Como
en un buen relato de Rulfo, la joven narradora Carla López nos introduce en
ambiente protocolario, falso, en el que reina la hipocresía. Todo ello contado
a través de dos puntos de vista, el de un viejo pianista, que por instantes
siente que su labor no tiene sentido, aunque la música pueda llegar a sanar el
alma, y el de otro hombre, en apariencia más joven, que lo escucha con
reverencia, acaso porque él será el encargado de sustituirlo en ese hotel
teñido de color rojo.
El
hombre del piano
Carla López
De todas las
salas del enorme hotel, aquella era sin duda la más grande. Tranquilamente podría
asegurarle que cabía un campo de fútbol allí dentro. Yo ya había tenido ocasión
de trabajar en otros locales pero ninguno era como ese.
Del techo del
salón colgaban tres grandes lámparas hechas de lágrimas de cristal que lanzaban
destellos al reflejarse unas con otras.
Las paredes, sin
ventanas, eran de rojo escarlata y le daban a la estancia un ambiente íntimo y
acogedor. En ellas se apoyaban numerosas lámparas con una luz muy tenue.
El suelo estaba
hecho de baldosas que formaban mosaicos de enormes flores rojas.
Decenas de mesas
se colocaban de un modo perfecto para que sus comensales no pudiesen molestarse
unos a otros. En ellas, los manteles eran de color marfil y las servilletas del
color rojo de las paredes.
La cubertería
siempre estaba perfectamente colocada, ni un centímetro más a la derecha, ni un
centímetro más a la izquierda.
Nunca cambiaban
los colores o la cubertería ya que, de haberlo hecho, le aseguro que no
estarían acordes con la decoración del salón.
Por último y
siempre en el mismo sitio, alejados de todos ellos, estaba yo con mi piano de
cola, noche tras noche. Aquello terminaba siendo aburrido, ¿sabe? Incluso
llegué a odiar la música durante una buena temporada. Seguro que entenderá
usted lo que le digo cuando vaya a trabajar allí un tiempo.
Y luego está ese
aire gris que hace que te pique la nariz mientras no te acostumbras. Ese aire
que es una mezcla de tabaco, alcohol y colonia barata. Si pasas mucho tiempo
ahí dentro prácticamente te olvidas de cómo es el aire puro.
Después de estas
últimas reflexiones, aquel hombre echó una maldición mientras bebía un trago
del whisky.
Entonces,
a las diez, siempre a esa hora, se abrían las puertas y entraban los invitados
con sus trajes de gala y sus joyas siempre a la vista sin reparar siquiera en
mi presencia.
Siempre hablan un
rato entre ellos acerca de lo bien que les van las cosas entre risas falsas.
Luego cada uno ocupa su mesa, ya saben cuál es su sitio pues ese es un lugar al
que van a menudo. Los hombres, fingiendo falso protocolo, les ofrecen la silla
a sus acompañantes, mientras éstas echan miradas lascivas a las mujeres que son
más bellas que ellas. A su vez, ellas disimulan que no se dan cuenta de la
situación y agradecen sutilmente el detalle de su galán.
A la vez que recordaba
esas sensaciones, miró al cielo y a continuación agitó con cuidado los hielos
de la bebida.
Se mire por donde
se mire le digo que allí reina la hipocresía y el falso decoro. Aparento que no
entero de nada y simplemente me dedico a tocar el piano; de modo
que, lo quiera o no, me convierto en uno de ellos.
Cuando llegaba el
primer plato, era el momento en el que empezaba a tocar. Entonces por instantes
sólo estábamos Mozart y yo. Yo tocaba lo que él me escribía y poco a poco la
sonata cobraba vida, mis dedos y las teclas se volvían uno solo y soñaba
despierto con que era feliz y cumplía mis sueños. Sin embargo, en algún
momento, en pleno clímax musical, alguien tosía o reía a carcajadas y me sacaba
de mi dulce fantasía. Y yo tenía que aguantar las largas horas tocando sin
apenas tomarme un descanso. Supongo que pensará que exagero, y no lo culpo,
pero cuando yo era como usted venía con las mismas ilusiones. Llegué allí con
mi título recién sacado debajo del brazo y con mil ganas de hacerles disfrutar
a aquellas personas de mi música. No esperaba que al principio me dijesen algo,
ya que suponía que habrían visto a muchos pianistas antes y seguro que mucho
mejores que yo. Pero al poco tiempo me di cuenta de que las cosas no eran como
parecían y aquellas sombras que venían cada noche jamás me dijeron una palabra
amable, ¡qué digo una palabra amable! Jamás me dijeron algo y uno no se pasa
media vida estudiando para que luego lo traten como a un trapo viejo. Pero yo
seguí yendo noche tras noche porque era
mi única forma de ganarme la vida por muy poco dinero, porque los músicos
siempre hemos estado infravalorados. Cuando terminaban el postre aquellos seres
engreídos se levantaban y volvían a hablar entre ellos con total seguridad
acerca de temas que apenas conocían.
El hombre apuró
el vaso y se quedó mirando a la nada.
Creo
que pasé allí diez años tocando, aunque para mi fueron muchos más. ¡Iluso de mí,
que pensaba que no podía encontrar algo mejor!
Los inviernos
sucedían a los otoños para luego dejar paso a las primaveras, y yo siempre
tenía los mismos espectadores y cada vez me costaba más evadirme de la realidad
mientras tocaba. Acabé tocando con frustración y hasta casi con odio. En una
ocasión escuché a uno, que decía ser médico, fanfarronearse de que él había
sanado a cientos de personas, que sus manos habían curado a muchas familias y a
mí me dieron ganas de gritarle que la música curaba el alma pero no lo hice
porque para entonces, ni yo mismo lo creía. Cada año que pasaba aquella inmensa
sala se me hacía cada vez más pequeña hasta llegar al punto de sentir que
estaba en una ratonera.
Aquel hombre
guardó silencio unos instantes. Luego me miró atentamente. Las arrugas marcaban
en su cara la edad y todas las experiencias que un día había vivido. Un manto
cristalino le cubría los ojos, quizás eran lágrimas a punto de brotar o quizás
era el aire gris de aquella sala de la que hablaba que se le había metido en
los ojos para evitarle ver de nuevo su pasado.
¡Cuánto
ánimo tenía nada más empezar! Me pareció una suerte poder trabajar en un sitio
así. A veces pienso que me lo tomaba demasiado a pecho y que tal vez me
amargaba por tonterías pero verlos a ellos con sus aires de indiferencia
fingiendo ser algo que no eran y que encima todo les fuera bien en la vida, era
como si me clavasen una estaca en el corazón.
Déjame darte un
consejo muchacho, trabaja en lo que realmente te guste, pero el día que deje de
llenarte lo que haces y sientas que te estás convirtiendo en su esclavo, ese
día déjalo, o las sombras terminarán por devorarte a ti también.
Acto seguido el
hombre se levantó, me arrojó una última mirada de nostalgia, y se fue
silbando una de esas canciones que un día le dieron la vida y al mismo tiempo
se la quitaron.
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