Cada vez que oigo la palabra frontera me echo a temblar. Una experiencia de viaje inter-rail a su paso por la ex Yugoslavia, allá por año de mil novecientos noventa y tres, me dejó trastocado. Luego de mucho mareo fronterizo y corruptela al por mayor, al fin logré arribar a la ciudad de Budapest. Vaya viajecito. Como para no olvidar. ¿A quién se le podría ocurrir cruzar los Balcanes en época tan conflictiva? El asunto es que uno estaba en Atenas y quería llegar a la capital húngara. Cómo. Pues, echándose al monte, a pelearse con los gamusinos y las fieras. "No hay problema, amigo", insistió el revisor griego, que era un "vivalasvírgenes". Tú apoquinas, como un bendito, y hala... ahí me las den todas de un mismo lado... En realidad, este viajecito ya lo he contado en este mismo blog:
Toda frontera es como un obstáculo que nos aventuramos a atravesar, porque uno, en el fondo de su esencia, siente la necesidad de traspasar los obstáculos impuestos, de sobrevolar los límites escatológicos de la sin razón, de experimentar esa libertad que desde el poder, el que sea, se pretende coartar, cortar, aniquilar... Se nos imponen límites absurdos. Se entablan batallas estúpidas por fronteras. Se guerrea en nombre de un territorio, de una patria, que irremisiblemente acaba trastornando al personal.
Como nunca he creído en ninguna patria, ni en ninguna bandera, me resulta repugnante esto de andar batiéndose por un cacho de terreno. Incluso en el Bierzo, que a uno se le antoja lugar idílico, se libran batallas entre vecinos y aldeas hermanas. Espantoso. Algo así ocurre a menudo en algunas aldeas, a veces fantasmagóricas.
Resulta increíble que estas poblaciones, impregnadas de realismo mágico, se den de hostias por una puta cuestión de “términos”, rayas, cotos. Qué te digo que este monte es mío. Que no. A ver si te rompo la “crisma”. Tú que me vas a romper, si no eres más que un alma en pena. Pues mira que tú...
Toda frontera encierra en sí misma una trampa en cuyas zarpas podría uno quedar atrapado de por vida. Hay que andarse con mucho cuidado a la hora de intentar cruzar una frontera, aun cuando lo hagamos por la vía legal. Esto siempre conlleva un riesgo. Es el riesgo de los límites. Aunque pudiera parecer surrealista y kafkiano, en una frontera te pueden chingar bien chingado.
Cuando vamos a cruzar una frontera, siempre tenemos la impresión de adentrarnos en una jungla imprecisa, desconocida, en la que todo puede suceder. El cruce de una frontera puede llegar a ocasionarnos trastornos muy serios. Se nota, después de lo dicho, que nunca me han gustado las fronteras. Para qué vamos a engañarnos.
A uno le encantaría que no hubiera fronteras en el mundo. Pero esto es un sueño imposible, una quimera, y sobre todo una mirada inocente y amorosa a un mundo descompuesto, brutal y controlador. Cada vez que intentamos cruzar una frontera se nos ponen los “güevines” de corbata. No lo podemos evitar. Nos entra como una angustia irracional, un miedo inexplicable. Los aduaneros de turno podrían confundirnos con algún sospechoso o algún crápula. O simplemente podríamos caerles mal. Y a partir de ahí ya nos tienen empaquetados.
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