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domingo, 24 de marzo de 2019

Oporto, siempre

Oporto o Porto, ciudad relativamente cercana a nuestra tierra del Bierzo, sigue fascinando al viajero, que se siente en un lugar familiar y a la vez impregnado de exotismo, también de decadencia aun en su centro histórico (con sus azulejos y sus tendales a claras vistas), incluso de olas poderosas en la desembocadura del Douro, en ese océano Atlántico que mira de frente a América. 

América, el gran mito, como lugar al que fueran a parar muchos emigrantes, sobre todo a principios y mediados del siglo XX. 
América como la tierra prometida para un sinfín de europeos, entre los que cabría incluir a los españoles. Y, entre estos, a los bercianos, incluso de Noceda. Como el gran Pachín. O mi bisabuelo Gabín en el Canal de Panamá. Y en Cuba, creo recordar. O bien mi padre en el Brasil. 

Por eso Oporto, como Lisboa, me hacen soñar con su mirada hacia el Nuevo Mundo, ese Oeste colmado de futuro. El Oeste es lo mejor. The west is the best. 
El Oeste y aun el Noroeste como espacios legendarios, que tocan nuestras venas. Y nos insuflan vida. Ese Noroeste literario del que nos hablara el maestro Pereira, ingenioso y entrañable narrador villafranquino. 
Y Oporto, que es un río de oro, regado con excelentes vinos, forma parte de nuestro imaginario, de nuestro espacio mítico. 

Ese río, que nace en la serranía soriana, sigue su curso por Burgos, Valladolid, Zamora y Salamanca (extraordinarios sus Arribes) en tierras españolas. Y continúa por el país vecino y hermano atravesando tierras trasmontanas hasta llegar a dar a la mar, que es ese lugar del que brotan los sueños y un universo fabuloso poblado por monstruos sagrados. 

Oporto o Porto es río y puerto y mar, con sus puentes, con sus fortalezas y palacios, con su anémona, con su luz melancólica y su aroma a pasado imperial, azulejado por el tiempo presente.
Oporto es una gran francesinha con regusto a comida casera. Y un sabor a café bailando en la lengua de los placeres en el Majestic, situado en la animada rúa Santa Catarina. 

El aroma a café, a buen café brasileiro, me trae recuerdos afectuosos.

En mis sueños sigo trepándome a un tranvía que me conduce al otro lado del mundo, cuya luminosidad colorea mi mirada.

Un tranvía que surca los mares, el océano Atlántico, con sus ritmos plateados, con su musicalidad añorada. 
Desde el mirador de la torre de los clérigos, Oporto se aparece como un tiempo carnal aderezado con la fluidez de los instantes placenteros. 

Desde Vila Nova de Gaia, con las estrellas de un firmamento enhiesto, Oporto me sabe a felicidad. 
Hay miradas que nunca se olvidan. Y hoteles, como el Yeatman, situado en una colina mirador, con su belleza lujosa, que tampoco se olvidan. O el Palacio de Freixo, que sigue atesorando el encanto de otra época, con su aristocrático perfil y sus jardines-terraza hacia el Douro. 

Hay tiempos que quedan para siempre en la retina de la memoria. 
La memoria de un Oporto ganado al mar. 

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