho que no quería hablar, porque me conozco. Pero se me ha tirado de la lengua y debo hacerlo. Se ha hablado aquí de una guerra internacional en defensa de la civilización cristiana. Yo mismo lo he hecho otras veces.

Pero ésta, la nuestra, es sólo una guerra incivil... Vencer no es convencer, y hay que convencer sobre todo. Pero no puede convencer el odio que no deja lugar a la compasión, ese odio a la inteligencia, que es crítica y diferenciadora, inquisitiva (mas no de inquisición)". 
Celestina
Sólo por la visita a la casa museo de Unamuno ya se hubiera justificado esta visita a Salamanca, pero además pude recorrer algunos lugares emblemáticos, como el jardín de Calixto y Melibea, con la Celestina como guardiana de dicho huerto-mirador. O bien el patio de las Escuelas Menores, el claustro de Fonseca, la casa de las Conchas, la casa Lis, y el café Novelty, en la bella Plaza Mayor, donde Torrente Ballester está sentado fabulando con el realismo mágico.
Torres Villarroel
Incluso visité por primera vez, gracias a las visitas guiadas, el cerro de San Vicente (yacimiento arqueológico, situado en el barrio Vaguada, en el que se pueden contemplar los restos de la primera población salmantina, de la  I Edad de Hierro, entre los siglos VII a.C. y IV a.C.; desde el cerro se tienen excelentes panorámicas, también al instituto de la Vaguada, donde hice mis prácticas del CAP-Certificado de Aptitud Pedagógica), o el pozo de las Nieves (uno de los monumentos más desconocidos de la Salamanca del siglo XVIII, una espectacular construcción, de más de siete metros de profundidad cubierto por una bóveda de pizarra, en la que los antepasados almacenaban y conservaban la nieve que traían sobre mulos desde las sierras de Francia y Béjar para convertirla en hielo, aparte del entramado de galerías subterráneas que pueden visitarse). 

Me gustó sobre todo compartir viandas y charla con gente con la que uno siente afinidad, incluso con quien comparte memoria emocional. 
Volveré, siempre que pueda, a la ciudad del polifacético Torres Villarroel y de El Lazarillo: "...a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo  de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre, y fue de esta manera: mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de proveer una molienda de una aceña que está ribera de aquel río, en la cual fue molinero más de quince años; y estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mí, tomole el parto y pariome allí. De manera que con verdad me puedo decir nacido en el río".

sábado, 2 de noviembre de 2024

Héctor Alterio, un actor colosal y entrañable

*En la foto con Héctor Alterio y los amigos argentinos Edmundo y Nidia Beltramo

 El pasado martes tuve la ocasión, gracias a una buena amiga que me avisó, de ver al colosal actor Héctor Alterio en el teatro Bergidum de Ponferrada. Y al verlo me acordé de inmediato de esa película sobrecogedora que es El hijo de la novia, interpretada asimismo por la genial Norma Aleandro, que también llegó a estar en el teatro Bergidum hace años. https://cuenya.blogspot.com/2014/10/el-hijo-de-la-novia.html 

Por cierto, Fernando Castets y Juan Vera, coguionista y productor respectivamente de esta película, estuvieron hace años en la Escuela de Cine de Ponferrada para impartir una clase magistral. Los recuerdo con afecto. 


Asimismo, recuerdo a la diosa de la interpretación Norma Aleandro. "Tener la ocasión de ver a Norma Aleandro en el Bergidum es como un sueño enternecedor. Estar cerca de Norma es como estar enfrente de una de las mejores actrices del mundo, como dijera Luis Ángel, un alumno de la Escuela de Cine. Estoy de acuerdo contigo, Luis, que Norma no tiene nada que envidiar a ninguna actriz de Hollywood ni de ningún star system", llegué a escribir en su momento en Diario de León

https://www.diariodeleon.es/bierzo/41101/503060/enganchados-cine-teatro.html

Cabe recordar que Héctor Alterio no sólo trabajó con Norma Aleandro en El hijo de la novia sino en otras películas como La historia oficial, de Puenzo (Óscar a la mejor película de habla no inglesa en 1986), o bien en La tregua, basada en la novela homónima del escritor uruguayo Benedetti. 


El asunto es que Héctor Alterio, con 95 años, que se dice pronto, ha estado presente en muchas grandes películas como Cría cuervos de Saura, o bien en películas de Gonzalo Suárez (quien fuera director honorífico de la Escuela de cine de Ponferrada) como El detective y la muerte o Don Juan en los infiernos, y me emocionó con su puesta en escena el pasado martes en el teatro Bergidum de Ponferrada, acompañado por un virtuoso pianista llamado Juan Esteban Cuacci, que lo guio en todo momento en este viaje emocional desde Buenos Aires a Madrid, con vuelta a Buenos Aires. Un viaje, donde tiene gran importancia la música del maestro Piazzolla (ahora mismo estoy escuchando la enternecedora pieza musical de tango Adiós nonino), que relata cuarenta años de la vida del entrañable actor. Y que por momentos se me antoja conmovedor. 


Un espectáculo, Una pequeña historia, con la dramaturgia de Ángela Bacaicoa, que es la compañera de vida de Héctor Alterio, el cual recordó al poeta León Felipe, que, como él, fue un exiliado político y un hombre de teatro, o bien al magnífico actor Juan Diego, que le ayudó a trabajar en España cuando llegó en los años setenta para presentar precisamente la película La tregua.  

*En la foto con Héctor Alterio y los amigos argentinos Edmundo y Nidia Beltramo (quienes también estuvieron este año en el Encuentro literario en Noceda del Bierzo. Muchas gracias).

https://cuenya.blogspot.com/2024/08/quince-anos-no-es-nada-encuentro.html

Fue una tarde-noche memorable. 

lunes, 28 de octubre de 2024

Otros tiempos en León, otros gustos y disgustos, por Gary Ferrero


Gary Ferrero, con un estilo desenfadado, rememora aquel León que viviera en su infancia y adolescencia, incluso ya siendo universitario, y nos lo muestra sobre todo con humor. Un relato sobre otros tiempos, donde el autor muestra de un modo deliberado todo aquello que le gusta y le gustaba, así como aquello que le disgustaba.

         (Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)

Hubo una época, perdida en los albores de mi ya remota pubertad, en que me gustaba leer a Enid Blyton y a Martín Vigil y a JJ Benítez y a Erich Von Däniken. Y escuchar a José María García y a Jiménez del Oso. Con mis colegas, ansiábamos ver ovnis e incluso ser abducidos por los extraterrestres. Nos impresionó Uri Geller y su mentalismo en el Directísimo de José María Íñigo. Algunos chavales dijeron haber doblado la cuchara y otros arreglado el reloj del abuelo, lo que fueron la envidia del resto.

De las lecturas obligatorias gocé con el Lazarillo y La vida del Buscón, pero la que me más hondo me llegó y me fue abriendo a un incipiente mundo de adultos fue San Manuel Bueno, mártir. También buceé con avidez por las líneas intrincadas del Quijote, la Esfinge maragata o El Señor de Bembibre, todas ellas por influencia de Bonifacio, un paisano de mi pueblo que, a base de leerlas y releerlas miles de veces, se las había aprendido casi de memoria. Acostumbraba a conversar sin tiempo e ilustraba permanentemente sus pláticas callejeras con pasajes de esas tres obras maestras.

No me gustaba ir al colegio, y más si ese colegio es un internado al que te envían con nueve tiernos añitos porque eres un zascandil indomable, vamos, lo que hoy denominaríamos un TDAH de libro. Y más aún si el régimen del tal internado se había quedado anclado en un inmediato pero obsolescente pasado.

         Pero, en ese mismo medio hostil y decadente, aprendí a sacarle el gusto a pequeñas cosas como a un exquisito —y exótico para mí— foie gras que servían en el desayuno; y al tulicrem y a la mermelada de melocotón que traía trocitos crujientes de esa fruta trufando una deliciosa melaza; y a los bocadillos de mejillones en aceite o escabeche del bar de los Scouts.

         Me encantaba la voz de aquel mendigo que, de tanto en tanto, aparecía por las cocinas del colegio. A cambio de la comida, le invitaban a cantar para nosotros. Entonaba como nadie y como a nadie nunca oí aquel pasodoble: “Están cayendo flores sobre la arena, premiando la faena en el redondel, Manuel Benítez El Cordobés, domina los toros con gracia y salero…”. Y a Suso, siempre Suso, con su bandeja de aluminio sobre la mano izquierda, su sonrisa permanente, sus ojos saltones y vivarachos y sus gafas de culo de botella.

         No sé lo que daría hoy por otros bocadillos, aquellos de calamares que servían en el bar New York y, no te digo nada, de los de pulpo guisado con pimentón. Me gustaban sobremanera los pepitos recién hechos, y con su crema pastelera aún calentina, de la pastelería Sanvy. Eran lo más parecido a la ambrosía repostera de algún dios goloso en un olimpo ignoto. Y los perritos calientes de la sala de juegos América, en el pasaje de Ordoño una novedad insólita para un rapacín proveniente de la Edad Media, que aún pululaba en la profundidad de la estepa paramesa. 


         Nos gustaba buscar pene, vulva y ramera en el diccionario VOX. También en inglés; y en francés; y hasta en griego. Y nos excitábamos con ello. ¡Qué cosa! ¡Eh! Un día un chaval, un poco mayor que nosotros, nos dijo que qué era eso de las pajas y cómo había que hacérselas. Él empleaba un método antediluviano similar al de los hombres primitivos para hacer fuego. Pronto descubrimos que había formas mejores que las que aquel muchacho iluminado trataba de inculcarnos.

         Recuerdo con un cierto mal regusto las salidas a comprar chuches en los recreos al Pollero. Caramelos de Melampine, eso solíamos pedir. “Quetelampinetuputamadre”,  contestaba él —cuando alguien formulaba el deseo con ese específico término— ante el gesto de asombro y desaprobación de su abnegada mujer. Ella lo acompañaba permanentemente en su negocio callejero consistente en un carro de los que llevaban antaño los repartidores delante de la bicicleta, una mantona para protegerse de los chuzos de punta meteorológicos que han sembrado desde siempre este León nuestro y una lona para resguardar la mercancía. Ellos mismos eran la bicicleta. Empujaban el carro repleto de género, de manera fatigosa —los dos parecían ancianos ya y él, a mayores, sufría problemas de movilidad manifestada en una cojera renqueante y bambolera— hasta llegar a la puerta del colegio. Allí se apostaban a la espera de clientes, que en su mayoría eran infantes de extracción pija, hiciera el tiempo que hiciera. Ni las nevadas más copiosas, ni las más crudas heladas, ni las lluvias más pertinaces hicieron cerrar el negocio a la peculiar pareja ni un solo día. El Pollero, después de unos profundísimos carraspeos con gorjeo incluido, solía lanzar unos lapos viscosos y contundentes y echarlos a correr sobre el asfalto de Álvaro López Núñez, tal vez de ahí su cariñoso apelativo. También nos hizo descubrir el poder de corrosión que, una sustancia tan inofensiva como la urea, puede tener sobre el cemento y el ladrillo. A base de eyecciones repetidas y constantes sobre la tapia de la Feve —que se encontraba justo enfrente— aquel hombre llegó a practicar un impresionante boquete en la misma. Cuando había adquirido las dimensiones necesarias, nos colábamos a buscar las pelotas que caían del patio a la brecha urbana que surcaba el Transiberiano. Así apodábamos nosotros a aquel obsoleto y rancio tren, con sus traqueteos y pitidos estridentes y sus asientos de barrotes de madera. Zapico y sus Deicidas supieron plasmar, años después, todo el misterio, y aún la mística, de aquella serpiente minero-siderúrgica que tanta gente traía de los pueblos a León y tanta se llevó a las Vascongadas y a Santander.

         Recuerdo con nostalgia, y un enorme cariño, los ganchos de derechas de Kliford en la canasta del patio central. La del sur. Siempre en esa. No sé muy bien por qué. “¡Te hecho una partida! ¡A míl! ¡Pollopera! ¡Te deshidratas con mucha facilidad!”, solía decir con una entonación peculiar e intransferible y con su brazo izquierdo inutilizado, tal vez de nacimiento. Por eso lanzaba ganchos y por eso se hacía llamar así. Kliford era un niño grande, un niño preso en una enorme y contrahecha anatomía de adulto. Tenía vía libre y carta blanca para usar el patio y nosotros lo adoptamos como un compañero más. El mejor y más querido. Otro que también carraspeaba y mucho era Demetrio, el bedel, cuando usaba la megafonía: “¡Amós Lea, Amós Lae, tiene conferencia! O ¡Secundino Lego, Secundino Lego, pase por la portería!”.

        Nos hacía tremenda gracia el loro del hermano Félix cuando silbaba a alguna madre potentona y potentada, que se colaba en el patio para buscar a su niño y luego iba a quejarse a dirección porque creía que habíamos sido uno de nosotros.

        Nos llevamos una inmensa alegría cuando, por fin, murió Franco. No porque nosotros entendiéramos de política, sino porque nos dieron una semana entera de vacaciones. Aquel inmenso gozo se vio un poco aquietado porque una de las cosas que más nos gustaba hacer en casa era ver la tele; y toda esa semana nos hartaron de música militar y noticias y misas y funerales del dictador. En blanco y negro. Mejor dicho, sólo negro. Un luto forzado al que no prestamos la más mínima atención. La calle lo ganó.

         Es verdad que vivimos el asunto con un poco de incertidumbre pues los mayores, ya antes del desenlace —no me atrevo a decir que fatal— no paraban de vaticinar una guerra civil a la muerte del paisano. Por encima de los miedos empezó a atisbarse un tiempo nuevo y pronto los cambios empezaron a abalanzarse sobre la vida civil y política. Pero sólo en la calle porque intramuros del internado no había guiño alguno a ninguna transición ni nada que se le pareciera; y si alguien, ajeno o propio, asomaba entre las encorsetadas estructuras de mando del colegio con ansias de renovación, enseguida le eran aplacadas por una misteriosa autoridad superior a base de zarpazos. Miento. Hubo un cambio deslumbrante dentro del régimen interno que, aun así, seguía siendo antiguo y rancio en grado superlativo, y es que el administrador decidió estirarse e invertir en una flamante Telefunken Palcolor de las primeras. Se la compraron al padre de Justo. Fue como un abrazo de oso para tenernos más amarrados aún, pero el programa Un, dos, tres de Chicho y sus chicas no volvió a ser el mismo desde entonces y nuestras vidas tampoco. 


         Se nos removía el estómago con una clandestina emoción cuando salíamos al quiosco de Tiquio a ver las portadas del Interviú y las de Play Boy. Y luego las del Penthouse y Lib. Santo cielo. Los curas pusieron a Tiquio en la lista negra. Pero aquel paisano de Trobajo se convirtió en nuestro ídolo a base de transgresión.

         No me gustaba nada distraer algún ejemplar de Don Balón de una librería cercana, pero disfrutaba como loco de aquel innovador e impactante grafismo y de una información futbolística con enfoque diferente. Y tampoco chupar el vino a lingotazos furtivos en un extremo de la barra del Miserias, aprovechando que Primitivo entraba a la cocina. Pero cuando Falo lo hacía, todos le reíamos la gracia a carcajada limpia, porque se trataba de eso y no de beber un vino peleón e insufrible. Y, además, al protagonista del asalto etílico no le gustaba el vino, ni el bueno ni el malo.

     Me impactó La guerra de las galaxias en el cine Pasaje y El cazador en el cine Abella, pero lo que realmente me removió mis fibras más internas y me hizo chiribitas en el estómago, en el vientre y en el corazón, fue el estreno de Emmanuelle en el cine Condado. Desde entonces llevo fijada en mi cerebro aquella alocución que se oía antes de apagar las luces y que una voz impostada locutaba con una entonación especial: “Señoras, señores, les rogamos ocupen sus asientos, la proyección va a comenzar”. Cada vez que la recuerdo me vienen a la cabeza aquellas fascinantes escenas y la geografía humana poco agreste pero tremendamente excitante de Sylvia Kristel y sus compañeras de reparto. Y así fuimos creciendo y alimentando de emociones una indómita pubertad.

        Ya en COU, fuera del colegio, aunque dependiente de él, descubrimos por fin lo que era compartir aula con las congéneres del sexo contrario. Me enamoró una preciosa muchachita de larguísima y tirabuzonada melena rubia, a la cual veía tan inalcanzable que nunca me atreví a manifestarle aquello que debía ser amor. Mejor para ella y también para mí porque, por entonces, no hubiera sabido gestionarlo ni por asomo.

        Recuerdo que un día algunos de mis compis se encontraban muy compungidos porque había muerto un tal John Lennon al que yo no conocía. Pero claro, yo no tenía hermanos mayores y en casa no había dinero para tocadiscos, ni equipos de música, ni gaitas de esas. La pena, la de ellos y la mía solidaria, la decidimos clamar en el bar Flórez. El dueño, ya mayor, se volvió loco con las estrambóticas demandas de aquel tropel de adolescentes. “A mí ponme una vaca verde. Pero qué dices, qué es eso. Pues qué va a ser, menta con leche. Joder. A mí un San Francisco. Eso sí sé lo que es, pero igual no coincide con lo que tú quieres. A mí un Bacardí cola. Por fin uno con la cabeza en su sitio, sí señor. A mí ponme un lima con tónica. Faltaría más, no podías repetir lo del anterior ¿verdad? Pues yo quiero un ron con piña colada. Y a mí un bulumba. Eso también lo conozco”.

        Cuando llegó mi turno, el cantinero estaba hasta los bigotes de aguantar púberes imberbes. Aturdido por la diversidad de comandas y por el punto etílico que empezaba a reflejarse en el tono pastoso de su habla, dio un cabezazo hacia arriba inquiriéndome a mí, que era ya el último, como esperando un nuevo exabrupto coctelero. “Ponme un Alicao con cuarenta y tres. ¿Cómo, cómo? ¿Piña con qué, dijiste?”.

         Luego, en la Uni, ya sin ataduras, vinieron las noches en el Cecan y aquel ambiente alternativo y transgresor y los ojos de una universitaria divina a la que en un alarde de ñoñería colosal acabé apodando “Ojospreciosos”, así, “todojunto”. Tampoco me comí un torrao. Normal. Y las manifestaciones y huelgas dirigidas por Quini. Aquel demonio rojo y malo que nos habían pintado en el colegio. Quinidio era un activista de izquierdas que nos conquistó con su personalidad arrolladora, su verbo fácil y su destreza para moverse en la calle y en los despachos. También llegó a ser un héroe para nosotros, casi al nivel de Tiquio. “¡Qué quriosa quonincidencia qualitativa!”. 

        En esta época mis gustos literarios ya habían cambiado. Leía mucho panfleto, pero lo que realmente me flipaba eran los libros de la colección Sonrisa Vertical y Lolita de Nabocov y Las edades de Lulú y Trópico de Cáncer y Diario de una ninfómana. Pero continuaba leyendo pasajes de el Quijote, El Señor de Bembibre y de La esfinge maragata para poder debatir con Bonifacio.

         El pueblo, la ciudad, el atraso y el progreso, la libertad salvaje y los muros que le ponemos. Todo es relativo y discutible. Lo que nos gusta y lo que no nos gusta. Todo nos ayuda a crecer y a entender y a entendernos; y a ser lo que llegamos a ser y a cambiar y a volver a equivocarnos, a vivir ¿Qué sería de nosotros si sólo hiciéramos lo que nos gusta? ¿En qué clase de monstruos nos llegaríamos a convertir?