Al garrotín, al garrotán... decía una de esas canciones
castizas que tan bien conoce el pueblo español. El garrotín se me antoja
símbolo español, así como la guillotina me hace recordar “La France”
revolucionaria. Esta es sólo una impresión. Y las impresiones hay que tomarlas
como tales. A partir de ahora contaremos con el palabrín “bluyín” en el
Diccionario que la Real Academia Española prepara en colaboración con las demás
academias hispanoamericanas. Simpático, ¿no? ¿Qué os parece? Bluyín es como un término berciano aunque con
resonancias “anglosajas”, perdón, anglosajonas, sajadas, tajadas, anglas,
english, ingles, inglés... ¿Verdad? Juguemos con el silabario viejo y que éste
se transforme, en una suerte de alquimia posmoderna, en oro linguístico,
lingual, idiomático. Que la lengua, nuestra lengua, hable por nosotros. Y que
cada cual invente lo que le apetezca, que para eso tenemos lengua. Ya se
encargará nuestra Real y Sacrosanta Academia de la Lengua de darle el visto bueno, si ha menester, o por el contrario hacer la vista larga
cuando lo crea conveniente y aun necesario. Siempre de cara a la buena salud de
nuestra lengua. Supongo. Para eso están los académicos de la Lengua. Eres un
bluyín, se le podría soltar a modo de insulto a quien te cae como una pata en
el culo. No obstante, bluyín se me hace insulto suave, blandengue, sin mala
intención. Que nadie se sienta ofendido si de repente te llaman bluyín. No es
más que un pantalón vaquero, tejano, según otros. Dicho, eso sí, con la boquita
pequeña, con ese acento entre melosín, galaico-portugués por ejemplo, y
mejicano fronterizo o gringo viejo. Vaya bluyín que se gasta la “blonda” de al
lado. Está vaquerona, la tía. Y ese "pibe", mira qué bluyín, tú. A ver cuándo le da a la Academia de la Lengua
Española por aceptar términos como “batedera”, “culapadina”, “escullimao”,
“cabionazo”, “barallouzas”, “ruei”, “encelitar”, “arrebateilo”... y otros
muchos, que tampoco es cuestión de empachar a los lectores ni a la academia.
Esto de andar mudando y re-convirtiendo palabras de una lengua a otra le da a
uno como vértigo. Te sientes como despistado, atontado, fuera de sí, o de ti.
Hay palabras, y sobre todo nombres propios, nombres de ciudades, que jamás
deberían sufrir transformaciones de una lengua a otra. Nunca he entendido por
qué nos enseñan a decir y escribir Londres en vez de London, Burdeos en vez de
Bordeaux, o La Haya en lugar de Den Haag, que así es como se escriben en su
idioma vernáculo... Podemos pronunciarlos a la española, claro está. Pero
deberíamos aprenderlos tal y como son. Esa manía de trastocar los nombres
propios te puede llevar a una gran confusión. Continuaremos.
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