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miércoles, 17 de septiembre de 2014

Salamanca hechizadora



Como si de un ritual se tratara, cada año llegado el mes septiembre suelo viajar a Salamanca, donde estuve como estudiante durante un tiempo y de la que guardo estupendos recuerdos. A esta capital universitaria también iban a parar, como uno mismo, otros muchos paisanos y paisanas. Hace años, cuando ni siquiera existía la Universidad de León, la ciudad charra, aparte de la Universidad de Oviedo, era el campus universitario de la población leonesa. A la gente berciana le entusiasmaba la tierra donde nacieran al Lazarillo e impartiera docencia Fray Luis de León (“Decíamos ayer...”).
 Y creo que sigue atrayendo a los estudiantes, provenientes por cierto de todo el mundo, ávidos algunos por aprender la lengua española. No en vano, ha sabido vender el castellano al personal de habla no hispana. Además de la insigne universidad, son muchos los centros de enseñanza de español para extranjeros. Antes y ahora, todo está pensado para acoger alumnado.

La Salamanca a la que vuelvo, una y otra vez, no es ni su sombra. Mucho ha cambiado, no sólo en su aspecto físico -véase por ejemplo el barrio chino-, sino en sus gentes, que van y vienen como las olas del mar. He de reconocer que esto me provoca nostalgia, saber que allí conocí a tantas personas, a las que ya no volveré a ver, al menos en ese mismo entorno. No puedo evitar echar la vista al Tormes, desde el mirador de la facultad de Ciencias Químicas, para sentir el fluir del tiempo-río. Cuánta morriña por lo que fue y no volverá. 

Como si de un ritual se trata, recorro los lugares de costumbre, paseo por esos sitios que me dan buenas vibraciones, entre ellos el jardín de Calixto y Melibea o el claustro de Fonseca, y me dejo impregnar por la belleza monumental de esta Roma chica, cuyo símbolo es el toro, mientras saboreo un bocadillo de jamón ibérico. Pero en esta ocasión añadí al fin otra visita: la casa-convento de Santa Teresa, donde tuviera el famoso éxtasis que le inspirara su poema “Vivo sin vivir en mí… que muero porque no muero”. Me entusiasmó  adentrarme en esta morada, sobre todo por las explicaciones emocionantes que me diera la monja Josefina Prieto, quien me redescubrió a una mística humana, librepensadora. “Hay que leer a la santa para sentir”, me contó mi cicerone con amabilidad proverbial. “Sentir, sentirlo todo de todas las maneras posibles”, según A. evocando a Pessoa. Pues sí, volveré los pasos sobre las moradas y las fundaciones de Teresa de Jesús, ahora que se cumplirá el quinto centenario de su nacimiento. Por supuesto volveré a la ciudad del genio Torres Villarroel, siempre que pueda.

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