Con
un punto de vista original, o al menos curioso, compone este relato Víctor
Fuertes Caballero, que nos cautiva desde el principio. Como la crónica de una
muerte anunciada, el narrador nos mantiene alerta hasta llegar al desenlace,
que resulta sorprendente.
(Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya, publicado por La Nueva Crónica)
Cuando
amaneció y me
encontré sola lo entendí; hoy me van a matar.
Siempre
pensé que el día en que la Parca viniera a buscarme me encontraría, libre y
feliz, un soleado día de primavera, tal vez de mayo, en uno de los hermosos y
floridos campos por los que tanto paseé. Pero no, me pilló allí, encerrada en aquel lúgubre y
apestoso lugar del que llevaba varios días sin salir; lo tenían bien organizado.
Me
despertó el lastimero llanto de mi pequeño Roy, ese perro pastor con el que,
desde que llegó siendo un cachorro, entablé una extraña relación de recíproca amistad sin otra conexión, entre seres
tan diferentes, que la de encontrarnos solos, en la parte del mundo que calla,
obedece y se resigna. Tal vez él sí presagiara lo que iba a suceder porque
siempre demostró ser más listo que el resto.
Durante
la temporada del estío, cuando el azote inclemente de la canícula achicharraba
los campos, dejándolos resecos y propicios para su recogida, en vez de buscar
la refrescante sombra que proporcionaba el carro, permanecía a mi lado, atento
a cualquier indicio de la presencia de aquellas sibilinas culebrillas cuya
mordedura, aunque inofensiva, era extremadamente dolorosa. Las olía, las
perseguía y, en más de una ocasión, se enfrentaba a ellas regresando al rato
con una entre sus dientes, para depositarla ante mí como prueba de amistad.
Por las tardes, al final de la jornada de trabajo, cuando
dolorida sólo deseaba llegar al hogar y al mullido lecho, él caminaba en parsimoniosa procesión
sin alejarse de mí, como ayudándome a sobrellevar el cansancio con sus
jóvenes patas. Y en las frías noches de invierno escapaba de la compañía de sus congéneres y, sigiloso
para no ser descubierto, llegaba hasta mí buscando el calor que mi voluminoso cuerpo le proporcionaba.
El
chirrido de los cerrojos al abrirse me saca de mis nostalgias y
el crujir de las gruesas puertas me pone en estado de alerta. De
repente oigo pasos que se acercan. “Ya vienen a buscarme”. Entonces, me conducen
por un estrecho pasillo, hasta ese momento desconocido para mí, por el que, a
través de unos sucios ventanucos entreabiertos, se cuela el murmullo, cada vez más cercano, de la
gente que espera al otro lado y una alegre música que, sospecho, amenizará el
espectáculo. El fin de mi vida convertido en una fiesta.
Al
abrirse la puerta, la fría luz de esta mañana de noviembre me ciega por
momentos y, cuando la gente me ve aparecer, el griterío de los niños, que se
han acercado hasta allí a presenciar mi muerte, se torna en sepulcral silencio.
Unos,
inmóviles y acobardados, permanecen agarrados a las piernas de sus madres,
mientras que otros, tímidamente y sin acercarse demasiado a mí, jalean a mis
carceleros. Algunos incluso, aun siendo minoría, como prueba de valentía y por la espalda, intentan tocarme y acariciar mi pelo. Entonces me giro y los encaro.
Sus miradas reflejan miedo y, por un instante, olvidando que no son más que el reflejo
de quienes hoy me sacrificarán, vienen a mi memoria los felices recuerdos de
los días en que aquellos rapaces corrían a mi lado utilizando mi cuerpo como
escondite en sus infantiles juegos.
Cuántas
veces, con ellos sobre mi espalda, vadeamos el regato, su mar de los
naufragios, que separaba la costa donde vivían los malvados enemigos a los que,
tras vencer en encarnizada batalla con sus
espadas de palo, los arrojaban al peligroso río donde los renacuajos piraña
acabarían por devorarlos.
Reconozco que he pasado mi vida haciendo todo lo que se esperaba de mí. Nunca dije que no a nada de lo que me pidieron. O quizá no tuve opción. Me utilizaron, humillaron, vendieron, pasé de mano en mano y nunca levanté la cabeza. Me partí el lomo trabajando para que ellos pudieran comer y, ahora que las fuerzas ya no me acompañan, ¿es este el justo pago que merezco?
Siempre fui consciente de que nunca llegaría a ser libre de las reglas del mundo en que me tocó vivir. Creo que cada uno de nosotros tiene una función y un destino inamovibles, inexorables, asignados por los antiguos jueces de la creación de los que no se puede escapar.
Nací
con el estigma de la servidumbre, la yerra
de mi dueño grabada a fuego en la piel. Y desde ese momento comprendí que las
cadenas, aunque invisibles, serían un apéndice más de mi anatomía. Durante
sucesivas generaciones nadie en mi familia había conocido otra vida. Y aun
dentro de ella, también habían existido castas. A mi madre, mis hermanas -a
algunas de las cuales nunca llegué a conocer- y a mí misma, nos había tocado la
peor de las suertes; trabajar sin descanso y con los únicos derechos de la
necesaria comida y un lugar techado donde dormir.
Mi
padre y hermanos, aunque esclavos también, tuvieron mejor vida ya que los
explotaron con el fin de que proporcionaran otros servicios más acordes a su condición de machos.
¿Qué
Dios borracho jugó a las cartas con mi
futuro? ¿Por qué el maldito karma me colocó en este cuerpo que no pedí?
Ahora
tiran de mí con ímpetu a través del empedrado suelo que, resbaladizo por el
rocío de la mañana, me hace caminar insegura y despacio. Los
hilillos de sangre seca, que asoman entre sus cantos, me indican que está cerca
el particular cadalso, mudo testigo de mi último aliento.
Me
sujetan con correas que me aprisionan con fuerza. Podría resistirme y luchar
pero creo que de nada serviría porque son demasiados quienes desean acabar
conmigo. Y, además, sólo retrasaría lo inevitable haciendo aún más doloroso mi sufrimiento.
En este preciso instante, antes de que llegue mi fin, me encuentro cansada de
pensar, de preguntarme qué
juicio sumarísimo me condenó, qué delito cometí para merecer esta pena. No me queda más que abandonarme
a mi destino. Y cuando mi verdugo levanta la maza que pondrá fin a este
tormento, pienso en mi pequeño Roy. Y fantaseo con que si diera un último grito
desesperado podría detener este sacrificio. Aunque sé, tonta de mí, que nunca,
nadie, escucharía la lastimera súplica de esta triste y vieja vaca.
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