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Gerardín del Bierzo, natural de Bembibre, se doctoró en psicología clínica por la Universidad de La Borgoña, donde permaneció durante años. En la ciudad francesa de Dijon trabajó en un hospital psiquiátrico, donde se familiarizó con psicóticos, enfermeras y algunas doctoras versadas en técnicas teatrales. del Bierzo, antes de arribar a Dijon, dio tumbos por diversos lugares de la geografía española, y aun por otros países extranjeros, no encontrando lo que buscaba. Quizá sólo ansiaba alejarse de vivir conforme a unas reglas establecidas. Siempre fue un tipo inquieto. Durante años se dedicó a viajar por América del Norte, Europa, Oriente Medio, el Norte de África y aun otros rincones. Incluso llegó a vivir en las dunas de Merzouga, en el sureste marroquí.
En aquella época, Gerardín estuvo a punto de convertirse en derviche. “Algún día me gustaría alcanzar la santidad”, pensó. Después de algunos meses en el desierto, decidió emprender rumbo a las Américas. Se hizo pasar por noble —soy el duque de Los Conforcos, solía decir— aunque en realidad vivió como vagamundo. Llegó incluso a simular demencia precoz. De ahí le vino tal vez su afición a las patologías. Gerardín, aunque se la pasó de lo lindo, ora corriéndose farras en el Caribe, ora metiendo gata por coneja en algunas plazas públicas, vivió atormentado. Nunca llegó a creer en nada ni en nadie, ni siquiera en sí mismo. Y tampoco llegó a alcanzar la espiritualidad ansiada. Estuvo durante años cavilando acerca de la inmortalidad del cuerpo, también se pasó la vida dándole vueltas a la existencia de dios. “Si dios existe, es probable que yo sea el Papa”. En su adolescencia fue ávido lector. Comenzó leyendo a Larra y terminó adentrándose en la filosofía de Nietzsche. Y cuando le preguntaban si creía en los extraterrestres, él, sin cortarse un pelo, respondía que nunca se ha sabido de otros marcianos que no fueran los terrícolas. Sabemos, por lo que dejara escrito en cartas varias y confidenciales textos, que la vida no es más que un absurdo para ser cantado con alegría bajo la sombra de algún castaño milenario. En el fondo, era un hombre con gran sentido del humor, aunque en ocasiones se mostrara deprimido.
En su primer viaje a Méjico tuvo la ocasión de conocer a travestidos lunáticos postrados ante la virgen de Guadalupe, falsos echadores de cartas en el Zócalo del DF, chupadores de pus y sangre infecta en el barrio de Tepito, payasos a quienes les gusta practicar psicoanálisis en la cama de la vecina, misioneros briagos deambulando por la Avenida de Insurgentes, cojos albureros jugando en Chapultepec, filósofos casposos arengando a meretrices en el Barrio de La Merced, actrices moribundas intentando vomitar la última velada hecha de tequila y mezcal oaxaqueño, ermitaños y mayordomos arrejuntados con lagartas… Después de haber viajado y conocido tierras y personajillos tan variopintos, Gerardín se dedicó a escribir, dormir, comer y recordar sus aventuras y desdichas, que en verdad fueron muchas. En Ámsterdam, ciudad por la que sentía un gran afecto, casó con una fulanilla que lo introdujo en el mundo de las perversiones. En compañía de Chantal, que así se llamaba la gachí, Gerardín puso en práctica algunas de sus teorías. “Holanda me ha servido para sincerarme –escribió en su Diario íntimo-. En este país he llegado a sentirme tocado por la felicidad”. Chantal era una moza de buen ver. Tenía un mirar engatusador y azulado capaz de hipnotizar a una tropa de soldados. Por lo demás, era inteligente y desenvuelta, cariñosa y alocada. Gerardín, alias el duque de Los Conforcos, murió con la esperanza de haber encontrado la felicidad. Intentó, por todos los medios, buscar el bienestar a través de los sueños, pues en su infancia sufrió pesadillas que lo dejaron marcado para siempre. Hipocondríaco crónico, se negó a aceptar la existencia de enfermedades mortales como el sida, el cáncer… “Nunca podremos vivir tranquilos mientras haya este tipo de enfermedades”. Algunos de sus vecinos aseguran que Gerardín era generoso, atrevido, contradictorio, colérico, ateo, orgulloso, racionalista, aunque él jamás aceptara tales calificativos. “De lo que sí estoy seguro es de que en Bembibre —escribió en una de sus últimas cartas— he vivido los mejores momentos de mi vida”.
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