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domingo, 10 de febrero de 2019

La Strada

Siento adoración por la obra de Federico Fellini, lo reconozco. Y La Strada (1954) es, aparte de los premios recibidos, una de sus películas emblemáticas. Una cinta entrañable, que despierta intensas emociones, por lo que cuenta y sobre todo por cómo nos lo cuenta. En el fondo, todo es una cuestión de forma, de estilo, tanto en el cine (imagen) como en la literatura (palabra). 
Recientemente he tenido la ocasión de ver, en el teatro Bergidum de Ponferrada, la adaptación teatral que Mario Gas ha hecho de esta película del maestro Fellini, la cual pertenece a su etapa neorrealista. 
Un neorrealismo (con sus miserias, también morales, en esa Italia de posguerra que sobrevive a sus penurias como puede) que entronca con la poética de los sueños imposibles, de las ilusiones truncadas. De un viaje hacia la nada, en definitiva. 
  
Un neorrelismo apasionante en lo artístico (recordemos a De Sica, Rossellini, Pasolini, entre otros) y cruel en la realidad. Un filón para los grandes artistas como Fellini, maestro de maestros, con un universo propio. Y harto sustancioso en el plano estético, en su imaginario surrealista y en ocasiones grotesco, esperpéntico. Como unas luces de bohemia valleinclanescas. No olvidemos que la dramaturgia de Valle es en verdad cinematográfica. Puro expresionismo. 
La obra de Gas, que conserva la esencia de La Strada de Fellini, nos sumerge en ese universo emocionante. Y Gelsomina, encarnada por la actriz Verónica Echegui, con su voz lastimera, con su mirada llena de miedo, con su fragilidad, me hizo estremecer.
Un trabajo, el suyo, extraordinario, que supongo tiene mucho que ver con la habilidosa dirección de actores que ha realizado Mario Gas. 
En todo caso, cuando uno ve a Giulietta Masina, en su papel de Gelsomina-clown, se queda literalmente sobrecogido. Es tal la fuerza y pureza de su mirada, de sus ojos de asombro ante el mundo (un mundo en verdad brutal), que nos da la impresión de que ésta, como una angelita acaso wendersiana (estoy pensando en Cielo sobre Berlín), contemplara el mundo por primera vez. Me atrevería a decir que el Wenders de la lírica Cielo sobre Berlín es deudor de La Strada de Fellini.  
Gelsomina-Masina nos cautiva con su mirar ensoñador, fantasioso, con su ingenuidad, con su ilusión y tristeza a la vez, con su resignación (muchas y grandes emociones para una actriz) frente a un Zampanò fiero, egoísta, que interpreta con maestría el actor de origen mexicano Anthony Quinn (al que recuerdo en la capital de León hace ya varios años). 
La obra de Mario Gas nos muestra toda la historia de La Strada -un drama con final trágico- a través de tres personajes, el forzudo Zampanó, la infortunada Gelsomina y el trapecista (Il Matto, el loco o lunático). Un trío que da mucho juego y jugo. Con una escenografía, que se me antoja onírica, hipnótica, donde el elemento principal es una moto, un carromato-caravana, que también vemos en la película de Fellini. Y una música fundamentalmente balcánica, con temas que habitualmente incorpora en su repertorio el compositor Goran Bregovic (me resulta curioso, pues Bregovic ha compuesto algunas bandas sonoras para Emir Kusturica. Y alguna vez he llegado a escribir que el director de Tiempo de gitanos es el Fellini de los Balcanes). 

En La Strada de Fellini la banda sonora corresponde al genio Nino Rota, colaborador habitual en las películas del director de Amarcord. Y conocido asimismo por la música de El Padrino, de Coppola. 
En el universo circense de Fellini (puesto en escena con acierto por Mario Gas en su obra de teatro) pesa la soledad, la incomunicación. Y la falta de afecto entre los seres humanos, salvo Gelsomina (ángel, santa, virgen, extraterrestre) que busca deliberadamente el afecto (lo que me hace recordar al Frankenstein, de Mary Shelly).  Pasajes memorables, conmovedores, cuando el monstruo toma la palabra para hablarnos de la importancia del amor en un mundo terrible, en el que predomina la violencia, el odio, los bajos instintos, el crimen. "–Debes crear para mí una compañera, con la cual pueda vivir intercambiando el afecto que necesito para poder existir", le dice el monstruo a su creador.
Amar y ser amados, he ahí el quid de la cuestión. Por eso, Zampanó acaba tristón y lloroso, tumbado en la playa, frente al mar. Metáfora estupenda de la soledad del ser humano, del existencialismo puro y duro. Sólo cuando desaparece un ser humano, al que nos sentíamos unidos, es cuando nos damos cuenta de verdad de su importancia en nuestras vidas. Así somos de torpes, o indigentes emocionales. 
Volveremos a visionar La Strada, con nuevos ojos, con la mirada inocente de un niño que re-descubriera, siempre con asombro, el mundo. 


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