Artículo publicado este miércoles en la Nueva Crónica.
Plaza Mayor Ciudad Rodrigo
Como si de un ritual se tratara, que lo es, cada
año, llegados los comienzos septembrinos, me acerco a Salamanca, la ciudad que
me enhechizara hace años. Y a la que vuelvo como golondrina o cigüeña
rememorando viejos tiempos de estudiante en su universidad.
Acostumbro a pasear
por los lugares de siempre, por esos sitios que me procuran un placer y una
melancolía a partes iguales, porque ya nada ni nadie queda de aquella ciudad de
principios de los noventa, tan sólo permanece el ensueño y el presente, el aquí
y el ahora que se perfila como estrella fugaz. A pesar de mis paseos y visitas
de costumbre, en cada viaje descubro algo nuevo, que me llama la atención, algo
sobre lo que no había reparado, como por ejemplo “el cielo de Salamanca”, porque
cada mirada es única e irrepetible, porque todo o casi todo reside en los
sentidos que uno le ponga a la hora de encarar un paisaje, un territorio, un
paisanaje. Salamanca suena a tamboril, huele a jamón de bellota, sabe a hornazo
y a chochos (me refiero a unos dulces con sabor a canela, quede claro).
En esta
ocasión, además de presenciar algunos conciertos en la Plaza Mayor (Sidonie,
Rosendo, Los secretos o Ariel Rot) y ver por sorpresa al salmantino Vicente
(que ya es todo un berciano y una institución en el campus de Ponferrada), me
di una vuelta hasta Ciudad Rodrigo, que es como una Salamanca en chiquito, en
medio del campo charro, con sus edificios dorados (me sorprendió la casa de un
marqués situada en su Plaza Mayor, en cuya fachada se aprecia a una mujer
pariendo), su puente viejo (romano en su origen), su verraco de piedra, su muralla,
desde la que pude contemplar, en la lontananza, unas montañas que me devolvieron a un paisaje
familiar.
Entonces, me vino a la memoria que esta población, en la raya con
Portugal, también perteneció al reino leonés, con el consiguiente influjo del
habla leonesa. Y al igual que Noceda del Bierzo dispone de un ídolo, que se
conserva en el Arqueológico Nacional de Madrid.
También en Ciudad Rodrigo,
donde existe un pintoresco museo del orinal, vive el nocedense Fernando, que
ejerce como procurador, después de cursar estudios de Derecho en esta prestigiosa
universidad a orillas del río Tormes.
Uno de los muchos bercianos/leoneses que
fueran a estudiar a Salamanca, cuando la Universidad de León aún andaba en
pañales. Antigua, noble y artística se muestra esta ciudad mirobrigense al
viajero, que callejea en busca quizá del espíritu genial y excéntrico de Arrabal
(ese “primo poeta” premiado con el Leteo, gracias a la labor del poeta y gestor
cultural Rafa Saravia), al que le han dedicado, dicho sea de paso, un teatro.
Conocida es esta pequeña gran villa, no sólo por sus carnavales dedicados a los
toros, el farinato o las patatas meneás, sino por su feria de teatro, a la que
acuden compañías de todo el mundo. Una maravilla para quienes sentimos devoción
por las artes escénicas. Volveré.
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