La jovencísima Miranda construye un relato existencialista en el
que se nos muestran las dudas y angustias de su protagonista, la cual nos
cuenta en primera persona, a través de un ejercicio introspectivo, lo que
realmente desea. Se trata de una narración con una estructura circular, que
comienza y acaba de igual modo.
(Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya, publicado por La Nueva Crónica)
Despierto y me siento en el borde de la cama,
mientras miro, concentrada, la pared. Suspiro agotada; odio este color amarillo
espantoso; me muero de ganas de pintar, pero sé que acabaré retrasándolo, como
hago siempre, hasta que la intención se quede solo en eso, en intención, y la
pared se quede en amarillo.
Me levanto y, con horror, veo los libros esparcidos
por la mesa; veo las fotos en la pared, yo abrazada con un chico en el sofá de
su casa, ambos dándonos un beso en el parque del barrio mientras paseábamos al
perro de él que, por cierto, en esta foto, es el más favorecido de todos.
Sigo la ronda a la que estoy sometiendo a la
habitación con la mirada y veo las partituras de piano; y, al final, descubro
mi propio reflejo.
Suspiro de nuevo: “Algún día dejaré el piano y me
cortaré el pelo, estoy harta de melena”,
digo en voz alta. Aunque no logro, ni siquiera, convencerme a mí misma.
Sé que mi pelo, el piano, los libros y el chico de las fotos están en el mismo
saco que la pared; son solo intenciones con delirios de grandeza que no
acabarán de llegar a buen puerto.
Respiro hondo y me visto, recojo los libros de
matemáticas, física, química y, entre ellos, medio oculta, una edición vieja de
poesía de Bécquer y un tratado de Salvador Gutiérrez sobre los principios de la
sintaxis funcional. Los meto en la mochila en automático y salgo de casa.
Mis clases
son monótonas, como siempre, y, salvando algunos problemas protagonizados por
la profesora de Dibujo Técnico, el día transcurre sin sobresaltos. Voy a tomar
café y saludo con un beso al chico de las fotos, mientras mi mente empieza a
gritar una duda que es rápidamente silenciada y enterrada en los pliegues de un
saco cada vez más lleno en el rótulo de intenciones en letras mayúsculas.
Las clases
terminan y camino a casa. Como algo breve antes de salir rápidamente hacia el
piano. Allí, aporreo las teclas con dedos de piedra para evitar esa curva tan
fea que se forma al pulsar una u otra nota con demasiada fuerza. Tras el
ensayo, con las manos doloridas y agarrotadas, me dirijo con ganas, por primera
vez en el día, a algún sitio. Esta tarde hay teatro, voy sola, por supuesto,
tengo unos amigos demasiado científicos como para interesarse por los monólogos
intimistas de las obras de Delibes.
Cuando llego, busco mi asiento, más atrás de lo que
me gustaría, por culpa, otra vez, de las malditas dudas, que, como siempre, me
han hecho sacar las entradas demasiado tarde, y, por tanto, han provocado mi
exilio a la última fila de butacas. Desde mi posición la veo entrar, está
preciosa y lleva en la mano una edición de la obra para poder ir consultando el
texto a lo largo de la representación; que, por cierto, aunque algo
histriónica, me termina encantando.
Salimos ambas de la sala, y lo que para ella es el final de un día pleno, para mí es una duda nueva, una nueva intención inconformista que se plantea si no aspiro a nada más.
Vuelvo a casa
y, al llegar, me tumbo en la cama, saco mis libros y esquivo deliberadamente la
química para enfrascarme, en su lugar, en la apasionante aventura de la
transposición sintáctica, que me cautiva y me entretiene hasta tarde, robándome
el sueño, pero dándome vida. Efecto contrario del que hubieran tenido en mí la
física o las matemáticas, que habrían hecho las veces de somnífero, pero
también habrían conseguido acelerar la caída de la arena de mi reloj vital.
Cierro los
ojos, me duermo, y, soñando, veo pasar los días. Horrorizada descubro que son
idénticos, clones precisos, aplastantes, monótonos y agotadores que, poco a
poco, me conducen hacia el agujero gris que yo misma cabo a mí medida.
Despierto sudando, con la sensación de ser el verdugo de mi propia esencia, y,
al día siguiente, corro al baño y con las tijeras de la cocina me corto el pelo
de cuajo.
Al mirarme al espejo veo un brillo raro en mis ojos.
Y, tras esta acción desencadenante, que, aun pudiendo parecer pequeña, ha
tenido el efecto de una chispa en un bidón de gasolina, renuncio a la carrera
amargante a la que me había consagrado y tramito la solicitud para empezar a
estudiar filología. Mientras, escribo al chico de las fotos y a mi profesor de
piano. Para ambos la misma intención, aunque frases diferentes. Gracias por estos
años, pero hemos terminado. Un mensaje más, pero, esta vez, para la chica del
teatro. Llevo años enamorada de ti.
Sonrío, ya está, por fin, bolsa de intenciones
vacía. Dudas despejadas.
Despierto y me siento en el borde de la cama,
mientras miro, concentrada, la pared;
¿lista?, preguntó en alto. La chica del teatro sonríe a mi lado y me ayuda a
colocar las partituras de piano protegiendo el suelo, tantos años de papeles
son al fin útiles.
Abro la pintura y juntas convertimos la intención en
hecho y el amarillo en blanco.
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