http://www.diariodeleon.es/noticias/bierzo/el-miedo-a-muerte_318546.html (Diario de León,
23/04/2007). Aquí os dejo una versión reelaborada.
La muerte sigue acechando, siempre brujilla y despótica, tras la sebe o el matorral del zambombazo. Y nos hace reflexionar, una vez más, acerca del miedo a lo desconocido, a la incertidumbre, incluso para aquellos que no creemos en dioses, ni siquiera en diosas, que nos ayuden a soportar el vacío existencial, la nada.
23/04/2007). Aquí os dejo una versión reelaborada.
La muerte sigue acechando, siempre brujilla y despótica, tras la sebe o el matorral del zambombazo. Y nos hace reflexionar, una vez más, acerca del miedo a lo desconocido, a la incertidumbre, incluso para aquellos que no creemos en dioses, ni siquiera en diosas, que nos ayuden a soportar el vacío existencial, la nada.
Nunca llegué a conocer a Saramago (al que esperaba ver hace ahora dos años en un Congreso de Literatura en León), y eso me entristece, aunque siempre nos quede su obra, su Ensayo sobre la ceguera, que nos dejó a todos deslumbrados, como un ángel exterminador que nos fogoneara la mirada. Qué terrible. Y qué angustia se nos metió en el cuerpo. No poder ver, ni siquiera con los ojos del alma, se me hace espantoso. Una de mis peores pesadillas, aparte de la muerte, sobre todo de aquellos a quienes quiero, sería quedarme ciego. Y luego aquel Viaje a Portugal, que me hizo amar a ese país hermano y a la vez tan diferente, y que le sirvió a Julio Llamazares -sospecho- para componer su extraordinario libro de viajes Trás-os Montes (imprescindible para entender la tierra de otro coloso de las letras como lo fuera/es Torga, léase también su sugerente libro de viajes, Portugal).
Se nos ha ido un grande de las letras, y una excelente persona (al decir de muchos que tuvieron el gusto de conocerle). Y en el Bierzo nos ha dejado otra gran persona, Emilio, el ciclista intrépido de Torre del Bierzo, que con ochenta y cinco años recorría diariamente un montón de kilómetros subido en su bici. Un hombre fuerte, saludable y vitalista, que así, de repente, se quedó en el camino. Con Emilio sí tuve la suerte de coincidir en varias ocasiones -la última hace tan sólo unos días, con motivo de la representación de La clase chiflada en Ponferrada-. Se le veía muy bien y con excelente ánimo. "Vente a cenar -le dije- y acompaña a tu mujer Araceli, que será divertido". Aquel fue el último día que lo vi. La noticia me la dio esta mañana una amiga: "Creo que se murió un señor con quien estuvimos el otro día, luego del teatro", me alertó. No puede ser, pensé. Pero la comí. El ciclista Emilio Fernández, conocido como el rubio de Torre, fallece por infarto. Y me queda el pesar de no haberle hecho un reportaje, entrevista, etc., como alguna vez le prometí.
Lo que nos sigue dando miedo es que algún día, y nadie se escapa, vamos a desaparecer, y sólo, por algún tiempo, puede que permanezcan nuestras cenizas. El alma o el espíritu, en algunos casos, pervivirán en el recuerdo, mas tampoco por mucho tiempo, salvo que entremos en los anales de la historia. Y eso es todo. Nacemos para morir, y vivimos al tiempo que nos vamos muriendo, lo que supone una liberación, si uno sufre terribles dolores en cuerpo-alma como en algunas enfermedades, o después de sufrir un accidente paralizador. De ahí nuestras angustias y nuestros miedos ancestrales.
El miedo, además de un arma de dominación política y de control social, es un mecanismo adaptativo y de supervivencia que, llegado el caso, nos permite responder con rapidez y eficacia ante situaciones adversas. Por otra parte, está la cultura a la que pertenecemos, que condiciona nuestros miedos. El judeocristianismo, por su lado, también ha alimentado nuestro miedo.
Sorprende, no obstante, que haya culturas en las que el miedo a la muerte parece que no existiera, tal vez porque la vida no vale nada, como ocurre en Méjico, donde hay una convivencia fraterna con la muerte, como sabemos, y como bien nos contó Octavio Paz en El laberinto de la soledad (obra de cabecera para quien quiera entender este país, al menos algo, porque Méjico da mucho de sí).
En Méjico la gente suele hacer bromas con la muerte, incluso con la propia. Como buenos cínicos son conscientes de que cuando llegue la muerte uno ya no estará para encararla. "Ese güey ya se fue a tocar el arpa con el arcángel San Gabriel", "esa pendejita chupó faros", "ese cabrón ya colgó los tenis". “¿Qué es lo máximo que puede ocurrirme, qué me maten, nomás?”, me dijo un mejicano, que me heló la sangre, en una época en que viviera en el país de los aztecas.
Los mejicanos también gustan de exhibir los ataúdes en la acera de la tienda, como puede verse en localidades como Chalco, por ejemplo, y así en este plan. Aún más macabro resulta para un occidental, siervo del cristianismo y capitalismo, que alimentan la vida eterna, lo que ocurre en la India, como me recordó el amigo Ramón, que tuvo la ocasión de comprobarlo en Benarés, donde los vivos queman a los muertos en una hoguera, que a la vez les sirve para calentarse, y suelen lavar la ropa, incluso bañarse, en el Ganges, río sagrado y putrefacto, adonde van a parar algunos finados, amén de muchas porquerías.
También en la Ciudad de los Muertos, en El Cairo, los vivos moran en las tumbas de los muertos con absoluta naturalidad. Por tanto, deberíamos aceptar la muerte como tal, sin aspavientos. Pero se nos bajan los ánimos cuando nos abandona gente buena como Saramago y Emilio Fernández. Van por ellos estas líneas.
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