Pero a menudo nos resistimos a admitirlo, a saber que tarde o temprano (más pronto que tarde) nos iremos todos por el mismo sendero, hacia la nada, claro está. Polvo somos y en polvo nos convertiremos, polvo intergaláctico. Dicho así hasta suena a lírica.
No quiero ser pesimista, sólo deseo entender lo que a priori podría resultarnos absurdo, irracional, sobre todo en nuestro mundo occidental, donde la vida es algo sagrado. O lo parece. O eso nos venden, cuando la realidad es otra, harto cruel y demoledora. Bueno, no tanto, sobre todo si hacemos memoria y nos vienen a mientes la Primera y Segunda Guerras Mundiales, Holocausto incluido, además de nuestra Guerra Incivil y otras guerras, que convirtieran a Europa en un gran cementerio.
Que la vida vale muy poco, o nada, como en México, por ejemplo, lo sabemos de buena tinta. Y que la vida no vale un carajo en tantos lugares del orbe terrestre es algo absolutamente real. No hay más que arrojar la vista hacia África, el polvorín oriental, la América al completo (si exceptuamos, quizá, Canadá).
La muerte nos ha dado un buen mazazo este año. Nos ha atizado duro, arañándonos las entrañas. Este año hemos asistido a la muerte de gente cercana, querida, muy querida, como el caso de mi padre, al que siempre tendré presente, en esta y en todas las épocas del año.
Mortal (y poco rosa), por decirlo a lo Umbral (que compuso su prosa poética tras la muerte de su hijo Pincho) se ha revelado este 2016, que ha venido, como digo, cargado de muerte, con aguinaldos sombríos.
En este caso Tánatos ha vencido por goleada a Eros, que se ha visto mermado, casi anulado, en un partido sólo apto para personal a prueba de bombas.
Y ahora no nos queda más remedio -acaso haciendo corazón de tripas- que darle realce al Eros, sacarlo a flote en este mar de marejadas. Pero no debemos olvidarnos de Tánatos, que sigue ahí, ojo avizor, escondido tras las sebes, agazapado como una puta o puto (hija o hijo de su chingada) tras los motojos de un bosque que nos impide ver los árboles.
Sólo en el útero de Gistredo se habla de unas dieciséis o diecisiete muertes: Carmen, la de Isaac, Pepita, la de Tomasón, Felicitas (Fita), la mujer del Alemán, Antonina, la de Tomás Nogaledo (lamento que la muerte de esta señora, madre de buenos amigos, me pillara fuera, viajando por Holanda), la madre de Maika (con quien me siento hermanado en el dolor), Pepe Furil, el herrador, Feliciano Caído, el del Hondo Lugar, Jose, el hermano de Eladia (la ponchera oficial de Noceda)... son algunas de las muertas y muertos de este año negro en Noceda del Bierzo. Siento no acordarme ahora mismo de todos y todas. Las cifras, para un pueblo tan escaso en población (sobre todo joven), espeluznan.
Dan ganas de salir corriendo. ¿Adónde? Si la muerte siempre corre tanto o más veloz que uno mismo. Y conoce cada escondrijo como la palma de su mano, en realidad de la nuestra, porque la muerte la llevamos con nosotros, por eso a veces se nos pone cara de muertos o de muertas. El muerto o muerta que seremos (que somos, incluso) nos delata.
A medida que transcurre el tiempo, uno se hace más consciente del mundo en que vivimos/morimos. Y ya nada es igual. Ya nada será igual después de la muerte de un ser tan querido.
Cuando éramos jóvenes veíamos el mundo con ojos de asombro, cuando éramos niños disfrutábamos de ese tiempo que parecía extenderse más allá del infinito curvado del universo. Entonces, todo era vida y dulzura, esperanza nuestra (joder, me ha salido vena catolicona, qué rancio me he puesto). Pero a partir de la conciencia cercana de la muerte, del paso inexorable del tiempo, la supuesta felicidad, la tan ansiada ataraxia, se queda fuera de onda.
El mes de abril, después de danzar por dunas de ensueño y contemplar un firmamento estrellado y protector, me llegó el gran golpe. Como si esa templanza contemplativa se rompiera de golpe y porrazo. Nunca lo olvidaré, nunca olvidaré cómo, al salir de las clases de escritura que imparto en León, se me nubló el cuerpo y la mirada se me puso del color de la muerte. Y tengo la impresión de seguir con ojos de muerto.
Josefa, mi vecina |
Recientemente, mi vecina la señora Josefa (la mujer del ya fallecido señor Felipe), que era casi casi hermana de mi padre y una madre para mi familia, también nos dijo adiós, mientras uno andaba danzando por el Sur de España (delante del Cenachero de Málaga me encontraba justo en ese instante).
La noticia me la comunicó, vía whatsApp, mi amigo Jose, a quien agradezco que me lo dijera, aunque ya fuera tarde para poder asistir a su funeral. Lo sentí y lo siento en el alma porque sabía (ella misma lo llegó a verbalizar) que, tras el fallecimiento de mi padre, a ella se le había ido un hermano, con quien compartía charlas, complicidad, tantas y tantas cosas.
Me da una tristeza enorme que, personas tan cercanas, se vayan.
También, a lo largo de este brutal año, se nos ha ido Maisi, la mujer de Paco, de Robledo de las Traviesas, el hermano mayor de mi cuñado Benjamín. Y hace nada Gildo, a quien veía, siempre campechano y jovial, haciendo sus rondas, tomando sus vinos. Bueno, hacía tiempo que este buen hombre no andaba nada bien.
La escabechina es grande, copiosa. Y, a este paso, Noceda del Bierzo se convertirá, no tardando, en un cementerio. Escalofríos me da sólo de pensarlo.
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