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miércoles, 7 de agosto de 2019

De la ciudad de León a la Barcelona de Gaudí

Arribo a la estación de Sants desde la ciudad de León, después de una velada inolvidable con motivo del Ágora poética que se celebra el último viernes de cada mes en el anfiteatro de San Marcos. Un trayecto en tren Alvia de poco más de ocho horas, habida cuenta de que Barcelona está a 800 kilómetros desde León city. Bueno, en un Ave el tiempo de viaje imagino que se reduciría considerablemente. Y se quedaría en unas tres horas. O algo así, supongo. Lyon-París (unos 500 kilómetros) son dos horas de viaje en TGV. 
Cabe recordar que el Alvia, aun alcanzando una buena velocidad, se para en varios sitios: Palencia, Burgos, Miranda, Vitoria, Pamplona... Zaragoza, Lleida... hasta alcanzar Barna, donde me esperan, con los brazos abiertos, mis sobrinos Mery e Iván, con su niño Nil, que es mi sobrinín nieto, un amor de crío, inteligente y tierno. Me encantó verlo/verlos. Nil me contagió su vitalidad. 

Desde Sants nos encaminamos, vía Diagonal, a Sant Joan Despi, que es como la periferia de la Gran Barna, aunque sea Ayuntamiento (cuántos ayuntamientos, santo dios).
Agradezco su generosidad.

Además, eso me permitió descansar bien en un día de mucho calor, que uno no está habituado a esas calorinas, con tanta humedad. 
Ahora que lo pienso, el Bierzo entero, incluida la olla ponferradina, es una maravilla incluso en verano, porque se duerme a gustito.
Al día siguiente, bien descansado y repuesto, me dirijo otra vez a Sants, pues mi deseo es allegarme a Figueras, la tierra natal de Dalí (de esto espero dar cuenta en el siguiente post o entrada en este blog). 
No obstante, encuentro tiempo para darme una vueltina por los alrededores. Y aun acercarme a Plaza España, con sus características torres venecianas, que sirvieran de entrada a la expo de 1929. De vez en cuando conviene echar la vista a la historia. 

Torres venecianas, así se les dice, por su parecido con el campanile o campanario de San Marcos de Venecia, ciudad que me deslumbrara y aun me emocionara la primera vez que la visitara, paseo en góndola incluido, que es como navegar en un ataúd, eso sí con música, por los canales de un mar que huele algo putrefacto. 
Recordaba estas torres, incluso en mi primera visita rápida a Barcelona, allá por el 88, en un viaje precisamente a Italia (con la ciudad de Venecia, entre otras, como destino).
Lo que no recordaba es la plaza de toros o Las Arenas, de estilo neo-mudéjar, que ahora (desde hace unos años) se ha reconvertido en un complejo comercial y cultural, de ocio. Con buenas vistas, al parecer, desde sus azoteas. Pero no me subí y ni me adentré en este edificio. Otra vez será. En cambio, eché la vista hacia Montjuïc. Y asomé el pescuezo al Paral.lel o Paralelo, que otrora era arteria con mucha movida nocturna. Sirva todo este preámbulo para introducirnos en una ciudad que ha sido/es una potencia en nuestro país de paisitos. Y que a lo largo de los años ha acogido a multitud de personas llegadas desde diferentes puntos de la geografía española. Y aun de otros países. Como es el caso de Mónica. 

En la actualidad, Barna es una mixtura de etnias y culturas. No hay más que darse un paseo por barrios como el Raval (con su gato gigante). Y aun otros barrios.

Una ciudad que tanto me hace recordar a París, al menos en sus espaciosas y arboladas avenidas (como la Diagonal, la Gran Vía, Meridiana o Aragón/Aragó). 
Dicho sea de corrido, me alojé en la céntrica Avenida Aragó, 291, a unos pasitos del passeig de Gràcia y de la casa Batlló, que es uno de los iconos del genio catalán y universal Gaudí, con quien estamos o deberíamos estar familiarizados los leoneses, pues este singular arquitecto dejó su impronta asimismo en la ciudad de León con la casa Botines y en Astorga con el palacio episcopal. Incluso en la bella Comillas con El Capricho. 

Barna es un poco París ("la pequeña París", le dicen), en la estética de sus edificios, que tanto le deben al modernismo de Gaudí.

Una ciudad apasionante para un arquitecto. 
Barna es un poco París (con Arco de Triunfo incluido) y también un poco Ámsterdam (ha querido imitar el modelo de carril de bicis). Y todos esos clubes de cannabis, que serían equivalentes a los coffee shop de la lírica ciudad holandesa, por la que siento tanto cariño. Y que he visitado en muchas ocasiones.

También Barna cuenta con su archifamoso Bagdad (carrer Nou de la Rambla) y su museo erótico en las Ramblas (animadas día y noche, con mucho listo ojo avizor en busca de algún pardillo turista al que birlarle la billetera) y aun un museo del has y la marihuana, a imitación del de la ciudad holandesa. 
Barna también cuenta con muchas y bellas fuentes, decorativas y para tomarse un trago, como Roma. Y en determinados lugares del barrio de Gracia tiene un aire con el madrileño barrio de Malasaña. O eso me pareció en un paseo en compañía de Ana y de Mónica. Y luego tomándonos una cerveza en una plaza de cuyo nombre no me acuerdo. 
Una ciudad que, en otro tiempo, diera la espalda al mar (grave error). Y que ahora ha integrado el mar en su vida. La Barceloneta, toda la zona portuaria y marítima, playera, está divina. Divina de la vida, porque Barcelona es una mirada al mar. Y aun otra a la montaña, al Tibidabo (conocido por su parque de atracciones), desde donde se puede contemplar la ciudad Condal en todo su esplendor, incluso el aeropuerto del Prat (en el que estuve hace dos años con motivo de un viaje que hiciera a Sicilia, Madrid-Barna-Palermo). 
Inolvidables las vistas desde las faldas del Tibidabo. Desde esas alturas da la impresión de que no fuera una ciudad tan grande en extensión, sobre todo a lo ancho. Pero la vista engaña. Y, cuando uno desciende a sus entrañas, se da cuenta de su magnitud, de su envergadura. 

Barcelona es una olla. Eso me cuenta Toni (también el Bierzo es una gran olla, me apetece recordar). Una olla en la que se cuece uno en verano, a resultas del calor y la humedad. Una olla en la que se cuecen muchos y exquisitos platos, de diversas culturas. La gastronomía catalana tiene fama, es muy buena (visita de rigor el mercado de la Boquería). 
Inolvidables son también las vistas desde Montjuïc. Lástima que no viera el espectáculo de luces.
Ni el cementerio, donde están enterrados por ejemplo los anarquistas leoneses Buenaventura Durruti y Ángel Pestaña (nacido en Santo Tomás de las Ollas, al lado de lo que hoy es el campus de Ponnferrada), o el poeta José Agustín Goytisolo, que me cautivó cuando leí por primera vez Palabras para Julia. Bellísimo y reflexivo poema que han musicalizado desde los Suaves hasta Paco Ibáñez.

Y estupendas son también las vistas panorámicas desde el parque Güell, que diseñara el genio Gaudí, por quien también siento devoción. Y es que Gaudí dejó su gran huella en Barna, con esas casas museo como la ya mencionada Batlló o bien la Pedrera. Amén de algún edificio más. Y por supuesto la fascinante Sagrada Familia, que es como una mezquita arborescente y católica, donde los ateos nos quedamos deslumbrados ante tamaña belleza. 
Una Sagrada Familia que también me hace recordar las estalactitas y estagmitas de la cueva de Valporquero.
Y cómo no las rocas fungiformes, las chimeneas de hadas de la Capadocia. Aproximaciones a Gaudí en Capadocia, como nos recordara el gran Juan Goytisolo, quien por cierto era barcelonés y ramblero, sempiterno rompesuelas, incansable viajero al corazón de la cultura islámica.
Gaudí nunca estuvo en la Capadocia, que se sepa, pero sí en Marruecos, que pudo haber sido su gran inspiración. Y hasta da la impresión de que hubiera conocido el valle de Göreme (Patrimonio de la Humanidad). 
No obstante, Gaudí, cuya inspiración encontró en la propia naturaleza, es probable que también se inspirara en sus paisajes familiares, en su Cataluña del alma (en Baix Camp, aseguran algunos estudiosos). 
Me siento entusiasmado con la Barcelona de Gaudí. Y por supuesto con el pluricultural barrio del Raval, que vibra a ritmo hindú y magrebí.
Todos y nadie somos extranjeros en esta animada y ahora calurosa ciudad de ciudades.

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