Ahora
que se celebra el mes de muertitos y muertitas así como el centenario de
Octavio Paz, uno de los grandes pensadores del siglo XX, me apetece darle vuelo
y rueca a la santidad y la muerte, con la consiguiente reseña al menos a una
parte de la obra de este narrador y poeta, ensayista y diplomático mexicano, al
que hace unos días nomás la Universidad del Claustro de Sor Juana (UCSJ) le dedicaba su altar de
muertos, él que tanto y tan bien
escribiera sobre ‘Todos los santos y el Día de muertos’.
A Octavio
Paz me lo descubrieron en su país, allá por los años noventa. Nada más
aterrizar en el aeropuerto Benito Juárez, ya me estaban obsequiando un libro
suyo, ‘El laberinto de la soledad’, imprescindible para entender ese país, tan
cercano y tan lejano, que tuve la ocasión de conocer tantito, por dentro y por
fuera, habida cuenta de que viví allí durante algún tiempo. Lo que nos muestra
Paz en su ensayo original, al que añadió ‘Postdata’ y ‘Vuelta a El laberinto de
la soledad’, es sabroso como el mole poblano o el atole. Pura esencia mexica.
Un análisis lúcido y emocionante sobre una tierra que se me antoja surrealista,
tal vez por eso los surrealistas, entre otros Bretón o Artaud, sentían devoción
por la misma. Pero ‘ahorita’ quiero centrarme en este libro en concreto del
Premio Nobel y Premio Cervantes mexicano, que por lo demás nos dejó una obra
inmensa, en tamaño y en calidad. Las máscaras mexicanas, la Malinche, la Conquista,
la Independencia y la Revolución, la dialéctica de la soledad o el Día de
muertos, entre otros asuntos, impregnan las páginas de este texto.
Cuenta
este colosal ensayista que cualquier pretexto es bueno para interrumpir la
marcha del tiempo y celebrar con festejos y ceremonias (algo que acaso heredaron
de su matria española), que les permite, a la mexicanidad andante, abrirse al
exterior, incluso de un modo desgarrador, descargando su alma. En ocasiones,
muchas veces (me atrevería a decir) la fiesta acaba mal: con riñas, injurias,
cuchilladas y balazos. Pero eso también forma parte de la su fiesta, que es una
‘Revuelta’, un regreso a un estado remoto, presocial, porque “la noche de
fiesta es también noche de duelo”, y porque vida y muerte son dos caras de una
misma realidad. En realidad, la ‘pelona’ (festejada con huesitos y calaveras de
azúcar como si fuera su gran amor) no les asusta porque la vida les ha curado
de espantos. “Allá en mi León
Guanajuato/ la vida no vale nada”,
como dice la canción. “Entre la fiesta y el velorio… Nuestra impasibilidad
recubre la vida con la máscara de la muerte”, remata Octavio Paz.
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