Recupero esta columna, que en su día le dedicara a Pedro G. Trapiello en el Diario de León. Se publicó, bajo el título de Pedro G. Trapiello, en las páginas de Bembibre Bierzo Alto un miércoles 17 de febrero de 1999.
García Trapiello, o Trapiello a secas, bien se merece esta columna, y aún mucha más, porque es persona de harto y alto vuelo además de un exquisito verbo, dejémoslo en elocuencia o temple en el decir y acierto en el hacer.
A buen seguro, a él le importará un carajo que le eche flores -todavía está vivito y coleando, a las diosas, gracias- y lo eleve por las nubes malvarrosa del Olimpo.
"Yo no soy importante", me dijo. Y a lo mejor es verdad, pero qué quieres que te cuente, tú que llevas horas y aún siglos en el satélite de las lenguas, tal vez sea cierto aquello de que algunos son más iguales que otros, y tú, sin quererlo ni siquiera pretenderlo, ya formas parte del mito, eso sí, el mito que se transforma en logos, razón de carne literaria, emoción lingüística y, si me apuras, entrañable.
Trapiello apareció, enfundado en negro y con una boina como bandera patria, a eso de las dos de la tarde en San Román de Bembibre. Era sábado, para ser más exactos, el 13 de febrero del año que cursamos cual parvulitos abusados. Trapiello vino a este Alto Bierzo para hacer pregón del botillo, que es alimento de mucho bombo y hueso encarnado, "artillería de gran calibre para matar los inviernos a cañonazos en los estómagos", se atrevió a decir el pregonero a los presentes.
Tiene Trapiello todo el aspecto de un Valle-Inclán arraigado a su terruño cazurro, leonino, aunque con las miras siempre puestas en contornos miríficos, universales. "Cómo se le puede llamar Brothers a un restaurante de Bembibre", soltó él, tan campechano, con esa sorna y chispa en los ojos que le caracteriza. Qué razón tiene. Los anglicismos, sobre todo a destiempo y fuera de contexto, no pegan en boca de berciano.
Qué os puedo contar que no sepáis en torno a este herrero de los palabros, catador de esencias, quizá dionisíacas, orador capaz de componer virguerías embutidas en tripa de andorga en menos que un guajolote se echa un quiqui en el gallinero del vecino.
Su artillería o fusilería verbal, amén de ingeniosa, me encendió las endorfinas cuando se sacó de la chistera, excuso decir de la boina, un invento de butiello a prueba de bomba, en el que había una mixtura de nutrientes tan dispares y ocurrentes -véase una buena ensalada surrealista- como los huesos de un ministro con carne en la uña, el rabo de Piqué, que es diablo para el minero; la mano de un comisario europeo -hay que ser internacionales-, tocino por arrobas, la rabadilla de Arzalluz, los pecados de Mar Flores... Quedaría tan rico el botillo, nos enjaretó Trapiello, que seguro vendría un Banco y lo expropiaría.
Se agradece que los vecinos de San Román hayan puesto este año su ojo en este insigne zurzidor de cordones semánticos.
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