En cuanto llega el verano todo se resuelve por la vía de la fiesta, fiestina y jolgorio variado. En el Bierzo, al igual que en el resto de España, somos muy dados a engancharnos a peregrinajes y saraos musicales, porque el nuestro es a buen seguro el país del mundo que celebra más fiestas al y por año. Hay fiestas que tienen más de dos milenios de tradición -algunas bestialinas- y otras se inventan cada día a fuerza de meter el morro en el pozo, o lo que sea menester. Pero el asunto es darle estopa, andar de feria en carnaval, disfrazado de tratante de jatos o xatos, hecho un "pinsel" o "pinselita". Vaya. De lo que se trata, aquí y allá, es de ver y dejarse ver. Otra cosa es tocar. Y brindo porque esta vez me toca a mí, que ya iba siendo hora de levantar la copa y echarme un trago como mandan las diosas.
España (haylos y haylas a quienes cuesta escribir y pronunciar su nombre) quizá sea el país más festejero del universo conocido, porque vela cuando los demás duermen y come cuando otros trabajan. Ni tiempo tiene para hacer la digestión, sobre todo cuando se atiborra de "fabes" con "almejes" o garbanzos con pulpo. Su pariente, hablo de México/Méjico, también tiene un bien poblado calendario de fiestas. Y cualquier pretexto es bueno para salirse de madre, entrarle al mezcalito y montar parranda. ¡Híjole, güey, qué hocico de chile chilpotle se te puso, cabrón! Me vale madre, pendejo. Pues que valga. Octavio Paz en ese libro de cabecera que es El laberinto de la soledad nos dice que sus fiestas son su único lujo, "ellas sustituyen, acaso con ventaja, al teatro y a las vacaciones, al week end y al coktail party de los sajones".
Una carrera de burros (y burras) en Noceda, unas vaquillas en el barrio de Abajo, el juego de la rana en la plaza de cualquier pueblo, un concurso de siega de hierba en Pobladura de las Regueras, por ejemplo, una romería en Urdiales de los Montes, un conciertín en el Coco o en el Tararí y una noche templaria o destemplada -templándonos- en la capital del Bierzo, el santo Filindrín o la Santa Patrona de las Trévedes, amén de muchos otros corridos, son suficientes para que celebremos una fiesta por todo lo alto.
La comisión (a modo de voz subconsciente) os recuerda (por megafonía) que la fiesta la hacéis vosotros, los vecinos y vecinas, quienes os encargaréis de escotar y soltar la guita (qué hermoso nombre). Pues no está el horno municipal pa' bollos preñaos. Este año, como el anterior, como siempre, os las arregláis como buenamente podáis (puédais, que de este modo tan curiosín se dice en mi pueblo). El dinero se pinta, se inventa o se busca debajo del colchón, si es necesario (aunque bajo el conchón no haya res), pero la aldea, el concello, el pueblo, el barrio, la parroquia no quedarán sin rendir honores a su Patroncito o Virgencita del alma. Hasta ahí podíamos llegar. Y si el pueblo de al lado trae una orquestina de mala follá, nosotros, que somos altos y fuertes, contrataremos, por el mismo o igual precio, a una orquestona de esas que montan un gran escenario en el que lucen gachís de patorra y nalgamen, cuyas cinturitas dejarían sentado al mismísimo Messi, que ya es decir mucho. Que se note que somos (semos) gente de arrestos, viajada, instruida, para que no demos la impresión de que, llegado el caso, no tuviéramos donde caernos. Y vaya si lo haremos, aunque nos cueste un ojo de la cara y aun otro del clarín clarete.
Un día de fiesta vale más que mil de funerales, que digo, un día de fiesta (ahora me viene a la memoria Jacques Tati) vale un imperio. Y que nos quiten lo bailao, que lo elevado, elevado va, vaca "palantre", leche. Así se las gasta el gentío.
Entre verbenas, tamborradas, corridas, pasacalles, procesiones, desfiles, sardiñadas y otros muchos festivales de música rock, pop, folk... andamos más corridos que unos zorros en busca de gallineros, no acertando en verdad adónde apuntar(se) o encaminarse (la procesión va por dentro y la curda aflora hasta en la jeta).
Uno no sabe si revolcarse en el lodo mientras intenta agarrar al cerdito Ronchín -es un decir- o participar en el concurso de camiseta rociada con alcohol de noventa y más grados en una disco o "pufo". Las fiestas se han vuelto y revuelto: una auténtica mina para la explotación política. Y un tema sociológico de envergadura (enverga... qué).
Las fiestas, por lo general, suelen ser divertidas (vaya "rebuznancia") y con ese fin se hacen, o eso parece. Aunque en ocasiones -cabe recordarlo- la alegría acaba a reventones, cuchilladas, hostiazos, pisotones, avalanchas. Como hemos visto y sabido a lo largo de los años. Por desgracia, también esto forma parte de la fiesta y los festivales, mal que nos pese. Quienes acuden a estos festivales no lo hacen con afán marrullero, nomás quieren desatarse del yugo, liberarse de las cadenas, salirse de la raya, excederse, al precio que sea, pasárselo puta madre, guay, tronco, tronca, colega, traspasar el muro de la incomunicación, el túnel de la soledad, el enganche psicodélico a lo rutinario, a un trabajo basura, a una vida sin estimulos. El personal necesita desfogarse, entrar en éxtasis, bailar la danza de la muerte. ¡Pero cómo somos los humanos, demasiado bestiales! Lobos y lobas esteparios en busca tal vez de una supuesta felicidad. No en balde, la fiesta, la "love parade", los festivales permiten al paisanaje reunirse y amarse (o darse guamazos, it depends). Lamentable, sin duda, que el meeting se convierta en un desvarío. Ahora toca el Festival de Ortigueira. ¡Qué siga la fiesta!
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