(Manuel Cuenya. Composición de relatos y
microficciones. Nivel Intermedio. UNED de Ponferrada)
Hace poco me nombraron embajadora de Capila (no me gustaría ser demandada por mi humilde texto) en mi trabajo. Para quienes, como yo hasta hace poco neófitos en estos términos, me seleccionaron como ratoncillo de indias con la idea de que probase la inteligencia artificial desarrollada por un famoso sello de software informático, conocido con el nombre de Capila. Creo que el término embajadora, aunque me vendría grande si lo buscáramos en la Real Academia Española, está bien escogido, ya que trabajo como representante de un grupo de compañeros de similares características a las mías en cuanto a conocimientos y uso del software, e interacciono con una representante del conjunto que componen las inteligencias artificiales. Lo que hay detrás de este nombramiento también se asemeja bastante al mundo físico en dos aspectos: por un lado, yo soy la embajadora del estado que tiene más poder y, por tanto, soy yo la que doy órdenes a Capila acerca del trabajo a realizar, y, por otro, esta interacción tiene detrás una intencionalidad económica de la empresa, que quiere ahorrar costes en trabajadores eliminando tareas que se puedan mecanizar.
Hago aquí una
pausa para destacar mi amabilidad a la hora de dar órdenes a Capila. Como buena
hija de los años ochenta, tengo grabado a fuego el posible destino de la
humanidad que describe la película Terminator,
y espero que, si alguna vez las máquinas toman definitivamente el control,
recuerden que no todos las tratábamos igual. Dicho esto, comencé mi tarea con
bastante vértigo, ya que, durante los distintos cursos a los que asistí y en
los que se me explicaban todas las posibilidades que Capila nos ofrecía, no
podía evitar divagar y asociar la rapidez con que la suplantación del ser
humano por las máquinas se estaba produciendo con el consejo del Fondo
Monetario Internacional de implementar una renta básica universal, ante la
falta de puestos de trabajo que habrá en el futuro. De este modo, me sentía de
algún modo colaboracionista de ese futuro poco esperanzador donde los humanos
sobrevivimos en un entorno destartalado y maloliente en el que máquinas
relucientes sacan la productividad necesaria. En lo que respecta a mi trabajo,
me proyecté seis meses hacia adelante, y vi a Capila mandando correos
electrónicos a los clientes, con los que establecía relaciones más estrechas
que las construidas por mí, y resolviendo tareas del día a día de una manera
tan acertada que me obligaría a dedicar mi tiempo libre a rehacer mi curriculum, en lugar de buscar el
siguiente destino vacacional.
Comencé entonces
a probarla a diario, en todos los ámbitos en los que me habían formado y para
toda tarea que yo consideraba medianamente mecánica. El resultado fue para mí
un fracaso y un alivio a la vez. Fracaso a nivel operativo, pues Capila no era
capaz de manejar tantas fuentes dispersas y mal organizadas de información, ni
de dar respuestas mínimamente coherentes. Alivio porque, visto lo visto, de
nuevo podía centrarme en buscar vacaciones y no en actualizar mi curriculum. Ahora mismo, estoy
finalizando mis tareas como embajadora, dando reporte sobre lo que funciona y
lo que no va bien, bajo mi punto de vista, con esta nueva herramienta. Es al
transmitir mis opiniones cuando he sentido la necesidad de escribir este texto
y es que hay dos conclusiones que no he sido capaz de incluir en el informe a
dirección (por el riesgo ya mencionado de actualización de curriculum).
El primero, que
la inteligencia artificial es otra fuente de desigualdad más. Capila no deja de
ser una herramienta desarrollada a nivel generalista para todo tipo de usuarios
y organización y con un precio moderado, pero, si esa herramienta se puede diseñar
ad hoc, es decir, si hay empresas y
personas que son capaces de invertir dinero en organizar la información de
manera adecuada y personalizar este tipo de herramientas, estos individuos y
corporaciones de mayor poder adquisitivo lograrán resultados y beneficios de
manera más rápida y eficaz que el resto.
El segundo me
hace pensar en esa teoría que he escuchado alguna vez sobre la embolia
colectiva que los seres humanos vienen sufriendo desde hace milenios y que
provoca que busquemos explicación en posibles OVNIs a las construcciones de
egipcios o incas, cuando no es que la gente de entonces tuvieran una ayuda
exterior, sino que, simplemente, era más inteligente que nosotros. Recordé esto
porque la inteligencia artificial da resultados rápidos, sí, pero no
confiables, y, en un mundo en el que el papel cada vez molesta más, donde las
posibilidades de que acabe existiendo un oficio como el del protagonista de 1984, de Orwell, son altas, unido al
fervor por la prisa y por los resultados que nos rodea, temo que la
inteligencia artificial haya llegado para ser el acelerante en la hoguera de la
sabiduría de la humanidad, de modo que seamos cada día más bobos, hasta que
llegue un momento en el que no harán falta embajadores de ningún tipo porque no
habrá nada externo con lo que relacionarse, ni nada nuevo que dar a conocer. Me
temo que hemos dado los primeros pasos para que nuestra inteligencia se vuelva
algo realmente artificial.