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lunes, 26 de octubre de 2009

Julio Llamazares


Cuando uno es capaz de escribir una obra como La Lluvia amarilla, ya está consagrado. Lo que logra Julio Llamazares con esta novela es algo extraordinario, incluso un ejercicio arriesgado, como es el adentrarse en la soledad, la tristeza, el silencio, el vacío, la muerte, incluso la locura, por qué no decirlo, y salir indemne de ella.


Desde el principio hasta el final el autor nos sacude las entrañas y nos invita a reflexionar acerca del tiempo y la muerte, la propia, la de quienes nos rodean y por quienes sentimos afecto. “Llega siempre un momento –el mío coincidió con la muerte de mi madre- en el que, de repente, la juventud se acaba y el tiempo se deshiela como un montón de nieve atravesado por un rayo”, escribe Julio.
La belleza de La Lluvia amarilla nos deja trastocados, tal vez porque el saber nos produce dolor, y esta novela, escrita en prosa, digamos lírica, está llena de sabiduría. No en balde, Llamazares es un magnífico poeta, léanse La lentitud de los bueyes y Memoria de la nieve, incluso el ensayo poético acerca de un pintoresco personaje de la historia leonesa, devoto del buen vivir y el mejor beber, aficionado al orujo y al tute, a quien Llamazares rinde culto en El entierro de Genarín:
¿Por qué León se confiesa/sin ir al confesionario/con una copa de orujo/y romances en los labios?


Yo vengo de una raza de pastores que perdió su libertad cuando perdió sus ganados y sus pastos.
Durante mucho tiempo mis antepasados cuidaron sus rebaños en la región donde se espesan el silencio y la retama.
Y no tuvieron otro dios que su existencia ni otra memoria/que el olvido
(La lentitud de los bueyes).




Hace ya mucho tiempo que camino hacia el norte, como un viajero gris perdido entre la niebla.




En el camino del norte, sin embargo, sólo mendigos locos me acompañan (Memoria de la nieve).




En todo caso, si este escritor leonés, afincado en Madrid, sólo hubiera escrito esta novela, tendríamos ante nosotros, de igual modo, a uno de los más lúcidos narradores de los últimos tiempos en lengua castellana. En realidad, no hace falta escribir muchas páginas para llegar a ser un escritor reconocido, como le ocurriera al mejicano/mexicano Juan Rulfo, quien por lo demás ha ejercido una influencia definitiva en muchos escritores, y que resulta evidente en La Lluvia amarilla, obra cumbre de Llamazares, traducida a varios idiomas, y representada en teatro. Ahora nos queda verla en cine.


Además de la novela mencionada, Julio Llamazares nos ha obsequiado obras como Luna de lobos, sobre la mítica figura del maquis, cuya adaptación al cine hizo otro leonés, “el camarada” Julio Sánchez Valdés (que estará en el mes de enero de 2010 en Tardes de Cine en Bembibre), o bien libros de viaje como El río del olvido o Tras-os-Montes. Algún día haré una reseña de esta magnífica obra con sabor portugués. 

El río del olvido es un viaje que el autor hace a pie, siguiendo el curso del Curueño, el río de su infancia, desde su muerte hasta su origen. Y recuerda la mejor literatura de viajes del maestro Carnicer, Donde Las Hurdes se llaman Cabrera.Además de su pasión viajera y su particular mirada del paisaje (“el paisaje es memoria... y fuente originaria y principal de la melancolía”), Llamazares ha trabajado como guionista y/o coguionista en películas del director leonés, Felipe Vega, y en una película memorable, Flores de otro mundo, cuya directora es Icíar Bollaín.

La primera vez que supe de la existencia de Llamazares debió de ser cuando lo vi en la película, El Filandón, del director berciano Chema Sarmiento (invitado en las primeras Tardes de cine de Bembibre). Recuerdo aquel relato suyo, que transcurre en el pantano del Porma, entre la alucinación y la noche azulada de un pueblo en ruinas, impregnado de aromas rulfianos, y un poema, Fresas, leído por el propio Llamazares, que dejó una profunda huella en la retina de mi memoria:
Entre las truchas muertas y la herrumbre,fresas.Junto a las fábricas abandonadas, fresas.Bajo la bóveda del cielo, muñecas mutiladas y lágrimas románicas y fresas.Por todas partes, un sol de nata negra y fresas, fresas, fresas.Consumación de la leyenda: en losglaciares, la venganza.Y, en los espacios asimétricos del tiempo,un relato de amor que la distancia niega y ocas decapitadas sobrevolando mi corazón. Por todas partes, un sol de nata negra y fresas, fresas, fresas...Es probable que su pasión por el cine le llevara a escribir Escenas de cine mudo, constituido por varios capítulos, en los que la realidad se impone como una fotografía en blanco y negro, entre los que destacaría Retrato de un fantasma, La colina del diablo, Pulmones de piedra, La memoria enterrada, La vida en blanco y negro, Huérfano en la catedral o Se vive solamente una vez, que dedica al British Bar de Lisboa, en Cais do Sodré, donde hay un reloj cuyas agujas y el tiempo discurren al revés. De este asunto también doy cuenta en Lisboa, cidade miraouro, recogido en Viajes sin mapa.
En el penúltimo capítulo de Escenas de cine mudo, Uvas de perro, Llamazares menciona las fotos de Juan Rulfo, que el escritor hizo cuando recorría como viajante los pueblos de todo México/Méjico. “Rulfo… sabía que las fotos tienen que ver con la muerte”. “En sus fotografías –escribe Carlos Fuentes-, Juan Rulfo resucita al pueblo entero de Pedro Páramo y El Llano en llamas para darle su actualidad más precisa y más preciosa”.
Sólo una vez tuve la ocasión de hablar con Julio Llamazares. Fue en León, en la terraza de un bar, que está en uno de los soportales de la Plaza Mayor. Creo recordar que era El Universal. Han pasado varios años desde entonces, pero ahora me gustaría volver a verlo. Ojalá viniera a la presentación, en el Albéitar de León, de Elogio de la distancia.

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