Este relatín lo escribí para la expo de fotos que realizara Julio Moro en Veguellina de Órbigo este año.
Érase una vez un país azul y verde, luminoso, en el que sus habitantes soñaban con un tiempo de felicidad, a la sombra de negrillos centenarios.
Vivían tranquilos, en armonía con la naturaleza, disfrutando de bellos días y estrelladas noches, bajo un firmamento protector, sintiendo la brisa acariciadora de un aire puro, oxigenante, y las arrulladoras aguas de su río y sus regueras.
Hasta que un buen día, a alguien se le ocurrió la idea de acabar con la serenidad y la pureza de este lugar, construyendo unas chimeneas en medio de un paisaje esplendoroso, coloreado con la tinta de la ilusión y la bonanza.
Entonces, sus gentes se sintieron desconsoladas por tamaño desaguisado. Y pidieron auxilio a sus jefes, que no quisieron escuchar las súplicas de su pueblo.
-No podemos ni queremos convivir con estas chimeneas –habló con templanza uno de los habitantes de aquel país-. Pero su voz no fue escuchada, salvo por un hombre, de aspecto bonachón, con la aguijada en mano, que pastoreaba su ganado en una braña cercana.
-Esto será el comienzo de algo imparable -sentenció, sabio, aquel pastor risueño y aguerrido, que disfrutaba contemplando a sus vacas, que pacían sonrientes en verdes y abundantes praderas a orillas de un pequeño río.
A partir de aquel día, en que las chimeneas irrumpieron en medio del paisaje, a resultas de los intereses de unos pocos atrevidos, la vida dejó de ser la que había sido hasta ese momento. Y todo se tornó grisáceo, incluso negro como el carbón. El cielo se cubrió de cenizas, los montes palidecieron, el agua del río y los arroyos se evaporaron y los habitantes de aquel país, salvo los mandatarios y sus arrimados, perdieron su aliento y las ganas de seguir viviendo. Sus pulmones se transformaron en nata negra.
Ahora, el país de azul y verde, luminoso, aúlla con la tristeza inmensa de un lobo ferozmente herido desde el fondo oscuro de una realidad sepultada.
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