Como si de un ritual se tratara, cada año llegado el
mes septiembre suelo viajar a Salamanca, donde estuve como estudiante durante
un tiempo y de la que guardo estupendos recuerdos. A esta capital universitaria
también iban a parar, como uno mismo, otros muchos paisanos y paisanas. Hace
años, cuando ni siquiera existía la Universidad de León, la ciudad charra,
aparte de la Universidad de Oviedo, era el campus universitario de la población
leonesa. A la gente berciana le entusiasmaba la tierra donde nacieran al
Lazarillo e impartiera docencia Fray Luis de León (“Decíamos ayer...”).
Y creo
que sigue atrayendo a los estudiantes, provenientes por cierto de todo el
mundo, ávidos algunos por aprender la lengua española. No en vano, ha sabido
vender el castellano al personal de habla no hispana. Además de la insigne
universidad, son muchos los centros de enseñanza de español para extranjeros.
Antes y ahora, todo está pensado para acoger alumnado.
La Salamanca a la que vuelvo, una y otra vez, no es
ni su sombra. Mucho ha cambiado, no sólo en su aspecto físico -véase por
ejemplo el barrio chino-, sino en sus gentes, que van y vienen como las olas
del mar. He de reconocer que esto me provoca nostalgia, saber que allí conocí a
tantas personas, a las que ya no volveré a ver, al menos en ese mismo entorno. No
puedo evitar echar la vista al Tormes, desde el mirador de la facultad de
Ciencias Químicas, para sentir el fluir del tiempo-río. Cuánta morriña por lo
que fue y no volverá.
Como si de un ritual se trata, recorro los lugares
de costumbre, paseo por esos sitios que me dan buenas vibraciones, entre ellos
el jardín de Calixto y Melibea o el claustro de Fonseca, y me dejo impregnar
por la belleza monumental de esta Roma chica, cuyo símbolo es el toro, mientras
saboreo un bocadillo de jamón ibérico. Pero en esta ocasión añadí al fin otra
visita: la casa-convento de Santa Teresa, donde tuviera el famoso éxtasis que
le inspirara su poema “Vivo sin vivir en mí… que muero porque no muero”. Me
entusiasmó adentrarme en esta morada, sobre
todo por las explicaciones emocionantes que me diera la monja Josefina Prieto,
quien me redescubrió a una mística humana, librepensadora. “Hay que leer a la
santa para sentir”, me contó mi cicerone con amabilidad proverbial. “Sentir,
sentirlo todo de todas las maneras posibles”, según A. evocando a Pessoa. Pues
sí, volveré los pasos sobre las moradas y las fundaciones de Teresa de Jesús,
ahora que se cumplirá el quinto centenario de su nacimiento. Por supuesto
volveré a la ciudad del genio Torres Villarroel, siempre que pueda.
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