Te dejas hamacar en la cuna, luminosa como un cuento sagrado, con el aroma a brezo y a miel.
Sientes la tierra, donde las gaitas y las cornamusas, bajo la sombra estirada de nogales y castaños centenarios, soplan nanas de amor como brisas marinas.
Te adentras en el mapa de los afectos, coronado por castros, monasterios y castillos, que son escenarios de relatos románticos y novelas de caballerías, donde los eremitas siguen acariciando el centro de gravedad.
Te sumerges en ese mundo uterino, lacustre, aderezado con el pimentón de las ilusiones y la morriña de otro tiempo.
Surcas ese huerto que explota en mil y un colores sensuales, donde la templanza se torna puro lirismo en contacto con el esplendor de la naturaleza.
Te dejas arrullar por la fertilidad de sus valles, de los que brotan chorros salutíferos con el sabor ferruginoso de lo nutricio, el cual te devuelve a sueños hechos con las caricias azuladas de la genciana y de los arándanos.
Regresas a ese espacio legendario donde una vez habitaron los trogloditas y los mineros que se dejaron la piel y los pulmones arrancando carbón a las entrañas de la tierra, en galerías sin espejo ni fondo.
Viajas al final de aldeas olvidadas, a orillas de un río de aguas cristalinas, donde aún crepitan los leños de roble en las pallozas en busca de un horizonte tal vez infinito, resplandeciente como un cuento inefable.
*Este texto recibió un premio a principios de este año en la localidad de Quintana de Fuseros, lo cual me hace mucha ilusión porque Quintana es pueblo hermano y además no suelo presentarme a concursos. Con mi agradecimiento al jurado.
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