El pasado sábado, en La Nueva Crónica, este relato de mi alumna Marina Gay Ylla.
Bajo la inspiración del maestro mexicano
Rulfo, Marina Gay compone este relato, reinventando Comala o Luvina, que en
este caso aparece con el nombre de Higuera, un espacio donde no hay nombres ni
fechas y donde el aire produce quemazón en las arterias de los hombres que lo
habitan.
Marina Gay Ylla
Allí, en Higuera donde todos los hombres, son mecidos por aquel, para
llegar al punto medio del miedo. En Higuera, no hay nombres, ni fechas. Allí sólo
hay rostros quemados, voluntades truncadas. En Higuera, asusta la quietud
y el movimiento, que de retorno obligado, te devuelve al mismo sitio.
El
camino hacia allí se hace árido, vírico como la ola de hiel que te atraviesa el
pecho y se adueña de tu alma, de tu ser, de tu libertad. Cada paso, ancla bolas
plomizas a tus pestañas y de tus uñas caen los restos dejando rastro de gotas
negras, acaso de sangre, quizá no sea así, pues se disuelven en el aire como si
jamás hubiesen existido; en el aire caliente. Ese aire que produce
quemazón en las arterias y las retuerce como si quisiera escurrirlas
hasta dejarlas secas. Ese viento huracanado, cargado de lentitud y pausa
exasperante, que al llegar apenas cesa en las cavidades de tu
cuerpo, cuando comienza de nuevo el vendaval. Ese aire que te exprime, y con
tal de no dejarte, no te deja ni llorar.
Aquel rostro que hablaba bebió un trago de aire y se hizo esperar:
Quizá quiera un trago de esto, o de aquello. Lo mismo da, ya es igual.
Hacia donde se dirige no podrá hablar, no lo necesitará pues no hallará
ningún efecto. Quizá le esté asustando. Le diré cómo llegar. No habrá
complicación en el trayecto, a Higuera se llega a través de una cuesta, y no
tema pérdidas, el viento le empuja, el camino es solo de ida. Pues quien vuelve
es papel mojado sobre el que resbala toda tinta.
Se oía entonces un viento ulular a lo lejos, una nana lejana con la
que solo los adultos y algunos niños desgraciados duermen. Apretó los párpados
como si quisiese tapar sus orejas. En lugar de eso, su labios se separaron:
Este es el viento que come el carmín, y deja los labios secos, arrugados. Y
también la piel, dejando el músculo desnudo, raso. Es el viento que llamándote
te atrae, es seco y pálido. No encontrará otra clase aquí, es el único que hay,
lo único que hay. Cuando camine, irá escuchando como entra, cual polizón
en su mente y deseca sus ideas, sus ideales.
El
olor a carbón seco, en Higuera, donde jamás ha habido mina ni comercio con él,
se irá cobrando cada zancada, colándose por sus ojos, por su
respirar y como si de una infección se tratase se extenderá como oleaje
de sus manos a sus pies, necrosando la verdad que haya creído poseer. Y
echando a un mar de polvo los planes de futuro que pueda tener.
En Higuera la mayor asfixia es no morir de esta. Es no doblegar la voluntad del
viento que pelea con fuerza, rasgando las ropas, azotando el pecho. Inclinando
tu cabeza hasta llegar a los pies para no salir jamás de ese círculo en el que
el cielo cae y la tierra arde, como una bomba incendiaria del impacto. Y
cada noche se repite el mismo proceso y cada día el viento arrecia y no
trae consigo ni el rumor a salitre ni el sonido del mar. Viaja solo,
llega a Higuera y de allí nunca sale como un incomprendido galardonado con una
camisa de fuerza, que corre de un vértice a otro en la habitación de un
psiquiátrico. No, en Higuera no hay bocado. Sé que se lo estará
preguntando. El viento repite y su reflujo es amargo, cargado de la nada que te
devora por dentro. En Higuera no hay...
Aquel hombre levantó el brazo y lanzó una piedra tan alto que
se perdió en la distancia. Se oye un quejido y un buitre cae muerto,
presa de su propia cacería.
En Higuera no hay de estos, nadie puede devorarte tanto como para liberarte
de la agonía. Es indigesta incluso para carroñeros. Por eso no se ve el vuelo
del ave, ni se oye el aullido del lobo. Sólo se ve el vasto llano, plagado de
una bruma sudorosa que corta hasta el aliento.
Cuando
llegué arriba, solo como me encontraba, en la noche solo se encontraban
sombras aun más negras que la propia oscuridad. Aquello me hizo recordar y me
arrastre con el viento de cara. Pues dicen que a la cima, a Higuera se sube de
rodillas, pero aquello no es verdad. De rodillas hallas a quién ha regresado a
la puerta y con quien hablas antes de entrar.
Yo
estuve allí y volví como me ves. Sin voluntad ni ambición. Puedo sentir el peso
de los años que no he visto en mi espalda. Y sin embargo no puedo
moverme. Sigo esperando en la puerta a quien debió venir conmigo, pues yo
llegué muy pronto. Y advierto a quien viene por propia voluntad, que los
ruidos, ese "clac, clac" que oye allá arriba, en la colina, no son
cascos de caballos sino golpes del viento que cayendo sobre los huesos, los
astilla, haciéndolos cenizas. Por ello, si continúa, no eche la vista atrás, no
retroceda. Pues el viento le dará de cara, y resquebrajará sus rodillas,
dejándolas inmóviles, secas.
Quien esto estaba escuchando, sacó su reloj de bolsillo de la chaqueta, lo
miró y se dijo: “El tiempo apremia... Es el viento, que te empuja, camina hacia
Higuera, donde los relojes se detienen y las esperas son eternas. El aire te
reclama, abanico de hojas muertas”.
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