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sábado, 24 de octubre de 2020

La Náusea

Releo La Náusea de Sartre en busca de inspiración. O tal vez de transpiración. Que la inspiración me pille manos al tema. Y lo primero que me encuentro es con esto: "Lo mejor sería escribir los acontecimientos mcotidianamente. Llevar un diario para comprenderlos. No dejar escapar los matices, los hechos menudos, aunque parezcan fruslerías, y sobre todo clasificarlos". Lo mejor sería escribirlo todo, manuscribirlo todo, como hiciera Umbral, que se pasó toda su vida trabajando con las palabras, con el fin de entenderse y entender por ende el mundo en que viviera. Con finos y certeros análisis de la realidad: política, social, económica, cultural. De nuestra España con eñe de coña. 

Lo mejor sería poner en orden lo que nos va sucediendo puntualmente cada día. Y así podríamos saber qué pensamos, qué sentimos... 

Releo La Náusea del estrábico pelirrojo, quien rechazara el Premio Nobel -eso cuentan las lenguas-, en busca tal vez de una identificación con su existencialismo. Sobre todo en estos momentos de vómito a resultas de la situación que estamos viviendo, que a buen seguro no es peor, ni de lejos, que lo fueran otras épocas pasadas. Como las que vivieran y aun sufrieran en sus propias carnes nuestros padres. Y aun nuestros abuelos. Acaso ningún tiempo pasado fue mejor. O sí. Pero somos nosotros ahora quienes vivimos estas circunstancias. Quienes damos fe de lo que nos ocurre. Que es una pandemia que nos está machacando. Como me verbaliza la mayoría de la gente con quien hablo. Que nos está pulverizando, en todos los sentidos. 

La tristeza se adueña de nosotros, cada día más separados, alejados en lo afectivo. Me lo recuerda el amigo Mario, que agradece, desde la Robla, las muestras de cariño. Cariño que todos agradecemos, ahora más que nunca. Los seres humanos necesitamos socializar, necesitamos afecto, amor, cariño, ternura. Y si no podemos tocarnos, abrazarnos, sentirnos, entonces, qué mierda de mundo hemos construido. ¿Acaso un virus de este calibre puede dinamitar nuestra afectividad? ¿Qué ocurrirá cuando nos meten en casa uno aún más potente?, me viene a decir otro buen amigo de infancia, José Manuel, el nieto de María, que superó el siglo. Y por fortuna ella no llegó a vivir este sindiós. 

Una pandemia que nos esta mermando, que está haciendo mella en nuestra psique. Por más que uno desee hacerse el valiente. De repente, se nos ha congelado el tiempo, también el ambiental, y se nos han achicado los espacios. El Planeta se ha vuelto más chiquito. Incluso diminuto, porque se han paralizado nuestros viajes alrededor del mundo. 

Viajar se ha convertido en una odisea. Demasiados controles y riesgos. Demasiadas fronteras. Demasiado miedo. Demasiada incertidumbre. El miedo y la incertidumbre como claves esenciales, acaso claves líricas, para entender qué nos está ocurriendo. 

Hace falta ser muy fuerte, en términos físicos y psíquicos, sobre todo psíquicos, para sobrellevar esta pesada carga, esta cruz. De repente, regreso a Cristo y su cruz a cuestas. Por la medina de Jerusalén. Que es un genuino espacio-polvorín, donde ni judíos ni palestinos se ponen de acuerdo en nada. Y andan a la gresca. Ni siquiera los paraliza la pandemia, que afecta a unos y a otras por igual. O no. No nos unen los afectos, como ya sabemos, sino que nos une el horror, el espanto, la enfermedad y la muerte. ¡El horror, el horror! 

Jerusalén. Foto: Cuenya

La muerte nos iguala. Eso parece. Aunque uno tenga dinero, mucho dinero, también acabará en el hoyo. Porque si los ricos de guita y poder no la espicharan, entonces ya sería el acabose. Aunque tampoco sé de qué mierdas vivirían si no existieran los esclavos, los pobres, los trabajadores, los obreros y campesinos, que son ellos quienes mueven de verdad o deberían mover el mundo. Uníos de una vez por todas, proletariado de la Tierra, y dad un golpe de timón a esta barbarie. 

Hoy me he levantado con la náusea. Aunque no sea un día peor que otros. Incluso es sábado. He descansado bien. Estoy a cubierto. He desayunado rico: café con leche con pan recién horneado untado en aceite de oliva extra. Nomás. Un lujo que aún podemos permitirnos. Y me espera una comida suculenta, un caldo berciano, que siempre me sienta de rechupete. Un manjar. Así que no debería asaltarme la náusea, y sin embargo se apodera de mí, aunque la reniegue, aunque procure alejarme de la misma.  

Es probable que el virus haya tomado el aspecto de náusea. Y sienta mareos, escalofríos en el alma. Me gustaría ser menos sensible, menos perceptivo. Me gustaría pasar de largo. Pero uno es como es es. Y eso no resulta nada fácil cambiarlo. Quizá habría que hacer oídos sordos, vista larga. Insensibilizarse. Autoengañarse. Hacerse el tontín. Y seguir adelante como si nada hubiera ocurrido. Como si nada pasara. Pero los medios de comunicación se encargan de chutarnos el virus en vena. Queramos o no. Ya ni siquiera quiero ver noticias, el parte televisivo. Algunas cadenas son atroces. Sensacionalistas. Mentirosas. Perversas. Otras nos lanzan misiles. Barrenan nuestras ilusiones. Los políticos, con sus prebendas y salarios sustanciosos, andan revueltos en el gallinero, mientras la sociedad está a sus expensas. A verlas venir. 

La náusea ha llegado para quedarse. Con o sin vacuna. Porque la náusea aparece y reaparece aun en los momentos más inesperados. Es la propia vida. El existir. Que conlleva consigo esta forma de estar, de ser, en el mundo. El ser y la nada. La nada que no podemos concebir, salvo que estemos ya fiambres. ¿Y antes de la nada había más nada? 

Prosigamos anotando, con cierta regularidad, lo que nos pasa. Lo que ocurre. Hagamos un diario de sensaciones, de impresiones, de emociones. Dejemos por escrito aquello que nos produce malestar. Incluso aquello que nos fascina. 

Las dos menos cuarto de la tarde. Siempre es demasiado tarde o demasiado temprano para lo que uno quiere hacer. Momento absurdo de la tarde. Algo así diría/dijo Sartre. Hoy nos cambian la hora. Bueno, mañana domingo retrasarán una hora sobre el horario vigente. A las tres de la madrugada serán las dos. Y ese cambio también nos afectará. Sobre todo a quienes no nos apasiona madrugar. Ni intenciones tenemos de madrugar. Salvo por imperativo legal. Y nos quedaremos con menos luz solar por la tarde. Y las noches serán extremadamente largas. Y depresivas. Sobre todo en este Noroeste, en este Bierzo olla/hoya, que aún resulta protector como un cielo sólido. 

"Sí, yo que tanto gusté de sentarme en Roma a orillas del Tíber; de bajar y remontar cien veces las Ramblas de Barcelona, a la noche..." estoy aquí, en mi pueblo, intentando poner orden y concierto a mis ideas, que también son vuestras.

Roma, a orillas del Tíber. Foto. Cuenya

"La Náusea se ha quedado allá, en la luz amarilla. Soy feliz, este frío es tan puro". Ojalá la náusea se hubiera quedado allá. Y fuera feliz en el frío. Pero me gusta el calor, sentarme bajo una palmera, a la sombra, tomándome un té a la menta mientras contemplo las dunas doradas del tiempo presente. Viajando hacia ese desierto donde aún es posible alcanzar el éxtasis. 

"Veo el porvenir. Está allí, en la calle, apenas más pálido que el presente". Ojalá lograra ver el porvenir, un futuro incierto que se abalanza como un briago hacia el charco de los espejismos. Un porvenir escuchimizado, con el rostro cadavérico de un expresionismo retorcido. He dejado de ver. He perdido mis dotes de adivino. También los adivinos profesionales han dejado de ver el futuro. Ni siquiera un futuro inmediato. Mientras, siguen jugando con futuribles. La profecía que se cumple a sí misma. Hay mucho charlatán largando verborrea en este patio de colegio. Resulta imposible creernos lo que nos dicen. Entre futurólogos y mandamases estamos en medio del caos. 

Prosigo releyendo a Sartre, lápiz en ristre, subrayando aquellos pasajes, aquellas frases que llaman mi atención. En realidad, toda la Náusea es un diario lleno de hallazgos interesantes. 

"Ese sol y ese cielo eran un engaño. Es la centésima vez que me dejo atrapar. Mis recuerdos son como las monedas en la bolsa del diablo: cuando uno la abre, sólo encuentra hojas secas". La realidad resulta a menudo engañosa. Y la ficción también. Se me antoja harto difícil creer en algo, en alguien, incluso en uno mismo. Ese sol y ese cielo tal vez podrían ser reales. Y bellos. Con la belleza conmovedora de un día feliz. 

"Para cien historias muertas quedan, sin embargo, una o dos historias vivas". Aferrémonos a las historias vivas. Aunque sólo una esté viva. Agarrémonos la vida. Con uñas y dientes. Es la única manera de seguir adelante.  

"Algo comienza para terminar: la aventura no admite añadidos; sólo cobra sentido con su muerte. Hacia esta muerte, que acaso sea también la mía, me veo arrastrado irremisiblemente". Todo empieza y todo termina. Realidad al canto. Golpe de realidad. Me siento noqueado. Sartre me está vapuleando. Hacia la muerte nos conducimos. Queramos o no. Mientras, necesito un soplo de vida. 

Aparco la Náusea, al menos durante un tiempo, para degustar el caldo berciano, que me espera con su olor ancestral, con su sabor a lacón, costilla y chorizo. Con la textura suave de un repollo de la huerta. 

La vida continúa (y la náusea también) hasta que deje de hacerlo. 

Hoy me ha salido así.  Mañana dios dirá, si es que algo desea anunciarnos. 

 

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