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lunes, 19 de marzo de 2018

Rulfo o el México profundo

Rulfo, aquel hombre de hablar quedo y espíritu depresivo, que este año hubiera cumplido el siglo y un año (o sólo el siglo, pues no está claro, según el escritor mexicano Carlos Fuentes, si nació en 1917 o 1918), aquel prodigioso escritor mexicano, que hizo de su tierra de Sayula (Jalisco, la Nueva Galicia, como él mismo llegara a decir), un universo de ficción y realidad, nos ha legado una obra breve pero harto sustanciosa, extraordinaria, en realidad. 
Cuenta el gran escritor Julio Llamazares, cuya influencia rulfiana es evidente en al menos su Lluvia amarilla y a quien cita de modo explícito en Escenas de cine mudo (dos obras magníficas) que pocos escritores en la historia de la literatura universal han logrado el reconocimiento que Rulfo alcanzó con solo dos libros: la novela Pedro Páramo y el conjunto de relatos El llano en llamas. Y agrega: "El gallo de oro, que sería el tercero, no pasó de ser un conato de guion de cine". 

A decir verdad, El gallo de oro, que he tenido la ocasión de leer, también me resulta interesante. Esa historia de amor loco entre un gallero y tahúr llamado Pinzón y una cantante de palenque apodada La Caponera. Cabe señalar que los escritores Carlos Fuentes y Gabo (quien reconoce la conmoción que le causara la lectura de Pedro Páramo) se encargaron de hacer un guión a partir de esta novela corta de Rulfo, que dirigiría Gavaldón. Y que en los ochenta el realizador mexicano Ripstein volviera a adaptar al cine bajo el título de El imperio de la fortuna. 
Pues eso mismo, con sólo tres obras y nomás de trescientas páginas publicadas, el genio Rulfo, que en verdad fuera un jalicense muy arraigado a su tierra, nos ha cautivado con su prosa sensorial, comestible y sus imágenes en blanco y negro sobre ese México profundo, rural, esos pueblos sin esperanza, como Luvina, donde el viento, en tremolina, "no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas en la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes", o ese "aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias", que invade el territorio mítico, fantasmagórico e infernal llamado Comala (término que hace referencia al comal o comalito, recipiente de la cocina tradicional que se usa como 'sarten' para cocinar) donde los muertitos, en Santa compaña galaica, conviven con los vivos (puro realismo mágico). Y nos hablan desde el más allá (curiosamente situado en el más acá) con su sonoridad musical y sus rítmicas palabras amasadas con el lirismo de los sueños y las pesadillas, las ilusiones y esperanzas que sólo pueden permanecer en ese tiempo suspendido en el aire, en la región más transparente del aire, por decirlo en palabras de los escritores mexicanos Alfonso Reyes y Carlos Fuentes. 

"Comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala", nos cuenta Juan Preciado casi al inicio de Pedro Páramo. 
Marcado por una infancia (lo que más influye en el ser humano, lo que más persiste en la memoria del hombre, dijo el autor mexicano), y sobre todo por su infancia de orfanato, pues varios de sus parientes, incluido su padre, murieron asesinados siendo un niño, Rulfo nos adentra en su mundo, que en verdad es el mundo revolucionario, fundamentalmente postrevolucionario. Y nos conmueve con sus historias sociales, de campesinos, de superstición y magia, de costumbres ancestrales, de personajes pobres y sometidos, abocados a un destino fatídico (léase, por ejemplo, su relato Es que somos muy pobres), con sus personajes marginales y discapacitados (como Macario). Y nos ayuda a reflexionar y entender ese mundo, que también es nuestro, porque la condición humana, salvando los condicionantes culturales, religiosos, ideológicos..., es igual allá y acá. Y Rulfo ha sabido, como nadie, darles voz a los sin voz, incluso a los muertitos, darle voz al pueblo vapuleado siempre o casi siempre por gobernantes déspotas, despiadados, corruptos, asesinos incluso. Historias de venganza (como ¡Diles que no me maten!, El hombre o Acuérdate, incluso Pedro Páramo) contadas, en su mayor parte, en primera persona, a través de monólogos (también interiores, en el que el flujo de la conciencia/subconsciencia resulta hipnotizador). Historias narradas a veces por narradores observadores, comportamentales (centrados en las conductas, en los gestos de sus personajes), aun antes que por narradores omniscientes (que parecen saberlo todo de sus personajes). Cuentos y relatos fragmentados, en los que el tiempo se detiene, se ralentiza, a veces se invierte, se rompe, se adelanta o se retrasa como esos relojes viejos, viejos y entumidos como sus pueblos, los que retrata (tanto en sus fotos como en sus narraciones), pueblos en definitiva presididos por el infortunio, "que saben a desdicha". 

Fotos en banco y negro que han sabido captar la belleza poética de un México rural, de campesinos con la melancolía en la mirada, de paisajes desoladores, también de conventos o edificios construidos por los colonizadores españoles, imágenes que nos cuentan historias en la misma línea en que lo hacen sus cuentos, cual si estuviera mostrando un mundo fantasmagórico. En su caso la imagen y la palabra se dan la mano, se abrazan en una fusión de altos vuelos artísticos. 
“Las imágenes en blanco y negro me remiten a otros mundos. Son documentos de una ausencia casi metafísica. Mudas, las figuras te miran como esperando la oportunidad de decir algo”, dijo Rulfo, cuya mirada fotográfica nos deja pegados a su obra al igual que lo hace con su narrativa.  
Comenzó a hacer fotos siendo un adolescente por pura afición. Y continuó haciéndolas durante su periplo como viajante o corredor de comercio (que dirían en México), que le permitiría recorrer la geografía fantástica de su país. 

También el cineasta ruso Eisenstein supo filmar ese México de hondura esencia, festivo y en ocasiones mortuorio, que nos muestra en su documental ¡Qué viva México! No tiene desperdicio el Día dedicado a los muertos. 
Seguiremos disfrutando con sus cuentos y sus imágenes, porque Rulfo nos devuelve a un México que fue y sigue siendo, un Mexiquito, ay, cielito ojitos lindos y universal, con el que me siento religado. Que me hace vibrar. Y soñar. 
Un mundo estimulante e inspirador que me hizo vivir experiencias extraordinarias en una época, aún era jovencito, en que mis ilusiones estaban a flor de piel. 
Un país que, para quien desee componer con la palabra, es fascinante. Rulfo, aparte de excelente narrador y fotógrafo, es una fuente poderosa de vocablos y expresiones.  
Pero también es México un manantial de inspiración para quien desee pintar. Me entusiasma Frida Kahlo. Y Diego Rivera. Y Orozco. Y Siqueiros. 

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