Relato publicado en La Nueva Crónica el pasado domingo, cuyo título es Y ella se fue, correspondiente a mi alumna Noemí Brañas.
La autora de este relato, a través de la voz de un
hombre, nos introduce en un mundo de pesadilla, donde no es todo lo que parece.
Noemí Brañas
Aquel era un día gris, plomizo y oscuro como una gruta
cavernosa. Caían del cielo unas gotas en ‘caracoladas’, que eran frías
como el hielo y que impactaban con la fuerza de miles de puños furiosos.
Yo caminaba mojado hacia casa, porque mi paraguas hacía rato que se había
volteado en un intento infructuoso por repeler el viento. Helado y calado
hasta los huesos, me esforzaba por caminar con mis fuerzas menguadas en medio
de aquel caos. Después de hacer aquel recorrido, abrí la puerta del portal,
subí las escaleras, y entré en mi hogar. Me quité la ropa mojada y
me puse inmediatamente mi suave y calentito pijama, además de mis cómodas
y acolchadas pantuflas, mientras tanto los rayos, que veía a través de la
cristalera del salón, seguían cayendo sin control. En medio de aquel festival
de truenos, la soledad me atenazaba y multiplicaba por mil aquella sensación
de aislamiento.
Maribel, mi mujer, no estaba en casa, la había llamado por teléfono
aquella tarde para decirle que llegaría pronto después del trabajo, pero no
había dado señales de vida y me pareció bastante raro. Me recliné en el sofá y
me cubrí con una manta hasta la nariz, mientras leía unas líneas, cuando
de repente se fue la luz. Como pude me acerqué hasta el interruptor
y lo accioné, ¡pero nada! Desanimado, volví a mi sofá…
“¿Era ya por la mañana?”, me hice esta pregunta de forma muy vaga
mientras me levantaba. Pero mi mujer aún no había llegado a casa y, por más que
veces que la llamaba, mis desvelos eran inútiles. Ella tenía el teléfono
móvil apagado y no recibía mis llamadas.
Me vestí rápidamente y con gran nerviosismo me dirigí a mi trabajo. Fue
una mañana dura, con el jefe taladrándome la sien durante toda la
jornada. Aproveché mi momento de descanso en el trabajo para salir a tomar algo
a un bar cercano, pero, en lugar de coger la calle de la izquierda,
como lo hacía de modo habitual, elegí el camino de la derecha sin saber
por qué. Doblé la esquina y me topé, en la oscuridad, con un
hombrecillo que, agazapado, pedía monedas. Lo esquivé sin apenas prestarle
atención y, al hacerlo, tuve que rebasar la acera y salirme un poco hacia el
arcén pues el paso era muy estrecho. En
aquel momento un coche, a toda velocidad, estuvo a punto de atropellarme, pero me
salvé aunque sí acabé tropezándome con el mendigo, que me gritó lleno de cólera: “¡seguro que
tu sombra está maldita, animal!”. En ese momento, no fui consciente de
que aquellas palabras serían una premonición de lo que iba a ocurrir, como si
en realidad aquel pobre hombre fuera un profeta iluminado.
Me levanté rápidamente, me disculpé con mendigo y entré en el primer bar que encontré y,
cuando todavía no me había tomado mi café, recibí una llamada
de mi mujer diciéndome que me abandonaba por un viejo ligue de juventud,
y sin más explicaciones me aconsejó que me buscase algún sitio
donde dormir, que en breve me llegarían los papeles del divorcio. “¿Cómo he
llegado a este escenario? No lo entiendo”, me preguntaba. Me veía viviendo en un
sucio agujero mientras ella se llevaba nuestro perro, nuestra casa y todo lo
demás.
Intenté contactar de nuevo con mi mujer, le dejé mensajes en su
contestador de móvil, visité su puesto de trabajo y pregunté por ella.
Pero alguien me dijo que aquella mañana no había ido a trabajar. Regresé
a la que todavía consideraba ‘nuestra’ casa, esperando encontrarla, pero todos
mis intentos fueron en balde, así que contraté los servicios de un
detective privado, quien, después de un tiempo de investigación, me informó de
que mi mujer se relacionaba con el jefe de una banda mafiosa, que era imposible
dar con su auténtico paradero.
De la noche, intentaba conciliar el sueño sin conseguirlo. No lograba
apartar la premonición de aquel viejo, quien me pidiera unas monedas en la calle,
y me gritara “que mi sombra estaba maldita”. Las palabras de aquel chalado se
habían instalado en mí cómo una invitación a la perdición. Y, mientras
sentía escalofríos, me preguntaba si yo tendría algún demonio metido en
el cuerpo, que me procurara tanta desgracia en tan poco tiempo.
Desesperado, empecé a frecuentar los garitos de mala muerte en los
que se movía la banda mafiosa, con la esperanza de encontrar y aclarar la
situación con mi mujer Maribel.
Continué con mi investigación, caminé en su búsqueda por unas calles
desiertas, sentí que algo iría mal aunque intentara quitarme aquel augurio de
la cabeza, de repente algo o alguien me estaba esperando entre la oscuridad.
Sentí aquella presencia. Apreté el paso. Aquel barrio no parecía nada
recomendable. Aquellas casas sin luz, viejas y oscuras, presagiaban alguna
desgracia, “mi sombra maldita”, recordé. Hasta que un tipo se abalanzó sobre
mí. En realidad, no era uno sino tres aguerridos hombres quienes me agarraron,
me inmovilizaron y me empujaron hacia al fondo de una furgoneta.
Recibí una monumental paliza, sentí que me habían roto, al menos, un par
de costillas, me faltaba el aire. Maniatado y con una venda en los ojos, la
furgoneta comenzó a viajar a toda velocidad hasta que se detuvo. Entonces, me
hicieron bajar y caminar a empujones. Alguien me quitó la venda y
me habló. Una potente luz me daba directamente en los ojos, que me
resultaba muy molesta. No lograba reconocer los rostros desdibujados de
mis secuestradores, sólo sentía que me zarandeaban y que alguien gritaba mi
nombre con insistencia: “Antonio, Antonio”. Sentí el corazón en la garganta,
las sienes palpitándome, hasta que por fin, confundido y aterrado, reconocí,
entre brumas, el rostro familiar de mi mujer, lo que me hizo lanzar un grito de
alegría, que a ella le asustó. “¿Pero qué te ocurre, Antonio? Acabo de llegar a
casa y no paras de gritar”, me dijo. En ese preciso instante, me di cuenta de
que una potente luz, que me llegaba desde una lámpara, que habíamos colocado
junto al sofá, me estaba iluminando el rostro de pleno. Un libro, con las hojas
desparramadas, estaba tirado sobre la alfombra del salón. Entonces, recordé que
había llegado a casa empapado a resultas de la tromba caída durante aquel día.
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