La
música, siempre la música, como alimento espiritual, como arte sublime,
elevándome las endorfinas y lo que se tercie. Recuerdo, con mucho
afecto, aquel concierto que diera Khaled en León dentro del ciclo de
música y misticismo organizado con motivo del año Gaudí.
Khaled
y Gaudí me llevan de la mano, en gesto de ternura y cariño, a otros
universos, y me ayudan a tocar algún que otro cielo, luminoso y azul,
comestible y nutritivo. Khaled es un músico argelino, maestro del raï, y en otros tiempos, allá por la década de los noventa, conocido por su hermosa canción Aícha o Aïcha. Aícha, écoute-moi, escúchame, regarde-moi, mírame, quiero que sepas, je voudrais que tu saches... Cada vez que escucho esta canción, siento que levitara, me estremece el alma... Aícha... https://www.youtube.com/watch?v=pUTlOdLY-LM
Aicha Embarek, aquella chica
saharaui que un buen día llegó al Bierzo, se quiso quedar, luego volvió a
su campo de refugiados de Tindouf, tuvo algunos contratiempos, y de
nuevo, y tras no pocos impedimentos y contrariedades, logró regresar al
Bierzo para emprender estudios de Topografía, y al final creo que logró
su sueño: volar. Algo que a uno le entusiasma.
Volar como un pajarito
hasta reencontrarse con su libertad, con la libertad...
Lo cierto es que
todos deberíamos volar.
"Eres libre como un pájaro", recuerdo que me
dijo una vez una amiga mexicana en Ixtapaluca, Estado de México/Méjico. Y
aquellas palabras, sin duda afectuosas, se me quedaron grabadas en la
retina de la memoria. La memoria, esa fuente de placer y a veces de
dolor. La memoria necesaria para seguir sobreviviendo.
En la Historia de Abu Qir y Abu Sir, incluida en Las mil y una noches,
hay un fragmento ciertamente ilustrativo: “Abu Qir se alegró de que Abu
Sir se decidiese a viajar y recitó las palabras del poeta: Aléjate de
la patria en busca del bienestar. Emprende el viaje, pues éste tiene
cinco ventajas: Disipa las preocupaciones, facilita el ganarse la vida,
aumenta la instrucción, acrece la cultura y da noble compañía”.
La
patria o la matria, una vez más, es donde uno se siente a gusto, es todo
lo que uno ama. Y el resto no son más que decepciones y fatigas (guiño a L. F. Céline).
Cuando
escucho Aícha, la canción de Khaled, me siento como en otro mundo, o
tal vez fuera del mundo, en medio del desierto de la vida, inmenso
desierto de nada y fuego, bajo una jaima/khaima, en compañía de los hombres y
las mujeres azules, tomando dátiles y un té con menta, el whisky
bereber, alejado del mundanal ruido, ruido tormenta, ruido informativo, o
bajo un nogal en el fascinante Valle de Ourika, arrullado por las aguas
de sus cascadas que me devuelven a mi paisaje-memoria, la ruta de las
fuentes curativas, en el entrañable Valle de Noceda del Bierzo, en el
útero de Gistredo.
Es
una lástima que Khaled no haya visitado nunca el Bierzo, la tierra
prometida, en la que Aïcha viviera durante algunos años. O bien que
fuera invitado al festival de Ortigueira.
A uno le
sigue apasionando la música árabe, aunque Khaled tenga claras
influencias europeas.
Es probable que uno tenga mucha sangre árabe, o
quizá haya leído muchos cuentos del desierto, además de las mil y una
noches, sentado al amor de la lumbre. Y éste sea el origen de que uno
sienta en sus venas esta musicalidad.
A lo peor no convendría reconocer
que la música árabe es una de mis pasiones, sobre todo en tiempos de
xenofobia y de leña al moro.
Con lo que ellos nos quieren, nuestros hermanos, ¡qué poco los queremos nosotros a ellos!
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