Con voz poética y sensibilidad la autora de este relato nos invita a realizar un ascinante viaje a través del tiempo, que nos devuelve a otra época, la matria de la infancia, donde los recuerdos recobran una vida intensa.
Un relato que ahora ve la luz en La Nueva Crónica, lo que agradezco tanto a su creadora, que además ha ilustrado su historia, como al director de este periódico, el periodista y escritor David Rubio. Y a ti también, Sergio, por el pdf.
Mañana toca nuevo relato.
Amasando
cansancios
Laly
del Blanco Tejerina
Desde un banco de piedra, a la puerta de mi
casa, y bajo una destartalada galería, observo Las Muñecas, mi pueblo. Es tan
pequeño que, con un giro de cabeza a derecha e izquierda, lo veo casi entero.
Apenas una docena de casas abrazadas por dos
ríos tan pequeños que nunca merecieron un nombre y que, al terminar el pueblo,
se juntan formando el Tuéjar, que se va
silencioso, sin decir ni adiós, buscando un mundo más grande.
Salgo por ese camino grisáceo, de hierba
reseca y tierra que da a mi casa, pero a pocos metros algo me detiene: es el
olor a pan, a calor, a dulce y salado… es la hornera. Un habitáculo de piedra
sin valor ninguno y atiborrado de cachivaches, que un día fueron objetos
útiles, y hoy, con la labor cumplida, descansan abrigados por un manto de
polvo, telarañas y olvido.
Me encuentro un cesto roto, la piedra de
afilar las guadañas, unas madreñas, que
aún conservan el barro reseco de algún camino…
Y allí esta ella: mi madre, inclinada sobre
una enorme artesa, envuelta por un sutil polvillo blanco que envejece, aún más,
su eterno pelo gris. Silenciosa… como siempre; amasando una mezcla hecha de
harina, amor y cansancio; dando forma a las hogazas que, tras su paso por el
horno, acabarán en un arcón donde reposaran unos días, no tantos como ella
quisiera, porque nueve hijos son muchas hambres que saciar.
Me siento sobre un centenario y tosco escaño,
que resiste en pie por la rudeza de sus tablas, y observo. La escena no puede
ser más entrañable: allí se libra en silencio una batalla de sonidos, de olores
y fatigas, imposibles de percibir si no
miras y escuchas con el alma.
Oigo el chasquido de una chispa, que me trae
el olor a leña ardiendo y al pan que cuece lentamente. Una bocanada de humo
azulado se escapa furtivamente del horno, parece pacifico, pero se transforma
en jirones que me alcanzan y me abrasan la garganta y los ojos.
Oigo un quejido de madera, es el techo que
reclama mi atención: unas vigas escondidas por la mugre de tantos años,
encorvadas por el peso de la matanza, oliendo a salitre. Es entonces cuando
entiendo el empeño por criar aquel cerdo maloliente y gruñón, que nunca llegué
a comprender cómo, muriendo cada año en aquella macabra matanza, seguía estando
allí, porque yo pensaba que era siempre el mismo cerdo.
Ahora siento el susurro de la harina que me
devuelve a esa masa blanda y cariñosa, tan dolorida ya, como las manos que se
empeñan en estrujarla y convertirla en pan.
En la esquina de la hornera se amontonan unas
patatas rojizas y arrugadas, arrinconadas por unos travesaños. Me traen olor a
tierra, a sudor de mi padre excavándolas, y oigo los gritos de media docena de
hermanos, recogiéndolas en cestos, que
luego volcarán en el carro.
Dos viejas lecheras oxidadas me transportan a
esa cuadra que huele a calor animal y a abono seco, mientras veo a mi padre
ordeñando, sentado en un diminuto taburete, con la cabeza apoyada en la panza
de Mimosa, la enorme vaca pinta. Esto me trae el olor y el sabor calentón de la
leche recién ordeñada, a mi madre hirviéndola y sacando una gruesa capa de
nata, destinada a las meriendas: las tostas de nata y azúcar que se quedaron
grabadas en mi memoria.
Me despierta, al amanecer, un ruido lejano
que, aunque es un sonido familiar, sigue asustándome: es Anselmo, el lechero,
recogiendo en el río las zafras de leche y subiéndolas a su atronador camión.
Al lado de las lecheras, apoyados en la
pared, unos sacos de trigo esconden olor a polvo y el dolor del trillo en las
faenas agrícolas. Mirándolos, me llega el griterío de la gente en la era, capaz
de convertir un agotador día de trilla en casi una romería: hombres sudorosos,
niños saltando sobre los trillos, mujeres preparando gavillas, mientras otras
organizan la comida colectiva a la orilla del rio, donde acaba todo el pueblo
al medio día, a la sombra de las salgueras, dando tregua a sus cuerpos.
Colgado en la pared hay un candil, la única
luz que ilumina a mi padre en la mina; esa tumba negra donde está enterrando su
vida y cubriendo de carbón sus sueños, sin importarle, porque para él, Virginia
y sus hijos son su única vida, y que no nos falte nada, su único sueño.
Ahora me huele a carbón y a tristeza.
Y así, sentada sobre este escaño, hipnotizada
por tantos sonidos (que ya no suenan), por tantos olores (que ya no huelen),
por el calor de fuego y de madre, y rodeada de tanto cansancio viejo, he hecho
un viaje por el tiempo y he visto la dureza de unas vidas… a través de los
objetos de una vieja hornera, que me devuelve, como si fuera hoy mismo, a
aquellos años de infancia.
Qué maravilla encontrar en letra impresa este relato. Otra vez felicidades dobles: a ti Manuel por hacerlo posible y (cómo no?) a Laly por exaltar todos los sentidos con sus letras, sobre todo el olfato y el tacto.
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