Llega la Navidad subida a hombros de Papá Noel cual torero engalanado y satisfecho luego de haberle cortado el rabo y las orejas al torito de las lunas crecientes. El toro cubista de la rebelión.
La Navidad, al igual que otros toreros, también se viste de luces, y nos deslumbra con sus capotazos. Olé tus verónicas. Llega la Navidad, un año más, a este puerto de nieves y de glorias en el que los osos bailan una danza ancestral a ritmo zíngaro. Quizá los osos de los páramos y los gistredos canten villancicos a las musarañas, si los dejan cantar en paz. Mientras tanto, Papá Noel sigue apareciéndosele sólo a los niños ricos y pijos de este mundo hecho sólo para quienes atesoran capital en las arcas de los colosos bancos y bancas. Este señor Noel, padre de algunos angelitos, no es como esos santos que sólo se le aparecen a los niños pobres, ávidos de ilusiones y llenos de esperanzas, pobres que buscan consuelo en lo sobrenatural. Como es lógico. Los niños pobres, haciendo corazón y pulmón de tripas retorcidas, se quedan de pie, al sereno, en el balcón de los recuerdos, esperando que a algún Noel despistadillo se le caiga un regalito de las alforjas de su odre repleto de aguinaldos. Los pobres, como siempre, se pasan la noche en vela, al amor del frío, intentando acariciar las estrellas que lucen firmes en este universo de estrellados. A la mañana siguiente, el niño pobre, al fin, logra acariciar el “cagajón” de un asno. ¡Pero qué mierda es ésta! ¿Por qué Papá Noel siempre se fija en los mismos?, se pregunta, con gesto aturdido y desconsolado, ese niño pobre al que la fortuna no le ha sonreido, y seguramente nunca le sonreirá. Qué triste es la Navidad en el país de las mareas negras y los oleajes convulsos, corral donde sólo luce el sol para los mismos y gallinero en el que triunfan los frikis y los tiburones. Como en la mayor parte de los sitios.
La Navidad, en todo caso, debería servir para alimentar a todos esos seres que no tienen un cacho de pan que llevarse a la boca. Pero el cuento de la Navidad, queréis que os cuente el cueto del allo capón... sigue funcionando en nuestro mundo consumista, que revienta su sentido de la vida por todos los poros del alma. Me gustaría que la Navidad -esta Navidad en concreto- me ayudara a creer en los Reyes Magos de Oriente, y aun en otros reyes que en el mundo son. Pero como uno es de natural descreído, algo nihilista y ateo, no resulta nada fácil. Quisiera creer, mas no me llegan las creencias por la vía de la fe. Ni siquiera por otras autovías de conocimiento. Visto el panorama de basuramen que nos envuelve, hasta hace unos días asomaba la basura por los contenedores de Pons Ferrata, no hay quien se crea un carajo. La vida es más sencilla cuando uno cree en algo o en alguien. Y la Navidad se torna más poética y más alegre cuando uno la vive de espaldas al sarao insoportable que nos venden los gerifaltes de este capitalismo salvaje, caníbal, demoníaco, sacado de un esperpento valleinclanesco. Uno acaba empachado de estupidez y ponzoña, aunque debemos seguir... Que corra la farsa.
La Navidad, al igual que otros toreros, también se viste de luces, y nos deslumbra con sus capotazos. Olé tus verónicas. Llega la Navidad, un año más, a este puerto de nieves y de glorias en el que los osos bailan una danza ancestral a ritmo zíngaro. Quizá los osos de los páramos y los gistredos canten villancicos a las musarañas, si los dejan cantar en paz. Mientras tanto, Papá Noel sigue apareciéndosele sólo a los niños ricos y pijos de este mundo hecho sólo para quienes atesoran capital en las arcas de los colosos bancos y bancas. Este señor Noel, padre de algunos angelitos, no es como esos santos que sólo se le aparecen a los niños pobres, ávidos de ilusiones y llenos de esperanzas, pobres que buscan consuelo en lo sobrenatural. Como es lógico. Los niños pobres, haciendo corazón y pulmón de tripas retorcidas, se quedan de pie, al sereno, en el balcón de los recuerdos, esperando que a algún Noel despistadillo se le caiga un regalito de las alforjas de su odre repleto de aguinaldos. Los pobres, como siempre, se pasan la noche en vela, al amor del frío, intentando acariciar las estrellas que lucen firmes en este universo de estrellados. A la mañana siguiente, el niño pobre, al fin, logra acariciar el “cagajón” de un asno. ¡Pero qué mierda es ésta! ¿Por qué Papá Noel siempre se fija en los mismos?, se pregunta, con gesto aturdido y desconsolado, ese niño pobre al que la fortuna no le ha sonreido, y seguramente nunca le sonreirá. Qué triste es la Navidad en el país de las mareas negras y los oleajes convulsos, corral donde sólo luce el sol para los mismos y gallinero en el que triunfan los frikis y los tiburones. Como en la mayor parte de los sitios.
La Navidad, en todo caso, debería servir para alimentar a todos esos seres que no tienen un cacho de pan que llevarse a la boca. Pero el cuento de la Navidad, queréis que os cuente el cueto del allo capón... sigue funcionando en nuestro mundo consumista, que revienta su sentido de la vida por todos los poros del alma. Me gustaría que la Navidad -esta Navidad en concreto- me ayudara a creer en los Reyes Magos de Oriente, y aun en otros reyes que en el mundo son. Pero como uno es de natural descreído, algo nihilista y ateo, no resulta nada fácil. Quisiera creer, mas no me llegan las creencias por la vía de la fe. Ni siquiera por otras autovías de conocimiento. Visto el panorama de basuramen que nos envuelve, hasta hace unos días asomaba la basura por los contenedores de Pons Ferrata, no hay quien se crea un carajo. La vida es más sencilla cuando uno cree en algo o en alguien. Y la Navidad se torna más poética y más alegre cuando uno la vive de espaldas al sarao insoportable que nos venden los gerifaltes de este capitalismo salvaje, caníbal, demoníaco, sacado de un esperpento valleinclanesco. Uno acaba empachado de estupidez y ponzoña, aunque debemos seguir... Que corra la farsa.
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