Luis Artigue en Villafranca del Bierzo-2010
Hace ya algunos años escribí esto sobre Luis Artigue en un periódico digital conocido como leonestrelladigital, que ya ni existe. En esa época no conocía a este escritor leonés, que a principios de septiembre estuvo recitando en Bembibre. Lo cierto es que me gustó cómo lo hizo. Y luego estuvimos charlando, también con su compañera Elena (que es un encanto) sobre las diferencias entre Oriente (verdad-interior) y Occidente (belleza-externa), Tagore (a quien supuestamente se le dedicaba el recital poético), Moscú, Mayakovski y Lorca. Casi ná. Lástima, Luis, que al final se nos quedara corta y cortada la "conversa" porque os teníais que ir a cenar con la concejala de cultura. Y eso que tú insististe en que me fuera/nos fuéramos con vosotros a cenar.
Vaya aquí este texto, que releído me late rabiosamente actual. Si es que la historia, la nuestra nomás, tiende a repetirse.
No conozco a ese joven poeta llamado Luis Artigue. O mejor dicho, no he tenido el gusto de saludarlo, porque alguna vez sí lo he visto en la noble y legendaria ciudad de León, una ciudad que sólo tolera a los jóvenes, según el propio Artigue, y en modo alguno los quiere. Estoy de acuerdo contigo, Luis, estimado paisano, en que hay jóvenes sensibilizados, con ganas de contar cosas y sin posibilidades de hacerlo, con muchísimas inquietudes culturales. Tengamos precaución, no obstante, cuando utilizamos el término cultura. No vayamos a pillarnos los dedos entre la puerta. “La cultura no es sino el cinismo que vestimos -nos dice el joven Julio Valdeón en su libro El fulgor y los cuerpos- para ocultar al mono primigenio”. La cultura, tal y como nos la venden, no deja de ser algo postizo.
Siempre ha habido jóvenes capaces de ofrecernos versos conmovedores. Eso no lo puede poner nadie en duda. Un joven, además, puede ser un excelente poeta, volvamos a Rimbaud, algo que por lo demás no suele suceder en la novela o en el ensayo, tal vez porque para escribir una novela uno debe haber vivido determinadas experiencias. Con la experiencia también es conveniente andarse con pies de plomo. “Estupidizarse por experiencia”, escribió Elías Canetti. Y puede que la novela no sea más que un compromiso burgués.
Henry Miller, a sus cuarenta años, sin embargo, escribió una novela magistral, Trópico de Cáncer. A los cuarenta años, si uno ha perdido su vida por delicadeza -como lamentaba Rimbaud-, ya se puede ser solemne, o sublime sin interrupción, como pretendiera Baudelaire. “Los seres humanos constituyen una fauna y flora extrañas. De lejos parecen insignificantes; de cerca parecen feos y maliciosos. Más que nada necesitan estar rodeados de suficiente espacio: de espacio más que de tiempo”, escribe Miller al final de su Trópico.
Da la impresión de que a los jóvenes no se les hiciera ni puto caso a la hora de encontrar un trabajo digno, un currito, nomás, teniendo que largarse de su tierra en busca del pan sagrado, que no es ningún tesoro escondido en ninguna isla misteriosa. Uno, que aún se considera joven, tuvo en su día que emprender rumbo fuera de su patria chica. Y hasta llegué a cruzar el charco, el mítico océano, siempre en busca de trabajo. Pues en nuestro país de colegueo, enchufismo y carestías varias a uno le resulta harto difícil hacerse con un cacho de pan, y ya no digo con un plato caliente. Parece que suena a chunga. Pero nada. En León, ya sea la ciudad o la provincia al completo, los jóvenes tienen el futuro por detrás, ya vivido, pasado de rosca y de gloria, con las puertas de la percepción cerradas a cal y canto. Y así no hay dios que salga adelante.
Para finalizar te diré, estimado Luis, que a la masa no le interesa ni nunca le ha interesado lo más mínimo la poesía, ese arte sagrado y sublime. A la masa lo que de verdad le gusta es devorar a los seres vivos, zamparse a los humanos, demasido humanos, en una suerte de antropofagia cultural, bestial.
Somos caníbales, que no reyes, y el sistema, nuestro sistema, es antropófago... por definición.
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