Abel Aparicio como maestro de ceremonias
Ayer jueves, día 30, nos dimos cita un buen puñado de amigos y amigas para recitar y leer textos y poemas en memoria de los desaparecidos y desaparecidas, víctimas del franquismo. Fue en Ponferrada, a orillas del Sil, mirando para el castillo templario, con la Victoria alada de Samotracia (una réplica of course) como símbolo de libertad.
Me alegró participar en este emotivo acto dándole voz a aquellos y aquellas que ya no podrán decir ni hablar. A todos y todas.
Cano García con Abel y Marco
Leyendo Memoria de los asesinados (y asesinadas)
Mi amigo Abel me pidió si quería colaborar con la ARMH, y escribí ex profeso este texto.
Bañados en sangre y lágrimas,
caminamos a tientas, en la oscuridad de la noche, en medio de un monte sin
esperanza.
Al otro lado, las hienas acechan tras
las sebes del odio, irracional, desmedido, en una arboleda perdida. El odio
incendia el matorral y calcina la memoria afectiva.
Hay charcas de sangre que siembran el
dolor en las cunetas, donde crecen flores muertas y arbustos escarchados.
La soledad y el miedo, en mitad de la
nada, acaban congelando nuestras entrañas, mientras nos perdemos entre la
niebla espesa en un invierno inacabable. Nuestras gargantas se resecan en
gritos silenciosos como lobos heridos de muerte. Ya no será posible el retorno.
No nos queda ilusión. Sólo miedo, un miedo atroz y un vacío inmenso, que revienta
como una herida profunda, salpicando la historia.
La guerra y las guerrillas fusilan los
sueños y la memoria. Y la crueldad se impone, amarga y viciosa, como una
bandera sangrienta. Chorrea el odio. Chorrea el crimen.
Las pozas, donde estamos enterrados,
supuran sangre coagulada. Las huellas de nuestra historia más reciente siguen
pesando como losas fúnebres. Los barrancos huelen a carne fratricida.
El eco infinito de los disparos
retumba en nuestro subconsciente colectivo, allá en lo alto de las peñas, acá
en el fondo de nuestra alma. Aún escuchamos los gemidos de los moribundos. Aún
sentimos el sufrimiento, una acidez que nos sigue doliendo en lo hondo del
corazón.
Al otro lado del olvido, las peñas y
las fosas adquieren formas humanas. Allí nos pudrimos los hombres y las mujeres
que ya no podremos soñar, con el rostro ensangrentado y las mandíbulas desgarradas,
tumbados, panza arriba, con una hinchazón de piedras y tristeza.
Hay charcos de sangre y paisajes de
tortura que inundan el tiempo de quienes ya no tendremos ocasión de amar:
asesinados, desaparecidas, paseados, inocentes, olvidadas: la fosa de los asesinados y las asesinadas.
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