Ángeles Caso en León
Hoy, día de poesía y de primaverales aromas, quiero rememorar
este texto de la periodista y escritora Ángeles Caso, que me ha colmado de
placer, que me ha insuflado vida por todos los poros del alma, porque sus
palabras son en verdad sabias, esenciales, imprescindibles, sobre todo para
quienes creemos en la ternura del amor, de mi amor, Amor, y de la dulce
compañía de la amistad. Grande, Ángeles. Me has hecho feliz. Y tú, Amor, sigues
dándome fuerza y energía.
Será porque tres de mis más queridos amigos se han
enfrentado inesperadamente estas Navidades a enfermedades gravísimas. O porque, por suerte para mí, mi compañero es un hombre que
no posee nada material pero tiene el corazón y la cabeza más sanos que he conocido
y cada día aprendo de él algo valioso. O tal vez porque, a estas alturas de mi
existencia, he vivido ya las
suficientes horas buenas y horas malas como para empezar a colocar las
cosas en su sitio. Será, quizá, porque algún bendito ángel de la sabiduría ha
pasado por aquí cerca y ha dejado llegar una bocanada de su aliento hasta mí.
El caso es que tengo la sensación –al menos la sensación– de que empiezo a
entender un poco de qué va esto llamado vida.
Casi nada de lo que creemos que es importante me lo parece. Ni el
éxito, ni el poder, ni el dinero, más allá de lo imprescindible para vivir con
dignidad. Paso de las coronas de laureles y de los halagos sucios. Igual que
paso del fango de la envidia, de la maledicencia y el juicio ajeno. Aparto a
los quejumbrosos y malhumorados, a los egoístas y ambiciosos que aspiran a reposar en tumbas llenas de honores y
cuentas bancarias, sobre las que nadie derramará una sola lágrima en la que
quepa una partícula minúscula de pena verdadera. Detesto los coches de lujo que
ensucian el mundo, los abrigos de pieles arrancadas de un cuerpo tibio y
palpitante, las joyas fabricadas sobre las penalidades de hombres esclavos que
padecen en las minas de esmeraldas y de oro a cambio de un pedazo de pan.
Rechazo el
cinismo de una sociedad que sólo piensa en su propio bienestar y se desentiende del malestar de los otros, a base del cual
construye su derroche. Y a los malditos indiferentes que nunca se meten en
líos. Señalo con el dedo a los hipócritas que depositan una moneda en las
huchas de las misiones pero no comparten la mesa con un inmigrante. A los que
te aplauden cuando eres reina y te abandonan cuando te salen pústulas. A los
que creen que sólo es importante tener y exhibir en lugar de sentir, pensar y
ser.
Y ahora, ahora, en este momento de mi vida, no quiero casi
nada. Tan sólo la ternura de mi amor y la gloriosa compañía de mis amigos. Unas cuantas carcajadas y unas palabras de cariño antes de
irme a la cama. El recuerdo dulce de mis muertos. Un par de árboles al otro lado
de los cristales y un pedazo de cielo al que se asomen la luz y la noche. El
mejor verso del mundo y la más hermosa de las músicas. Por lo demás, podría
comer patatas cocidas y dormir en el suelo mientras mi conciencia esté
tranquila.
También quiero, eso sí, mantener la libertad y el espíritu crítico
por los que pago con gusto todo el precio que haya que pagar. Quiero toda la
serenidad para sobrellevar el dolor y toda la alegría para disfrutar de lo
bueno. Un instante de belleza a diario. Echar desesperadamente de menos a los
que tengan que irse porque tuve la suerte de haberlos tenido a mi lado. No
estar jamás de vuelta de nada. Seguir llorando cada vez que algo lo merezca,
pero no quejarme de ninguna tontería. No convertirme nunca, nunca, en una mujer
amargada, pase lo que pase. Y que el día en que me toque esfumarme, un puñadito
de personas piensen que valió la pena que yo anduviera un rato por aquí. Sólo quiero eso. Casi nada. O todo.
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