Este texto fue inicialmente publicado en el Filandón del Diario de León, bajo el título El Portón. Ahora reaparece con un leve retoque.
Este es el aroma a madera envejecida, en medio de las ruinas, este es el crujido tal vez áspero de un portón cuarteado o de un cuarterón porteado, testigo de otra época, de un espacio amasado con bravura por nuestros antepasados, el olor quizá ferruginoso de una aldabina, que sirve como cerrojo, y de un candado, que un día, en algún momento, pudo ser útil, y que ahora sólo parece reliquia, pieza museística, que atrajera la atención de los curiosos.
Ese intento de trancar una puerta, como sea, aunque para ello tengamos que atravesar un palo cualquiera a modo de refuerzo, nos invita a traspasar el umbral de lo íntimo y nos adentra en los secretos de lo primigenio, en busca sin duda de un tiempo que fue, y que nos devuelve a una infancia tiznada con las brasas de una lumbre baja, sobre la que aún caldeamos nuestros recuerdos y avivamos los ánimos, y la imagen tenebrista de una casina con sabor a embutido ahumado con leña de roble, situada en alguna aldea dormida, que sigue rumiando su letargo, en medio de un bosque centenario, donde canta el urogallo y brama el silencio como un animal abatido.
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