A sus ciento dos años, que se dice pronto, el maestro Crémer, el genial y siempre joven Crémer, nos ha dicho adiós, dándonos muchas lecciones de vida. Siempre lo recordaremos con cariño a aquel hombre valiente, con quien compartimos alguna que otra comida de fin de año en León. Que para eso el Diario obsequiaba y sigue ofreciendo a sus colaboradores un ágape de confraternización periodística. Que todo sea por la libertad de expresión.
La filosofía de Victoriano consistía en la de vivir. Vivir y dejar vivir. Qué extraordinario. Resulta tan difícil vivir en este teatro de la crueldad en el que las bestias humanas, demasiado humanas, se zampan a diario. “Un mundo en que diariamente se come vagina asada con salsa verde o sexo de recién nacido flagelado y enfurecido, tal como sale del sexo materno”, decía el lúcido tarado Artaud.
Crémer fue un vitalista y un estoico, que vivió para contarnos muchas cosas. No como los faramalleros, que se la dan de vividores, y no han vivido un carajo. “Si lo que se escribe no es autobiografía, no es nada”, solía decir este periodista-escritor, que tanto nos ha enseñado. A uno le gustaría llegar a sus años como él llegó. Daríamos cualquier cosa, suponiendo que pudiéramos dar algo, por tener su lucidez y vitalidad. Sólo siendo como él fue, se puede llegar a su edad. Uno siente una gran admiración por alguien que vivió y encima nos lo supo contar. Vivir y morir en León. Amar y escribir en León. León como hálito vital. León como tierra de inspiración/respiración y persistencia de la memoria.
Uno no puede ser un gran novelista cuando no ha vivido casi nada, porque nada interesante tiene que contar. Luego no nos engañemos ni dejemos engañarnos. Crémer fue capaz de contarnos muchas cosas de su vida, y contárnoslas bien, lo cual es una maravilla para el lector.
Dicho sea de paso, entre mis escritores preferidos figuran Henry Miller y Antonin Artaud, amén de rapazonas como Anaïs Nin, la musa-amante de Henry, y Simone de Beauvoir, que fue la mujer-amiga de Sartre…
A determinados escritores, o juntadores de letras, les sigue pareciendo que esto de contar su vida es demasiado vulgar o pretencioso o poco literario, y no encaja en los cánones artísticos de vayan ustedes a saber qué fantásticas literaturas, novelines rosa, historias interminables, verborrea por un tubo catódico, intertextualidad amorosa... A uno le sigue conmoviendo Henry Miller por lo que tiene de autobiográfico. Sus Trópicos de Cáncer y Capricornio, Días tranquilos en Clichy o El coloso de Marusi son espléndidos ejercicios vitales.
El propio Umbral, insuperable en aquellas sus crónicas diarias, siempre se nos mostró autobiográfico. Y es entonces cuando sentimos la fuerza de la literatura, el poder de la palabra, la belleza de la escritura. Como sentimos la muerte del maestro Crémer en lo más hondo de nuestro espíritu.
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