Por fin, La Zaranda logra el premio Nacional de teatro, lo cual no resulta extraño, habida cuenta de que ésta es quizá la mejor compañía teatral de este país. Acaso sea abusado decirlo así, tan contundente, con tanta rotundidad. En todo caso, es la "tropa" que más se aproxima, aparte del Teatro Corsario, a lo que uno entiende por teatro en su estado puro, el teatro en estado de gracia, o sea.
No he visto muchos montajes de La Zaranda, pero los que he presenciado -en el Bergidum, de Ponferrada-, me resultan sobrecogedores, logrando acelerar mis vísceras hasta alcanzar como un estado de trance. Es tal su poderío en escena, que los actores se me hacen, insisto, estremecedores. Me alegra que hayan logrado este premio, aunque sus espectáculos son un verdadero premio para quienes asistimos a sus funciones. La primera vez que vi uno de sus espectáculos fue en el año de 2003. Se trataba de Ni sombra de lo que fuimos. Y me quedé impresionado. "Te gustará", me habían avisado Varela y Arcadio. Y como si la profecía se cumpliera, salí del teatro como fuera de mí, con ganas de repetir la experiencia. Este es el genuino teatro. Y lo demás son pamplinas, como decía uno de los persanajes de aquella singular y arriesgada obra. La puesta en escena, poética y delirante, me hizo recordar a las sugerentes puestas en escena del mago Fellini, y las pelis de Kusturica, que en el fondo es un discípulo aventajado del director de Amarcord.
Ni sombra de lo que fuimos me llegó al alma, con momentos desgarradores, como si de repente me diera un vuelco el corazón. Como si estuviera dando vueltas, con los actores, en el tiovivo, escenografía central de este espectáculo. Un carrusel que logra introducir al espectador en el mundo onírico y la infancia, y aun en el mundo de las pesadillas. Oímos una voz enferma, como de ultratumba, que nos habla de la soledad. Una voz, que es rostro, encajonada en un ataúd. Recuerdo que siendo un niñín, soñaba a menudo que me enrollaba en una espiral sin fin, y giraba sin parar, con el angustioso vaivén y vértigo de una caída infinita. Era éste una pesadilla que se repetía sin cesar, una y otra vez. Por lo demás, sentía gran pasión por el tiovivo, "los caballitos", a los que me llevaba mi padre cada año, llegadas las fiestas del Cristo de Bembibre.
La puesta en escena de esta obra, un tanto alucinógena, me hace pensar en el polaco Tadeusz Kantor, para quien el teatro, su forma de concebirlo, era una verdadera barraca de feria, teatro de la emoción, de la realidad degradada, de la muerte, en definitiva, en el que los personajes tratan de reconstruir, con su memoria difuminada, aquello que fue su vida, su felicidad o sus miserias. Personajes a los que ya sólo les quedan palabras inútiles, letanías sin esperanza. "Vamos pa'lante. Siempre pa'lante, y cuando lleguemos alante, pues más pa'lante", grita a caracajas un personaje, singular en su papel de bufón. Una risa que sabe a final sombrío... Los que ríen los últimos (su siguiente obra). Otro de sus grandes espectáculos, en el que vemos a tres personajes, tres vagamundos y aun vagabundos, desamparados, en un viaje a ninguna parte (como el título de la peli de Fernán Gómez). "¿Adónde vamos?", se interroga un personaje. Pues, "adonde se tenga que ir", responde otro, como si estuviéramos asistiendo a una puesta en escena de Esperando a Godot, con la herencia pictórica de Goya.
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