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jueves, 9 de octubre de 2025

La inteligencia artificial, por Pilar Menéndez Bello


(Manuel Cuenya. Composición de relatos y microficciones. Nivel Intermedio. UNED de Ponferrada)

 

Hace poco me nombraron embajadora de Capila (no me gustaría ser demandada por mi humilde texto) en mi trabajo. Para quienes, como yo hasta hace poco neófitos en estos términos, me seleccionaron como ratoncillo de indias con la idea de que probase la inteligencia artificial desarrollada por un famoso sello de software informático, conocido con el nombre de Capila. Creo que el término embajadora, aunque me vendría grande si lo buscáramos en la Real Academia Española, está bien escogido, ya que trabajo como representante de un grupo de compañeros de similares características a las mías en cuanto a conocimientos y uso del software, e interacciono con una representante del conjunto que componen las inteligencias artificiales. Lo que hay detrás de este nombramiento también se asemeja bastante al mundo físico en dos aspectos: por un lado, yo soy la embajadora del estado que tiene más poder y, por tanto, soy yo la que doy órdenes a Capila acerca del trabajo a realizar, y, por otro, esta interacción tiene detrás una intencionalidad económica de la empresa, que quiere ahorrar costes en trabajadores eliminando tareas que se puedan mecanizar. 


Hago aquí una pausa para destacar mi amabilidad a la hora de dar órdenes a Capila. Como buena hija de los años ochenta, tengo grabado a fuego el posible destino de la humanidad que describe la película Terminator, y espero que, si alguna vez las máquinas toman definitivamente el control, recuerden que no todos las tratábamos igual. Dicho esto, comencé mi tarea con bastante vértigo, ya que, durante los distintos cursos a los que asistí y en los que se me explicaban todas las posibilidades que Capila nos ofrecía, no podía evitar divagar y asociar la rapidez con que la suplantación del ser humano por las máquinas se estaba produciendo con el consejo del Fondo Monetario Internacional de implementar una renta básica universal, ante la falta de puestos de trabajo que habrá en el futuro. De este modo, me sentía de algún modo colaboracionista de ese futuro poco esperanzador donde los humanos sobrevivimos en un entorno destartalado y maloliente en el que máquinas relucientes sacan la productividad necesaria. En lo que respecta a mi trabajo, me proyecté seis meses hacia adelante, y vi a Capila mandando correos electrónicos a los clientes, con los que establecía relaciones más estrechas que las construidas por mí, y resolviendo tareas del día a día de una manera tan acertada que me obligaría a dedicar mi tiempo libre a rehacer mi curriculum, en lugar de buscar el siguiente destino vacacional.

Comencé entonces a probarla a diario, en todos los ámbitos en los que me habían formado y para toda tarea que yo consideraba medianamente mecánica. El resultado fue para mí un fracaso y un alivio a la vez. Fracaso a nivel operativo, pues Capila no era capaz de manejar tantas fuentes dispersas y mal organizadas de información, ni de dar respuestas mínimamente coherentes. Alivio porque, visto lo visto, de nuevo podía centrarme en buscar vacaciones y no en actualizar mi curriculum. Ahora mismo, estoy finalizando mis tareas como embajadora, dando reporte sobre lo que funciona y lo que no va bien, bajo mi punto de vista, con esta nueva herramienta. Es al transmitir mis opiniones cuando he sentido la necesidad de escribir este texto y es que hay dos conclusiones que no he sido capaz de incluir en el informe a dirección (por el riesgo ya mencionado de actualización de curriculum).

El primero, que la inteligencia artificial es otra fuente de desigualdad más. Capila no deja de ser una herramienta desarrollada a nivel generalista para todo tipo de usuarios y organización y con un precio moderado, pero, si esa herramienta se puede diseñar ad hoc, es decir, si hay empresas y personas que son capaces de invertir dinero en organizar la información de manera adecuada y personalizar este tipo de herramientas, estos individuos y corporaciones de mayor poder adquisitivo lograrán resultados y beneficios de manera más rápida y eficaz que el resto.

El segundo me hace pensar en esa teoría que he escuchado alguna vez sobre la embolia colectiva que los seres humanos vienen sufriendo desde hace milenios y que provoca que busquemos explicación en posibles OVNIs a las construcciones de egipcios o incas, cuando no es que la gente de entonces tuvieran una ayuda exterior, sino que, simplemente, era más inteligente que nosotros. Recordé esto porque la inteligencia artificial da resultados rápidos, sí, pero no confiables, y, en un mundo en el que el papel cada vez molesta más, donde las posibilidades de que acabe existiendo un oficio como el del protagonista de 1984, de Orwell, son altas, unido al fervor por la prisa y por los resultados que nos rodea, temo que la inteligencia artificial haya llegado para ser el acelerante en la hoguera de la sabiduría de la humanidad, de modo que seamos cada día más bobos, hasta que llegue un momento en el que no harán falta embajadores de ningún tipo porque no habrá nada externo con lo que relacionarse, ni nada nuevo que dar a conocer. Me temo que hemos dado los primeros pasos para que nuestra inteligencia se vuelva algo realmente artificial.

Lecturas de un alma vagabunda, de Ruy Vega

 

Ruy Vega en Noceda del Bierzo

Muchas gracias, querido amigo Ruy, por este maravilloso libro titulado Lecturas de un alma vagabunda, que tantas ganas tenía de leer, aunque lo fuera leyendo, saboreando, en pequeñas dosis a lo largo de las cartas a ninguna parte que has ido publicando en La Nueva Crónica, que en realidad son cartas al padre, a tu padre, la estrella que echas de menos; coplas a la muerte de su padre, como hiciera el poeta Jorge Manrique: cómo se pasa la vida,/ cómo se viene la muerte/ tan callando... Qué importantes son los padres, sobre todo cuando los perdemos, como es tu caso y también el mío, porque como bien nos recuerdas, no es inmortal el que nunca muere, sino el que nunca se olvida. Y tú no te olvidas de tu padre, como tampoco lo hago yo del mío, de este modo ellos seguirán con nosotros, acaso iluminando nuestra senda, tal vez ayudándonos a continuar caminando con ilusión, con sueños. Así que sigamos soñando, ahora con tus Lecturas de un alma vagabunda, vagabundos que somos y nos sentimos en este universo que por momentos se revela atroz, y por instantes se nos hace delicioso, como esa prosa que has construido, con tanta belleza, para acercarte a varios autores y autoras de la provincia de León, entre ellos a Raquel Villanueva (la escritora construida con el azul del mar... Raquel es mar, vida, palabras y sueños), Nidia Beltramo, Mayela Paramio (ejemplo de maestría en prosa poética), María José Montero, Berta Pichel (maestra de charol), Marta Muñiz (poeta de lo hermoso... cuyas manos dibujan la belleza con versos), Elisa Vázquez (Úlver), Loli Prieto (el imparable viento de la realidad), Sol Gómez (maestra del relato), Noemí Sabugal, Carmen y Sergio, Luis Artigue (Donde siempre deseas que sea medianoche), Emilio Vega (un poeta con mayúsculas), Carlos Fidalgo, Manuel Ángel Morales, Gregorio Esteban, Piluca Farto, Araceli Fernández, Pedro Villanueva, Cano García (maestro poeta), Dionisio Álvarez, José Yebra (la fuerza del poeta), García Alonso, Fermín Rodríguez, Mario Llamazares, Chary Martínez, Iria Serrano, Loli González, Rosa M. González Quevedo, Amador Fonfría, Ana María Campelo, Azarías DLeyre, Ruth Prada, Benjamín Maceda, Valentín Carrera o Julio Llamazares (un autor genial). Creo que está todo el mundo. 


Cuentas que Lecturas de un alma vagabunda nace como el sueño común de todos aquellos que, perdiendo a un ser querido, siguen recordando su voz, sus abrazos y sus sonrisas... Detrás de cada sueño, de cada estrella que brilla en el universo... están aquellos que nos siguen observando desde lo más alto. 

Sólo alguien como tú, con tu generosidad y sensibilidad, es capaz de componer cartas tan emocionantes, tan genuinas. Con esa ternura propia de alguien bueno, porque tú, entrañable Ruy, eres un hombre bueno, como lo fuera el poeta Antonio Machado (más que un hombre al uso que sabe su doctrina,/ soy, en el buen sentido de la palabra, bueno), porque la bondad es algo que escasea aquí y allá, sobre todo en esta época de caníbales que nos ha tocado vivir.  No diré de caníbales y reyes, que luego se arma el pifostio del siglo. En realidad, lo de caníbales y reyes me ha venido a la chola por el libro del antropólogo americano Marvin Harris, que es un autor extraordinario, al que leo con devoción desde que lo descubriera en la universidad. Por supuesto que es muy recomendable.

Ya lo habíamos hablado hace tiempo, que estaría bien que tus cartas tomaran el formato de libro, más que nada para que no se perdiera  en la nebulosa de los tiempos. Y al final echaste para adelante y lo lograste, lo que que me hace tremenda ilusión (como tal vez diría alguien de Hispanoamérica), que tus cartas a ninguna parte hayan visto la luz en esta orilla en la que vivimos los humanos, demasiado bestiales (al menos una parte de las bestias parlantes). Y es que en el fondo los humanos somos tan efímeros, que, de tan mortales, nos creemos divinos. Divinos de la muerte. O divinos de la vida. Sea como fuere, hemos de seguir caminando y soñando, soñando con otros mundos posibles construidos con la belleza de la palabra, de la emoción, pero también de la reflexión. 


Mi agradecimiento y enhorabuena, querido amigo, por esa bella dedicatoria, pero este maravilloso obsequio. Nadie es imprescindible, pero agradezco tus palabras. Y también esas cartas acerca del libro Del agua y del tiempo https://www.lanuevacronica.com/actualidad/el-escritor-construido-con-palabras-y-belleza_70321_102.htmlque para ti es un viaje interior que nos lleva a reflexionar sobre la propia vida y Desde las entrañas https://www.lanuevacronica.com/el-bierzo/el-libro-que-nos-conto-lo-que-susurramos-al-miedo_103197_102.html, que es, en tu opinión, un libro imprescindible para conocernos a nosotros mismos.

"Si no hallas dentro de ti mismo aquello que buscas, tampoco podrás hallarlo fuera... En ti se halla oculto el Tesoro de los Tesoros... Conócete a ti mismo y conocerás el universo y a los dioses». Y a las diosas.  


miércoles, 8 de octubre de 2025

Borges en el Bierzo, Letras bercianas (y leonesas), de Valentín Carrera

 

Valentín Carrera. Foto: Cuenya


Si bien ha transcurrido el tiempo desde que se presentara Borges en el Bierzo en la pasada feria del libro en Ponferrada, me apetece hacer mención a este libro del periodista y escritor Valentín Carrera, porque en esta obra recoge textos sobre autores y autoras del Bierzo, en realidad de la provincia de León, desde clásicos como Gamoneda (un armario lleno de sombra), Antonio Pereira (oficio de mirar), Carnicer (la mirada libre), Julio Llamazares (Distintas formas de mirar el agua), Guerra Garrido (cuando mala mujer la mar es cruz), César Gavela (el camino heterodoxo y otros pasos), Mestre (rey persa de un solo vasallo), González-Guerrero, o Amancio Prada (Libre te quiero)... a otros autores como el pintor 
Pepe Sánchez Carralero, el político nocedense Pepe Álvarez de Paz, los hermanos periodistas Mario y Fernando Tascón (La Biblia bastarda), Cano García Ordiz, Santiago Macías, Fermín López Costero, Gonzalo López Alba, Carmen Rodríguez y Sergio Castro, Ruy Vega (El proyecto dream), Berta Pichel (El amor y la memoria siempre vencen al silencio), Sabugal (Hijos y nietas del carbón), Toño criado (Lobos por el Bierzo), o Carlos Fidalgo (prosa de otro mundo). La lista es grande. Desde el ensayo al periodismo, los viajes, la novela o la poesía, incluso la Gramática española para estudiantes italianos,  como ha hecho la buena amiga y filóloga Álida Ares, que vive en el Trentino italiano, aunque se pasa largas temporadas en el Bierzo, en Villadepalos.

https://cuenya.blogspot.com/2012/12/la-fragua-literaria-leonesa-valentin.html


Por supuesto, me hace ilusión que Carrera me haya incluido con dos textos: Cuentos en el Bierzo a la manera de Poe y Geografía de las emociones (acerca de Mapas afectivos). Con prólogo de la intrépida y querida periodista Mar Iglesias, quien habla de Valentín Carrera como el nombre en clave del Truman Capote del Bierzo que se convertía en Ramón Carnicer cuando cogía la mochila y recuperaba las Hurdes apodadas Cabrera... O en Julio Verne cuando se metió hasta las trancas en la tierra antártica para cocinar botillo. 

Presentación de Borges en el Bierzo en feria libro de Ponferrada


Contaba Valentín Carrera que en Borges en el Bierzo rescata del desván hexagonal de la biblioteca de Babel libros y autores que lo han escogido y él les devuelve el favor. La biblioteca de Babel soñada precisamente por el escritor bonaerense Borges. De ahí el título de este volumen. No obstante, a uno le sorprende que lo haya titulado Borges, que es sin duda un escritor de culto, un erudito, polisémico, políglota, con una memoria prodigiosa (tal vez como su Funes el memorioso), aunque en mi opinión se trata de un autor harto complicado de leer por el gran público, porque nos introduce en los sueños (como ocurre en Las ruinas circulares... quién sueña en un sueño, ¿quién nos sueña cuando soñamos?), las paradojas, como en La biblioteca de Babel con sus libros ilegibles (El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas), o un perseguidor perseguido en La muerte y la brújula, el juego especular, la infinitud del tiempo y del espacio (El Aleph...¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca?), el idioma analítico (que tanto fascina a neurocientíficos y lingüistas), la física cuántica, como hace por ejemplo en El jardín de los senderos que se bifurcan (Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En este, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma), la metaficción y/o erudición libresca (textos que surgen de otros y remiten a un texto original, perdido o inexistente), los laberintos, las bibliotecas, la construcción de mundos alternativos simbólicos a partir de reflejos, inversiones y paralelismos, la identidad (Borges y yo... Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas)la confusión e imbricación entre realidad histórica e imaginación. 


Como Borges, que era agnóstico y/o ateo y un descreído en la política (un pacífico y silencioso anarquista que sueña con la desaparición de los gobiernos), uno siente que este escritor argentino hubiera encontrado en el Bierzo un lugar en el mundo para componer sus cuentos y sus poemas, también sus ensayos. 

Y mi enhorabuena a Valentín Carrera por esta obra, que me obsequia con esta bella dedicatoria. 

https://valentincarrera.es/manuel-cuenya-cuentos-en-el-bierzo-a-la-manera-de-poe/


Bierzo Aleph


Recupero para este blog este artículo publicado en Diario de León en 2008, dedicado a un Bierzo Aleph, a partir del cuento de Borges titulado el Aleph. 


https://www.diariodeleon.es/bierzo/80610/432830/bierzo-aleph.html 

A UNO LE entusiasma la idea del Bierzo como un infinito aleph: «uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos», «una esfera cuyo centro está en todas partes». Con esta idea en la cabeza el profesor de la Universidad de León, Alfonso Fernández Manso, clausuró el curso de la universidad de la experiencia en el Campus de Ponferrada. La universidad de la experiencia, cuyo punto de partida es la Pontificia de Salamanca, comenzó su andadura hace ya algún tiempo en Ponferrada, y está resultando fructífera, al menos para quienes hemos tenido la suerte de compartir, desde sus inicios en la capital del Bierzo, este aprendizaje-enseñanza, este capital humano. Siempre hacia el saber, que en ocasiones produce dolor, mas nos hace sentir el mundo con intensidad, vivir con ganas, el saber que ocupa espacio y tiempo, espacio de deseos y sueños, tiempo de satisfacción, porque la necesidad del saber nunca se agota cuanto más creo saber, menos sé en realidad y esa inquietud nos mantiene despabilados y en forma, porque nos gusta vivir de claridades y lo más despiertos posible, esa universidad a la que acuden mayores de 55 años, dispuestos a entregarse en cuerpo y alma, como hemos visto a los alumnos del taller de teatro, que nos han hecho vibrar, aun en los momentos más delicados, y con quienes hemos compartido tantas emociones, a todos cuantos han contribuido con esfuerzo y dedicación a que la experiencia sea un grado, y aun un posgrado, en esta comarca mortecina y despoblada, harto envejecida y falta de horizontes, que sigue necesitando luz para llegar a ser un aleph. Puestos a soñar, nos encantaría un Bierzo que hiciera su entrada, acaso torera, por la puerta grande en el fantástico universo borgiano. «Si todos los lugares de la tierra están en el aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz». 


Manantiales de luz cristalina. Eso necesitamos. «Siempre luz ¿ y mañana y risa», ¿verdad, Pilar? Siempre luz, que nos guíe y nos alimente, por las sendas de un Bierzo mítico y circular, capaz de atraer turistas de todo el mundo, gente que desee permanecer en sus entrañas más allá de breves paradas en el camino, un Bierzo que sea centro universal del turismo idiomático, como Salamanca, que ha sabido proyectarse en el mundo, con su universidad antiquísima y frayluisesca, con su alma charra, un Bierzo luminoso que atraiga a extranjeros en busca del castellano como lengua, el paisaje como memoria compartida, el saber como alimento espiritual.

martes, 7 de octubre de 2025

Villa Joaquina, por Susana de Paz

 

(Manuel Cuenya. Composición de relatos y microficciones. Nivel Intermedio. UNED de Ponferrada)

No sé bien cómo describirte la ilusión con la que construimos la vida que acaban de demoler. Los pequeños logros celebrados como grandes batallas ganadas. Me pregunto cómo narrarte mi vida a ti, desconocida, que me encuentras cada mañana sentada en esta parada de autobús.

¿Ves la parcela, al otro lado de la carretera, frente a esta marquesina? Esos restos de suelo sucio y roto que ves, casi oculto por charcos de barro, un día fue mi gran orgullo. Este terrazo, que ahora te parece anticuado, no hace tanto fue una novedad traída por un famoso arquitecto. O eso decían. 


Pepe quería poner suelo de madera, como tenían casi todas las casas del pueblo. Pero yo había visto ese suelo en una tienda, al ir a comprar la tela de mi vestido de novia. Las placas de mármol blanco que relucían como conchas de nácar en la arena me enamoraron casi tanto como mi Pepe. La discusión por el terrazo la gané yo. Tantas estrecheces, tanto ahorro… me pregunto si mereció la pena. Quizá sí, sólo por el placer que sentía al admirar sus destellos tras pulirlo cada mañana, de rodillas, con la dedicación de un penitente. ¿Me creerás si te digo que jamás sufrió la pisada de un zapato? Sólo la caricia de unas bayetas en los pies, recorriéndolo ligera, como una patinadora que se desliza sobre el hielo.

Por lo demás, la casa era modesta pero coqueta, y menuda, como yo. Comenzamos a construirla al casarnos, y enterramos nuestros primeros años de juventud entre cemento y ladrillos. Recuerdo el esfuerzo, pero la ilusión nos daba vida. Cada noche planeábamos los trabajos del día siguiente sabiendo que nos acercarían al momento de dejar la casa de padre por nuestro propio hogar. Los planes a veces se cumplían y a veces no, como cuando haces una labor, y te confundes, y te toca deshacer puntadas para bordarlo de nuevo.

Era un edificio rectangular, de planta baja, con tejado a dos aguas, de una negra pizarra que destacaba entre las desvaídas tejas de su alrededor. El salón y dos habitaciones daban a la carretera. La cocina, junto con el baño, asomaban a la pequeña huerta trasera, que vallamos con un murete y una preciosa verja. Plantamos un huerto y unas pocas flores que con el tiempo fueron creciendo hasta ocultar con sus colores la sobriedad de la fachada blanca. La puerta de entrada la situamos en aquel lateral que ves a la izquierda y se abría a un pasillo que recorría la casa de lado a lado, como la espina de un pez, y donde mi suelo tornasolado relumbraba, siempre inmaculado, bajo la luz de las bombillas.

El primer día que nos quedamos a dormir, Pepe llegó a casa con unos azulejos azules y amarillos con letras, en los que ponía “Villa Joaquina”. Los colocó en la fachada encalada y yo, cuando los vi, lloré mucho, y todavía lo quise un poquito más.

La casa fue suficiente, y casi grande, para nosotros porque la habitación de los niños nunca se estrenó. A falta de otras ilusiones, mi vida la dediqué a mantener la vivienda limpia y arreglada, y a cuidar del huerto y del jardín. Hacía mermelada de frambuesa, salsa de tomate, embotaba pimientos y, con el tiempo, en la esquina del jardín plantamos una higuera que endulzaba con su aroma nuestras tardes de verano.

Aquella calle, que se abrió al costado de la casa, la fueron llamando “Calle Villa Joaquina”, y así le colocaron la placa. Hoy, de mi “Villa Joaquina” sólo queda el nombre de la calle, y pronto, quizá, ni eso.

A Pepe la vida se le pasó igual que a mí, dedicado a su trabajo y a disfrutar de este pequeño vergel que construimos juntos. Pero él se fue ya hace unos años. ¡Maldito, el cigarrillo que nunca quitó de los labios!

La casa envejeció conmigo. El tiempo movió algunas losas y aparecieron pequeñas goteras, a la par que mis pequeños achaques. Las hierbas del jardín empezaron a crecer sin manos fuertes que las arrancaran, la fachada era cada vez menos blanca y los colores fueron desapareciendo. El deterioro llegó deprisa, como llegan las cosas que no quieres que lleguen.

Sé que hace años que debería de haberme ido, que Pepe me está esperando, pero esta casa ha sido mi mundo, y yo no me quería marchar. Pero ahora ya no me queda nada. No puedo seguir eternamente aquí sentada, charlando contigo y sabiendo que no me oyes, en esta parada de autobús, contemplando de frente un solar vacío ahora que los nuevos dueños lo han derribado todo. Los he observado, pero ellos no me han visto a mí. Son una pareja joven. Al recorrer las habitaciones brillaba en sus ojos la determinación que nosotros tuvimos. No les han acobardado las leyendas de ruidos y luces que se encienden en la noche. Creo que sabían que mi alma se escondía en cada esquina de esta casa y la han derruido para ayudarme a marchar. Ahora puedo irme. A ella también le ha gustado mi suelo.

 

 

La delicà, por Sabino Martínez Marín


(Manuel Cuenya. Composición de relatos y microficciones.

Nivel Intermedio. UNED de Ponferrada)

El tren se iba vaciando una vez pasados los arrozales de los municipios que estaban entre la gran ciudad y la ciudad ducal. Quedábamos un puñado de turistas del interior de España, cuatro o cinco estudiantes con sus mochilas, esas que actualmente llevan pocos libros y muchos bites, una familia que había ido a la capital de provincia de compras y yo, un friki curioso que se disponía a seguir los pasos de una mujer que era toda una leyenda: la delicà de Gandía. “Eres más delicado que la delicà de Gandía, que le cayó un pétalo de jazmín en la cabeza y se murió”, rezaba un dicho popular de la provincia valenciana. La leyenda era inverosímil, pero el personaje era tan real como el pétalo asesino de la aromática flor.


Mientras dejaba atrás la penúltima estación del recorrido en cercanías, mi imaginación volaba al año 1498, cuando Inés de Catani, de origen lombardo, aún no era la delicà. En aquellos tiempos una doncella debía tener una vida aburrida, sin amores, pues el desdén de una dama era el símbolo de la honra mejor llevada. Pero ese no fue el caso de doña Inés, ya que, tras su muerte, las damas que la amortajaron descubrieron que llevaba puesto un cinturón de castidad con un escudo heráldico grabado de un toro pastando, es decir, el escudo de los Borgia, los duques de Gandía, por lo que sabemos que la vida de esa mujer estuvo tan llena de misterios como su muerte.

Inés no quería ir a palacio. No quería ver a la duquesa. A Inés no le gustaban las situaciones incómodas. Tampoco le apetecía ver al duque. Allí no. En otro lugar tampoco, pero ella no era dueña de su vida. A él sí que parecía divertirle ese juego. Si hubiera podido elegir no lo habría conocido. Pero ya era tarde para intentar no ser dominada por el hombre más importante de la ciudad, así que se puso un vestido granate de falda ancha, para que disimulara lo que tenía que disimular, se adecentó la gorguera y se dirigió a palacio para cumplir con su obligación social tragando saliva y orgullo.

“Final del trayecto”, indicó una voz femenina a través de la megafonía. Entonces, abandoné el tren y subí las escaleras mecánicas, pasé los tornos y salí a un exterior que abrasaba. El agosto mediterráneo conlleva la asfixia por humedad.

En la parada de La Marina, donde se coge el autobús que llevaba a la playa gandiense, se amontonaban veraneantes recién llegados que estaban sedientos de sol y playa. Por fortuna, no tenía la intención de coger ese autobús, pues, solo de pensar en el olor a sudor y humanidad que se iba a concentrar dentro de ese vehículo atestado de gente, me pareció más atractivo el abrasador asfalto de la desconocida ciudad que las refrescantes olas del Mediterráneo. Caminé directamente hacia el palacio ducal. Compré una entrada y me impregné de sus lujosas salas, de sus dorados, de su cerámica de Manises… ¿Cómo sería la vida en el hogar más importante del ducado? ¿Cómo vestirían las gentes? ¿Qué olor desprenderían los perfumeros que se escondían en la decoración de las puertas de la sala de baile? Pero sobre todo unas preguntas invadían mi mente: ¿Estuvo allí alguna vez la delicà? ¿Tuvo el coraje de mirar a los ojos a la mujer de su amante, anfitriona de esa casa? Quizás de delicada solo tenía el sobrenombre, pues cuanto más me adentraba en el contexto de mi obsesión legendaria, más se me representaba Inés como la barragana del duque Juan. Salí al patio y pude observar que las ventanas estaban protegidas superiormente por unas tejas azules, tan características de esa tierra, para que el agua de la lluvia descendiera por ellas. Casi parecía ver a la delicà, el mito del municipio, refugiando su sensible cuerpo de la gota fría valenciana, esperando a que el amo de su sexualidad la requiriera.

Inés de Catani fue presentada en el salón dorado, el cual podía aumentar el doble de su tamaño abatiendo unas puertas. El servicio abanicaba los perfumeros adheridos a las puertas abatibles y el olor a azahar impregnaba toda la estancia. Allí se iba a celebrar el baile. Ella y su vestido granate se abrían paso entre personas con vestimentas claras. Si lo hubiera podido decidir se habría vestido de otro color, pero ni siquiera eso podía elegir. El duque Juan no le quitaba ojo de encima. La duquesa María, vestida de blanco, parecía querer ignorarla, pero la miraba de reojo. El corazón de Inés latía con fuerza. Quería huir. Quería vivir. Quería que los ojos de esa sala no le gritaran “puta”. Quería quitarse el cinturón que le oprimía el sexo, el cuerpo y el espíritu. Quería enamorarse de un hombre que no la golpeara si se negaba a hacer algo. Quería decir y decidir. Quería querer. No quería obedecer al duque esa noche. Ni ninguna noche. No quería ir a la habitación que le había indicado cuando la orquesta acabara la tercera canción. No quería obedecerle y menos con el palacio lleno de almas que le insultaban silenciosamente.

Cuando abandoné el palacio, empecé a callejear por las calles del centro histórico. Parecía que la delicà era un icono de la ciudad. En el rótulo de un restaurante se podía leer “La delicà”. También encontré panaderías en las que un bollo había sido bautizado con su nombre. Una calle estaba también dedicada a ella. Esa mujer, cuya historia resultaba inverosímil, era un icono en la ciudad envuelto en un misterio que estaba dispuesto a descubrir.

Salió del palacio después de que el duque la forzara a pecar. Los polvos rojos que se había echado para dar color a las mejillas se habían disuelto entre el sudor y las lágrimas, otorgándole al rostro la belleza que produce el llanto. A pesar de que no había podido elegir su destino, ella sentía la suciedad de su cuerpo y de su alma más viva que nunca. Más para estar bien consigo misma que para lograr el perdón divino, anduvo unos metros hasta la Colegiata de Santa María. El cuerpo tardaría cierto tiempo en limpiarse, el alma una eternidad.

Llegué a la colegiata, el centro litúrgico por excelencia de la ciudad, y pude observar las filigranas en piedra que había dejado allí el gótico valenciano: sus gárgolas, sus contrafuertes, sus estatuas anexas a la fachada… Al ver el espectacular rosetón de piedra tallada asemejando flores de jazmín que regalaba gran luz al interior del templo, comprendí qué significaba el dicho local que dice “Eres como la delicà, que le cayó un pétalo de jazmín y se murió”. ¡Qué muerte más ridícula! ¡Morir porque te toque una flor! ¡Pobre delicà!

En la Colegiata de Santa María estaba Inés sola, aunque se creía juzgada por la mirada inquisidora de las tallas de madera. No paraba de rezar, pero no sabía si Dios la escuchaba o no quería hacerlo por pecadora. Quería morirse allí mismo y que con su vida pagara por todos sus pecados. “¡Qué difícil es ser mujer en estos tiempos! Cargas con tus propios pecados y con los del hombre que te elige para soportar los de él”, pensaba Inés aun siendo Inés. No quería vivir más. Estaba cansada de no poder chistar al macho, de tener que evitar situaciones incómodas, de no elegir, de ser tratada como un trapo. Quería desaparecer una vez abandonara el templo. No quería enfrentarse más a una sociedad que parecía conocer su historia, sus faltas. Salió de la Iglesia cansada y con el rostro demacrado. Fue en el momento en el que atravesó el dintel del portón cuando de repente, quizás por intervención divina, se desprendió uno de los grandes pétalos de piedra del rosetón, el pétalo de jazmín que la convirtió en la delicà de Gandía y que destruyó a Inés para siempre.


lunes, 6 de octubre de 2025

La amiga, por Carlos Centeno


 (Manuel Cuenya. Composición de relatos y microficciones. Nivel Intermedio. UNED de Ponferrada)

Siempre es incierta la frontera entre un hombre y una mujer en asuntos de cariño, deseo o apego. Nuestra amistad no era nueva. Era fruto de varios años de encuentros de café, algún paseo o simplemente alguna charla telefónica. Éramos solo eso: amigos. Sara era una mujer frágil, un poco infantil, absolutamente inestable emocionalmente y siempre buscaba refugio en los hombres. Esta amistad tomó un nuevo rumbo cuando ella enfermó. Padecía de algún problema estomacal, causante de fiebres puntuales, pero que apenas afectaba a su físico o a su movilidad. Era una mujer con miedo al dolor y visitaba a los médicos con frecuencia. Era hipocondriaca, dependiente, un poco tóxica y obsesiva. Cualquier dolencia le aterraba. Estos eran sus defectos, pero como hombre necesitado de compañía femenina, fueron obviados por mí en favor de una belleza que exaltaba mi lujuria. 


Sara tenía facciones de escultura griega. Era una afrodita infantiloide, cuyo trasero generoso hubiera encajado con gusto cualquier escultor dentro de la fría textura del mármol. Sus pechos no eran demasiado prominentes, pero en su torso parecían encajar a la perfección en la mezcla de su femineidad. Lo mejor era su carita de ángel, sobre todo cuando sonreía y su boca perfecta sin alientos de tabaco o alcohol quedaba enmarcada maravillosamente entre sus largos mechones de pelo liso y negro.

La primera vez que me besó fue dentro de mi coche, tras haberla acompañado a una de sus muchas consultas al especialista. Sucedió de manera inesperada, acercando sus tentadores labios a los míos, buscando mi lengua en un baile de músculos salivados y calidez intrauterina. Pero no fue un beso ardiente. Se trató de un retozo bucal pausado, pues no había intenciones de ir más allá, y resultó el beso más dulce que jamás había compartido. Fue pura suavidad y deleite, producto de la ternura o tal vez de la necesidad de agradecer mi dedicación hacia ella. Aquella fue la primera vez que tuvimos un contacto verdaderamente carnal. Descubrí entonces que Sara tenía poco de mujer depredadora que pudiera fácilmente engatusar a los hombres. Tenía más bien el carácter de un animalito asustadizo, que solo gruñía cuando se sentía amenazada y siempre andaba en búsqueda de cariño y protección.

Otro día, cuando las peripecias carnales fueron a más, descubrí también que el sexo era para ella a la vez un refugio y una forma de expresar que se sentía protegida. Aquella tarde, Sara regresaba de un viaje a la capital para asuntos de médicos y consultas o para alguna prueba analítica. Venía con prisas, con la urgencia de los desesperados. La necesidad de encontrar consuelo en mí, de buscar mi compañía, o quién sabe por qué ansiedades, adelantaron su vuelta. Su voz al teléfono se escuchaba presurosa. Quería saber cuál era el próximo y más rápido billete para volver lo antes posible. Agitada y presurosa buscó el autobús correspondiente siguiendo mis indicaciones y en apenas una hora ya estaba de regreso en el sur. La recogí con el coche y nos fuimos a mi piso.

Ya en la cama, mucho más cariñosa que de costumbre, se me arrimó muy coqueta y buscó mis sentidos. Fue más suave y placentero de lo que yo esperaba. Sara tenía en su entrepierna un paraíso con una tersura adolescente. Abrazados de frente, nuestros músculos se engarzaron como si fuera el acople más natural del mundo. La penetré como quien se dispone a descubrir un tesoro de golosinas en una cueva infantil. Mi verga encontró en aquel hueco palpitante un escondrijo divino. Todo acto lujurioso era con ella tan fácil como beber agua de un manantial de montaña. Porque en esa noche cualquier contacto con ella parecía ser natural, sin esfuerzo, todo fluido, sin artificios ni poses preparadas.

Se subió encima de mí y me cabalgó dulcemente. Cada subida y cada bajada de Sara convirtió a mi miembro en un émbolo lubricado, movido por un motor que era pura comunión de dos mecanismos humanos. Cuando el intercambio piernas, brazos y rodillas nos llevó a ensayar la postura con la que la inmensa mayoría del reino animal efectúa sus apareamientos, entonces vi el cielo. Aquel culo era pura exuberancia de carne. Esas dos masas gemelas que temblaban al ritmo de un baile delicioso, eran dos plataformas insuperables donde anclar mis manos, justo donde sus nalgas se unían con su marcada cadera. Así seguimos durante muchos minutos, casi sin cansarnos, pues todo aconteció sin prisas. La suavidad de su sexo, su humedad y sosiego invitaban a perpetuar aquella ceremonia de energías lubricadas con empujes y retrocesos, de elevaciones y descensos. Fue a la vez un acto de lujuria, ternura, gratitud y cariño. Resultó un bálsamo para ambos. Para mí, por satisfacer un deseo siempre latente ante una amiga carnalmente apetecible. Para ella como desahogo de la ansiedad por su enfermedad y una forma de recompensarme por mis cuidados.

En los meses siguientes, siguieron más momentos de cama y ternura; de acercamiento, siempre en la frontera entre la amistad y el romance. Ella seguía enferma. Cuando su fiebre daba una tregua, entonces me buscaba dulzona y dedicada. Sara me dio durante aquel año momentos de ternura, pasión suave y maleable. Yo para ella fui su columna en aquellos días de desasosiego, un brebaje natural que daba paz a su espíritu inquieto y angustiado.

 

jueves, 2 de octubre de 2025

Instantes, por José González Ríos

 (Manuel Cuenya. Composición de relatos y microficciones. Nivel Intermedio. UNED de Ponferrada)

Aire caliente. Eso notó en cuanto acabó de bajar aquellas empinadas escaleras. La gente se dirigía veloz hacia las puertas acristaladas. Una caterva de hombres encorbatados, mujeres apresuradas, encapuchados adolescentes imberbes, estaban todos arremolinados en torno a las compuertas de metacrilato que soltaban su corriente de personas hacia las entrañas de aquel monstruo rugiente. 

https://www.lanuevacronica.com/lnc-culturas/instantes_180033_102.html


El metro por las mañanas era una danza desorganizada. Mareas que alcanzaban la orilla de los andenes y se introducían en esos gusanos metálicos, que —tras un periodo de oscuridad y a una velocidad endiablada— vomitaban de nuevo su carga de corazones tristes, sonrisas apagadas y ansia de café… en otra playa.

Aquel aire sofocante le golpeó la cara como un puñetazo. El frío de la mañana, que le había desperezado camino de la estación de metro, se transformaba en un bochorno que, para la mayoría de la gente, al atravesar esas puertas en las mañanas, era como adentrarse en el mismísimo infierno. Pero no para él, que se había acostumbrado a fluir despacio entre aquella corriente de enloquecidas criaturas. Le sobraba el tiempo, y las prisas no iban con su carácter. Le gustaba ver la vida lentamente, como en una película, y para eso había aprendido a no estar pendiente de relojes que ataban los pies como cadenas. Se despertaba con energía, se tomaba su tiempo para prepararse y salía a la calle camino de su lucha diaria, como quien sale a pasear por el parque.

Un día más, pasó el umbral del averno y se introdujo en las tripas del leviatán que, enloquecido, cruzaba la ciudad en lo más profundo del subsuelo. Su costumbre era subirse por la tercera puerta del convoy, sabiendo que era la zona menos concurrida del tren, y casi siempre hallaba allí un sitio donde apoyarse; incluso algunos días podía sentarse. Su entretenimiento favorito en esos viajes diarios —además de escuchar su música— era observar a la gente que le acompañaba en aquella odisea cotidiana. Estaban los que leían, ausentes, libros de todo tipo. Otros veían el último capítulo de la serie a la que estaban enganchados. También aquellos que, apoyados de forma inverosímil en cualquier parte, dormitaban los postreros minutos de la madrugada, aprovechando al máximo el último baile en la fiesta de Morfeo. A veces los monstruos se cruzaban, y otros infelices que viajaban en sentido contrario mezclaban sus miradas y vidas con él y el resto de los pasajeros.

Un día, mientras llevaba la mejilla apoyada en la fría ventanilla, llamó su atención una mancha amarilla entre la gris masa de monotonía. Era una joven, con su negro cabello y sus ojos negros semiocultos tras unas gafas. Unos ojos que lo miraban chispeantes, en contraste con los que, legañosos, mostraban sus compañeros de viaje. Estaba cubierta con un impermeable de un amarillo tan brillante que destacaba como un destello en una noche sin luna de monótonos abrigos oscuros. El ojo humano, como el de casi todos los depredadores, se fija en el movimiento o en los colores llamativos. Y eso hizo su primario instinto cazador. El color amarillo captó toda su atención durante el fugaz momento en que se cruzaron en aquella estación.

El agua caliente de la ducha la reconfortó. Sabía que un poco de agua fría le vendría mejor para despertar, pero no creía que su cuerpo pudiera soportarla en ese momento. Se vistió a toda prisa, pues ya iba con retraso (como casi todos los días). Todas las noches se proponía madrugar lo suficiente como para tomarse la mañana con calma, pero pocas veces lo conseguía. Prescindió de su café para ganar tiempo y corrió al armario. Entre otros, allí estaba su impermeable amarillo. Llovía aquella mañana, así que decidió que sería lo más adecuado para resguardarse de las gotas traicioneras. Corrió por el andén y, casi tropezando, subió en el último momento al vagón, justo cuando las puertas —convertidas por un instante en guillotinas— se cerraban a su espalda. Se acomodó al lado de la ventanilla y se dispuso a contemplar el paisaje monótono de oscuridad del túnel, donde, como una alimaña en su cubil, se colaba aquel torbellino de ruido y vibración que era la máquina que la transportaba cada día a su lugar de trabajo. De repente, la luz llenó de nuevo la ventanilla y llegaron a una estación. Otro convoy entró al mismo tiempo y —como en una metáfora de caminos paralelos pero opuestos—, las vidas de quienes viajaban en esos trenes se cruzaron un instante. Marrones. Aquellos ojos eran marrones, sus miradas se encontraron y conectaron en ese momento donde todo se detiene. Pupilas que se encuentran y, sin más, se quedan congeladas en una efímera eternidad. Durante unos minutos, mientras el tren volvía a su oscuridad, pensó si aquellos ojos color Coca-Cola la habrían visto también o simplemente eran unos ojos de esos que a veces miran sin ver, con la pupila fija en un punto en el infinito mientras el cerebro, desconectado de ellas, viaja en su propio mundo interior.

En los días sucesivos, buscó sin éxito un oasis de color entre la monotonía de rutinas en blanco y negro. Era evidente que aquella chica fue como un rayo de luz entre la niebla. Se preguntó si sería capaz de reconocerla si volviese a verla. Lo dudaba. Habría miles, quizá decenas de miles, de muchachas con el pelo negro en una ciudad de millones de habitantes. Le sacaron de su ensoñación unas adolescentes gritonas que se habían situado a su lado y comentaban el último éxito del cantante de moda, que obviamente no le interesaba en absoluto. Ella se inventó, durante unos días, un nuevo juego que hizo su viaje más ameno. Mirando por aquella ventanilla, jugó a buscar esos ojos que la miraron desde el otro lado de la estación durante unos segundos eternos. Imposible —miles de ojos se cruzaban en su camino cada día—. ¿Sería capaz de reconocerlos? Claro que sí, pero en el fondo sabía que era una tarea condenada al fracaso.

Él subía mirándose los pies en aquella escalera mecánica, atento al traicionero movimiento de cizalla de aquellos escalones metálicos. En un instante, a mitad de camino, alzó la vista para mirar a su alrededor, cuando, tras unas gafas, unos ojos negros le resultaron familiares. Otra vez el mundo pareció detenerse y, durante un tiempo que no sabría medir, todo giró alrededor de ellos. La joven, mirando al frente mientras bajaba arrastrada por la metálica escalera en movimiento, sintió la magnética atracción de una cabeza que se irguió de repente en la escalera de sentido contrario. Esos ojos de nuevo, y volvió a sentir la conexión que había detenido el mundo en el cruce de trenes tiempo atrás. Ambos tardaron unos segundos en reaccionar, mientras la vida y los engranajes de la escalera mecánica seguían su natural movimiento. Era ella, sin duda. No vestía aquel llamativo impermeable amarillo, pero los ojos —esos ojos negros como una noche en el bosque— eran los mismos que habían destacado en un océano de apagadas pupilas. El primario impulso de correr escaleras abajo para perseguirla y verla otra vez se frenó en su mente. Pensó que era una locura. Y siguió su camino, como cualquier otra mañana. Por supuesto que era él. Su mirada se había quedado tan grabada en su retina que, al verla otra vez, el deseo de salir corriendo tras aquellos ojos fue inmediato. Aunque, al llegar abajo, descartó la idea y continuó sus pasos. Y así, una vez más, el encuentro fugaz de dos miradas se quedó en el limbo de almas cruzándose por caminos paralelos, en diferentes sentidos. Como trenes en la oscuridad del túnel del metro. Como corazones que, asíncronos, laten desacompasadamente al mismo ritmo.

miércoles, 1 de octubre de 2025

Ya no huele a cafés, por Ana López Sobredo; y Libido y lívido, por Joaquín González Sancho

 En esta ocasión, se han publicado dos relatos de mi alumnado de escritura de la UNED en La Nueva Crónica. Vayan aquí. 

Ya no huele a cafés, por Ana López Sobredo

Villa Gloria ya no huele a cafés. Ya no huele a nada, solo al aire que limpio desciende desde el monte Pajariel, como un suspiro y enredándose en las esquinas, en los muros descascarillados, en las ventanas cerradas. A veces el barrio aún respira, pero muy despacio, con la delicadeza de quien no quiere molestar a los que ya partieron.


 Camino por la Avenida de La Martina pisando un sueño que se desvanece. Mis pasos resuenan demasiado, como si el pavimento hubiera olvidado otras pisadas. Antes, las voces eran muchas. Las puertas se hallaban abiertas y la vida asomaba por las ventanas, cual flores en primavera. Hoy, en cambio, todo parece recogido. Las casas, con sus tejados de pizarra aún brillantes, parecen encogerse con el paso del tiempo, como si el invierno se hubiera quedado dentro.

 Me encuentro con la señora Carmen envuelta en su abrigo gris, un tanto raído, es el de siempre. Nos miramos y no decimos nada. No hace falta. Ella también lo sabe. También recuerda. La tienda del barrio cerró. El bar Conde apenas abre. Y el banco del parque, aquel donde se sentaban los mayores charlando hasta más allá del atardecer, está vacío, solo, abandonado. No porque ya no quieran venir, es que ahora no pueden.

 La presa de La Martina no se ve. Está enterrada bajo el asfalto. A pesar de ello, hay tardes en las que la oigo latir, muy hondo, cual tambor antiguo que aún conserva el ritmo de lo que fue.

 Alicia falleció hace tres años. Sus rosales siguen ahí, pero ahora crecen salvajes, nadie los poda, nadie les habla. Me detengo frente a su verja y la brisa me trae su voz “¿Cómo va todo, niña?”. Quiero contestarle y la garganta se me llena de pétalos.

 Arribo a la que fue mi casa y el olor de los bizcochos de mi madre me golpea con ternura. No está; sin embargo, el recuerdo del candor de sus manos lo llena todo. Un sabor dulce se instala en mi boca, como si la infancia permaneciese escondida en algún rincón de la cocina.

 El barrio se va quedando solo. Se va quedando dentro de mí.

 Yo vuelvo. Siempre vuelvo. Porque aquí aprendí que el amor en ocasiones no se queda, pero siempre deja huella. Aprendí a querer lo que se va, a custodiar en el corazón aquello que ya no se puede tocar. Cada calle vacía, cada puerta cerrada, cada escaparate polvoriento, guarda un susurro, una risa, un nombre que ya no se pronuncia.

 Villa Gloria no es el lugar donde todo ocurre, sino el lugar donde todo ocurrió. El pasado a veces posee más fuerza que el presente. Hoy ya no huele a cafés. Huele a ausencias. Y, aun así, sigo amando este barrio como se ama a un fantasma querido.

Libido y lívido, por Joaquín González Sancho  

Esa noche saldrían a cenar un bocadillo de calamares. En Madrid era lo típico. La habitación rezumaba un denso aroma a sexo. Los cristales de la ventana casi traslúcida goteaban rocío, obra del vaho emanado por sus bocas. El abrazo resultaba de una humedad tibia tan reconfortante, que les costó desprenderse de la sábana epidérmica que conformaban juntos. El yugo pasional les había apresado durante varios días, aunque aquel sudor tan placentero ayudó a lubricar su liberación. En cuanto consiguieron desenredarse y despegarse del jergón, se dirigieron a la tasca que había frente a la pensión. “¡Viva el vino y el sexo!”, exaltaron mientras degustaban aquel grueso rebozado con salsa brava y mayonesa. Un tuya mía de convites, entre sonrisas y miradas, devino en un festín de deseos y anhelos, arribando en el baño del tugurio con un boca a boca de necesidad vital. Esnifaban los milímetros cuadrados de sus cuerpos, extasiados a cada instante, atorados e inmersos dentro de un placer antes desconocido, quizás alentado por medio de una lujuria espontánea inspirada por aquel claustrofóbico e infesto escenario. Libido y lívido, se enzarzaron en concursos de lascivia sin vencedor claro, pero con premios gordos: escaladas de caricias y pellizcos incesantes; emboques bizarros entre dientes, labios y lenguas… Esa vorágine brutal dio lugar a un aluvión de lametones que calmaban los daños ocasionados por los mordiscos del ardor, el ímpetu efusivo de los arañazos, y la fogosidad de fornicar sin acuerdo de ritmo pautado. Poco después, fue coronado un orgasmo sincrónico: ella estalló en una lúbrica carcajada, como si no hubiera reído jamás; él eyaculó un aullido, propio de un licántropo en celo.