Jose Fernández
nos cuenta una historia que, tras su apariencia surrealista, delirante, nos
invita a la reflexión acerca del mundo falsario en que vivimos. La grandeza de
este relato radica asimismo en la forma en que nos muestra, escrita con mucho
humor, con una maravillosa retranca.
(Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya, publicado por La Nueva Crónica)
Llamadme iluso, pero
yo sigo creyendo en la bondad del género… humano.
Tras estos meses, en
que nuestra vida ha cambiado de manera sorprendente y que la pandemia nos ha
obligado a modificar nuestras rutinas y nuestros hábitos, hemos escuchado a
sociólogos, incluso a un montón de tertulianos televisivos y radiofónicos, las
bondades de la sociedad ante la adversidad, afirmando que esta pandemia nos
cambiaría, nos haría más solidarios con los demás. De hecho, salimos a ventanas
y balcones a apoyar a todos aquellos colectivos que estuvieron en primera fila
a la hora de combatir el virus: Yo, como muchos otros, pensé y sigo pensando
que el hombre como especie no es capaz de hacerle daño a su propia especie,
porque, como dice el dicho: “perro no come carne de perro”.
Y si no os lo creéis,
decidme que opináis de lo que me ocurrió el pasado sábado.
Estando yo en mi casa
y, tras preparar una romántica cena para una invitada especial, mi compañera de
oficina Encarni, me lancé y la invité a cenar.
Últimamente tenemos
una relación muy peculiar ya que ambos somos muy deportistas y hemos
descubierto que tenemos gustos similares, como practicar
equitación, escalada, espeleología, esgrima, esquí y hasta
equilibrismo. Había preparado el entorno perfecto, con flores,
velas, música suave, y, para no defraudarla, había pedido la cena a un
restaurante japonés a través de globo.
Cuando ya eran casi
las nueve de la noche, sonó el timbre, y me predispuse a abrir la puerta,
previamente me atusé el pelo y me coloqué perfectamente los cuellos de la
camisa, quería dar una buena impresión, pero, al abrir la puerta, vi
desconcertado la figura de alguien conocido, que no era Encarni, aunque su
estampa era sorprendente. Me saludó.
-Hola Fernández, te
has quedado de piedra -me dijo.
-Tú eres José Alfredo,
José Alfredo Gutiérrez.
-Sí, soy Guti, te
sorprenderá que esté aquí, pero he venido a traerte el negocio de tu vida, lo
podía haber vendido a cualquier otro, pero te lo he traído a ti porque eres mi
mejor amigo.
La verdad es que hacía un montón de años que no lo veía, la última vez le había comprado un jarrón de porcelana, que me dijo que era de la dinastía Ming. Por no ser maleducado lo invité a pasar. Ciertamente, traía una estampa envidiable, iba vestido con un traje hecho a medida con cuadritos de esos que llaman de pata de gallo o de príncipe de Gales y una camisa de color salmón con cuello italiano, perfectamente planchada, y una precisa corbata con tonos pastel y con un elegante nudo Windsor.
Pero, antes de decirle
nada, cogió un paquete que traía. Tendría aproximadamente un metro de largo por
sesenta centímetros de ancho y unos diez centímetros de grosor, y empezó a
contarme.
-Te traigo el mayor
chollo que nunca hayas visto, te lo he traído a ti porque eres uno de mis
mejores amigos, mi compañero del alma.
-¿Amigos? Bueno,
fuimos juntos al colegio de los Padres Palotinos y compañeros
de pupitre en 3º y en 4º, pero desde entonces nos hemos visto en contadas
ocasiones –le respondí.
José Alfredo, que así
se llama ya desde chaval, era un tipo con mucho carisma y siempre
demostró sus dotes de mando, un auténtico líder. En el colegio, cuando
jugábamos a guardias y ladrones, él siempre era el capitán y, cuando jugábamos
al fútbol, él hacía los equipos; “Ricardo el rata, tú de delantero centro,
Carlitos el chopo de defensa central que tú las pillas todas por
alto. Javi el Correcaminos de lateral izquierdo y tú Gordopilo de
portero que, aunque no te tiras al suelo, tapas perfectamente toda la
portería”, recuerdo que decía José Alfredo, Guti.
-Siempre te he tenido
mucho cariño, chavalín, por eso te traigo –reiteró- este cuadro del mismísimo
Francisco José de Goya y Lucientes y para demostrarlo aquí tienes el
certificado de autenticidad firmado por un experto de la mismísima galería de
subastas londinense Chistie’s.
De un sobre que ponía
en letras mayúsculas GALERIA DE ARTE sacó un folio plegado y me lo entregó, yo
lo cogí delicadamente y leí:
“Galería Chistie’s,
Londres 28 de diciembre de 2021.
Yo, como experto en
arte, certifico que este cuadro fue pintado por Francisco de Goya, alias
Paquito el Zaragozano.
Firmado, el experto en
arte, acompañado de un clásico garabato”.
Ciertamente, me
pareció muy raro que el experto de una de las más afamadas galerías de subastas
de arte londinense hubiera escrito la carta con un vulgar lenguaje y en
perfecto castellano, a lo que José Alfredo alegó que era muy amigo suyo y que
hablaba perfectamente castellano porque veraneaba en Andalucía y era muy amigo
del ex alcalde de Marbella y de los miembros de su pandilla.
Ante tal aclaración,
que me pareció lógica, me entregó el paquete y, con delicadeza extrema, le
quité el envoltorio. Un papel de estraza de color marrón que me recordó al que
utilizaba la señora Tomasa, la dependienta del colmado de mi pueblo para hacer
unos cucuruchos en los que envasaba las lentejas, las cuales mi madre siempre
decía que las podían utilizar perfectamente los peones camineros para rellenar
los baches de la carretera por lo duras que eran y por la cantidad de piedras que
tenían.
Al despojar al cuadro
del papel y alzarlo entre mis manos, me quedé absorto al ver el óleo, por la
temática demostraba que Goya debió de ser un visionario, similar a lo que
demostró Julio Verne en sus novelas, además me sorprendió la técnica utilizada
para su realización, la rectitud de sus líneas, la proporcionalidad existente,
la profundidad que había descrito el artista, la luminosidad plasmada en la
escena. La magnífica mezcla de pigmentos ofrecía una amplísima gama cromática,
que, sin duda alguna, hoy sería la envidia de la paleta de colores de cualquier
pintor contemporáneo.
Al ver mi cara de
sorpresa, me comentó que me dejaba el cuadro por solo ciento cincuenta mil
euros, diciéndome que, si en estos momentos no tenía suficiente liquidez, me podía
hacer una rebaja del cincuenta por ciento.
No podía entender cómo
aquel magnífico cuadro no se lo había ofrecido previamente a algún gran museo
que seguramente le hubiera pagado una cantidad astronómica por semejante obra
de arte. Por lo que le pregunté si se lo había ofrecido por ejemplo al Hermitage
de San Petersburgo. A lo que, cual senador romano saludando a su César,
extendió su brazo, formando un ángulo
ligeramente hacia arriba, con la palma de la mano hacia abajo. Y grito:
-A
esos comunistas ni agua.
-¿Y al Louvre, por qué
no se lo ofreciste al Louvre de París?
Enojado y con el ceño
fruncido me contestó:
-Con los gabachos
tengo muy malas experiencias, no quiero negocios con ellos.
No me extrañó su
reticencia a relacionarse con los galos, porque habéis de saber que una de sus
antiguas novias, Geraldine -que según decían las malas lenguas era hija de un
mafioso marsellés- cuando lo abandonó, le saqueó su apartamento, se llevó todo,
absolutamente todo; me contó que, por no dejarle, no le dejó ni el vaso medidor
de la minipimer
-¿Y al
Prado, se lo has ofrecido?
-Bueno, se
lo sugerí al director de la pinacoteca, pero me comentó que, de Goya, con la
maja vestida, la otra en pelotas y los retratos de las familias de los borbones
estaban ya hasta los… almacenes llenos.
Continué
observando el cuadro y me percaté de un pequeño detalle en el soberbio marco
con el correspondiente passepartout y con ostentosos relieves
bruñidos perfectamente con pan de oro –apreciaciones que me reiteró varias
veces José Alfredo, es pan de oro, es pan de oro, me dijo-, un detalle que
pasaba inadvertido como os decía y era una pequeña pegatina con el clásico
logotipo del Corte Inglés y la cantidad impresa de 58,95€.
Arrepentido
estoy al haber pensado que mi amigo intentaba engañarme porque, al preguntarle
por semejante situación tan engorrosa, me comento pausadamente que, como el
cuadro había permanecido olvidado en un desván familiar, la carcoma había
devorado el marco y, para evitar que también se comieran el bastidor del
lienzo, había decidido a su pesar remplazarlo por éste que era de una factura
inmejorable y lo más parecido al original.
Aclarada la
duda, estaba decidido a adquirir el magnífico cuadro pero, al darle la vuelta y
observar el reverso, pude ver claramente el título del cuadro que estaba
escrito, con lo que me pareció que era tinta de bolígrafo y decía:
Título de la
pintura: Boeing 747 saliendo del hangar.
¿Pensáis que
José Alfredo quería engañarme?
Aún
no me había repuesto de la visita sorpresa de José Alfredo, Guti, que acababa
de irse, cuando apareció Encarni, toda sofocada, pidiendo perdón por su
considerable retraso. Pero que llegara mi querida Encarni me pareció toda una
bendición, después de mi altercado con el susodicho.
No
bien abrí la puerta, con la duda todavía de si José Alfredo se habría dejado el
cuadro en mi casa, la abracé con todo mi cariño y le di un beso de esos que
hacen historia.
Pero
esta es otra historia.
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