La patria de los espectros es el subtítulo del último espectáculo teatral de La Zaranda. La compañía o la tropa (que dirían los franceses) que más me entusiasma. Bueno, una de las que más me gustan. Tanto es así, que a uno le gustaría hacer este tipo de teatro, el teatro acaso en estado puro, el teatro que más se aproxima a lo que quería para sí otro grande, Valle-Inclán (por el que también siento auténtica devoción). El teatro que juega, nunca mejor dicho, con el lenguaje corporal, con la voz, con el texto como un pretexto, pensado y escrito para ser interpretado con las entrañas, para decirlo, recitarlo con lo profundo de la voz, como hablan los grandes actores y actrices en escena. Un texto en el que abundan las repeticiones... siempre con matices, hasta llegar a una especie de trance, como si los intérpretes alcanzaran el éxtasis, la hipnosis. Un teatro delirante, en el buen y gran sentido del término, que como espectadores nos adentra en el sustancioso mundo del subconsciente, en la pesadilla de un más allá situado en este más acá. Siempre la muerte rondando. Quizá porque es la pelona (Tánatos) uno de los polos sobre los que se sustenta, paradójicamente, la vida. La muerte como gran tema, nos recordó Rulfo en aquellos sus cuentos contados por fantasmas, ánimas en pena, espectros, muertos en definitiva que nos siguen y persiguen con sus recuerdos y andanzas, con sus voces de ultratumba. La muerte como algo que preside el teatro del polaco Kantor, y que está muy presente en los espectáculos de la Zaranda. Un teatro con una fuerza cuasi sobrenatural, debida naturalmente a sus actores-director, que derrochan energía por todos los poros de sus intra-ánimas. Ya, antes de comenzar la función, los vemos sentados en escena, como petrificados, esperando a que se alce el telón (no es necesario, permanece levantado), esperando tal vez el tiempo de la eternidad. Un ejercicio que resulta extraordinario. Vaya presencia escénica. No necesitan más que cuatro objetos (entre ellos un maniquí), cargados todos ellos de simbología, para componer su sinfonía visual/sonora.
Un teatro tras el cual se esconden misterios y secretos basados en el esfuerzo, el sacrificio, la repetición, un entrenamiento riguroso, aunque pudiera parecernos que por momentos su espectáculo se resuelve en una especie de caos. Hay muchísimo trabajo en el buen hacer de sus intérpretes que un espectador no familiarizado con este arte quizá ignore.
La Zaranda, bajo la batuta de Paco (que está soberbio en su papel) y los textos de Calonge (que parece un Quevedo posmoderno), nos obsequia esta comedia impregnada de realismo en ocasiones llevado al extremo, que entronca con los mejores esperpentos de Valle, una obra, Nadie lo quiere creer, la patria de los espectros, que por instantes nos hace recordar la época y la tierra fantasmal en la que vivimos.
"Una provincia con un enorme futuro para taxidermistas y vendedores de sintrom en medio de un territorio habitado por felices pensionistas y un pequeño retén de funcionarios para ir apagando la luz y contabilizando la factura", nos recuerda Miguel Varela, el director del Bergidum. Gracias, Miguel, por estar ahí.
La hora y media que dura la obra se le pasa a uno como un suspiro, eso sí, cargado de magia, de emoción, de belleza a punto de resquebrajarse en medio de la oscuridad, el polvo y los espectros andantes.
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